Los faroles de quinientos
coches iluminaban los alrededores del palacio de Beauséant. A ambos lados de la
puerta soberbiamente alumbrada, se veía un gendarme a caballo. El gran mundo
afluía en tan numeroso tropel, deseoso de ver a aquella gran mujer en el
momento de su caída, que las habitaciones del piso bajo del palacio estaban ya
llenas cuando la señora de Nucingen y Rastignac se presentaron. Desde el día en
que toda la corte llenó la casa de aquella gran dama a quien Luis XIV arrancaba
su amante, ningún desastre del corazón fue más célebre que el de la señora de
Beauséant. En esta circunstancia, la última hija de la casa casi real de
Borgoña se mostró superior a su mal y dominó hasta el último momento al mundo,
cuyas vanidades había aceptado únicamente para que sirviesen de triunfo a su
pasión. Las mujeres más hermosas de París animaban los salones con sus joyas y
sus sonrisas. Los hombres más distinguidos de la corte, los embajadores, los
ministros, emperifollados con cruces, placas y cordones multicolores, rodeaban
a la condesa. La orquesta hacía resonar los motivos de su música bajo las
doradas bóvedas de aquel palacio desierto para su reina. La señora de Beauséant
se mantenía en pie en su salón para recibir a sus pretendidos amigos. Vestida
de blanco y sin ningún adorno en sus cabellos, sencillamente peinados, parecía
tranquila y no denotaba dolor, orgullo ni falsa alegría. Nadie podía leer en su
alma. La hubiesen creído una Níobe de mármol. Su manera de sonreír a sus amigos
íntimos fue a veces burlona; pero, de todos modos, supo mostrarse tan impávida,
que los más insensibles la admiraron, como otrora las jóvenes romanas aplaudían
y admiraban al gladiador que sabía sonreír y expirar. El mundo parecía haberse
vestido de gala para despedir a una de sus soberanas.
-Temía que no viniese
usted -le dijo a Rastignac cuando este se acercó.
-Señora -le respondió Eugenio
conmovido, creyendo que estas palabras encerraban un reproche-, he venido para
ser el último en marcharme.
-Bien -le dijo su prima
estrechándole la mano-, tal vez es usted aquí el único de quien yo pueda
fiarme. Amigo mío, ame usted a una mujer a quien pueda amar siempre y no
abandone nunca a ninguna -añadió tomando el brazo de Rastignac y yendo con él a
sentarse en un canapé situado en el salón de juego-. Vaya usted a casa del
marqués Jacobo. Mi ayuda de cámara lo llevará a usted allí y le entregará una
carta para él. Le pido mi correspondencia, y espero que me la devolverá toda.
Una vez que tenga usted mis cartas, suba a mi habitación y espéreme allí.
Dicho esto, la señora de
Beaséant fue al encuentro de la duquesa de Langeais, su mejor amiga. Rastignac
partió al palacio de Rochefide, preguntó por el marqués Ajuda, le entregó la
consabida carta y este, después de leerla, subió a su habitación y entregó una
caja al estudiante, diciéndole:
-Ahí están todas.
El marqués de Ajuda
sintió deseos de hablar a Eugenio, ya para preguntarle sobre los
acontecimientos del baile, ya para confesarle que estaba arrepentido de su
matrimonio, como hizo más tarde; pero un rasgo de orgullo brilló en sus ojos y
tuvo el deplorable valor de guardar secretos sobre sus más nobles sentimientos.
-No le diga usted nada de
mí, mi querido Eugenio -dijo estrechando la mano a Rastignac con un gesto
cariñosamente triste y haciéndole seña de que se fuese.
Eugenio volvió al palacio
de Beauséant y fue introducido en el cuarto de la vizcondesa, donde vio los
preparativos de la marcha. El estudiante se sentó al lado del fuego, contempló
la cajita de cedro y cayó en una profunda melancolía. Para él, la señora de
Beauséant tenía las proporciones de las diosas de la Ilíada.
-¡Ah, amigo mío! -dijo la
vizcondesa entrando y poniendo su mano en el hombro de Rastignac.
Eugenio vio que su prima,
anegada en llanto, con una mano que le temblaba y la otra levantada, tomaba de
pronto la cajita y la arrojaba al fuego.
-¡Están bailando! Todos
han sido puntuales, y sólo la muerte llegará tarde. Silencio, amigo mío -dijo
la vizcondesa colocando una mano sobre la boca de Rastignac cuando este se
disponía a hablar-. Nunca más volverá a París y al mundo. A las cinco de la
mañana me voy a sepultar en el interior de Normadía. Desde las tres de la trade
me he visto obligada a hacer los preparativos, firmar actas, arreglar asuntos,
y no podía enviar a nadie a casa de…
Se detuvo.
-Era seguro que lo
encontrarían en casa de…
Y volvió a detenerse
anonadada por el dolor. En tales momentos, todo es sufrimiento y hay palabras
cuya pronunciación es imposible.
-En fin, esta noche
contaba con usted para que me hiciese este último favor. Quisiera darle una
prueba de mi amistad. Pensaré muy a menudo en usted, que me pareció noble y
bueno, joven y cándido, en medio de este mundo donde tan raras son estas
cualidades. Deseo que piense usted alguna vez en mí. Mire -dijo lanzando una
mirada en torno suyo-, este es el cofre donde guardaba mis guantes. Siempre que
abría esta caja antes de ir al baile o al teatro, me creía hermosa porque era feliz,
y nunca la cerraba sin dejar en ella algún buen pensamiento: hay mucho de mí
dentro; ese cofrecito encierra a toda una señora de Beauséant que no existe ya.
Acéptelo; yo daré orden de que lo lleven a su casa de la calle de Artois. La
señora de Nucingen está muy hermosa esta noche; quiérala bien. Amigo mío, si no
nos vemos más, esté seguro de que haré fervientes votos por usted, que tan
bueno ha sido conmigo. Bajemos, no quiero que crean que lloro; me queda una
eternidad por delante, donde estará sola y donde nadie me pedirá cuenta de mis
lágrimas. Una última mirada a este cuarto.
La señora de Beauséant se
detuvo, y después de ocultar un momento la cara con las manos, se enjugó los
ojos, se los lavó con agua fresca y tomó al estudiante del brazo.
-Vamos -le dijo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario