La Comisaría (2)
Esto en lo referente al cajón grande del centro, decíamos. En otro, de los
chicos, tenía tabaco en cuerda, el Comisario, y mazos de fina chala. Los demás,
a no ser el de abajo de todos, se hallaban vacíos. El de más abajo, que era muy
hondo, sí, estaba lleno. Pero de chucherías, de refugo, no más, de cosas
incautadas a los rateros, y que seleccionaba el Tigre y guardaba para que
aparecieran como descargo de su conducta si, el día menos pensado, fuera a la
capital alguna denuncia y el Coronel Puma ordenara levantarle sumario y él no
le caía en gracia al sumariante. De perfume había un frasco vacío, que en una ocasión
él puso allí bien tapado, previo el echarse toda el agua en la ropa y en la
cabeza; en fin: anillos que ellos solos no más se habían puesto negros, varias
bombillas de alpaca, chuspas… En una cajita aparte, un cartón con seis botones
pegados, unas peinetas, y tres medias largas, de hilo; dos negras y una rosada.
Esto último era el último resto de cuando la autoridad peleó y consiguió
agarrar a los que mataron en El Sauce al Vizcachón mercachifle. La media que
faltaba, la compañera de la rosadita, fue con la que le ligaron el brazo al
milico herido para detenerle la hemorragia; pero se les fue en sangre, lo
mismo, aunque no se la pararon allí, porque, distraídos, no cayeron en la
cuenta de que el trabucazo que sonó en el entrevero le había dado de lleno en
la mitad del espinazo. Si hubiera tenido más sangre, flota mientras lo
mantenían boca arriba en el suelo, doctoreándole el brazo. Al lado de la
cajita, modestos cuchillos, boquilla de mate, un atado de escarbadientes de
pluma, un retrato a lápiz, con su dorado marco, que nunca se supo quién era. Y abajo
de todo, cuatro blancas flores de trapo y una de papel, también blanca, que era
malvón; de cuando el desacato y muerte en la fiesta del Velorio del Angelito, a
la entrada del verano.
Todo esto encerraba en sus cajones el severo mueble negro donde, con todo
su peso, se apoyó el Comisario Tigre, malhumorado. Como quiera que sea, el
Comisario había contrabandeado muchos años. Por eso, por eso mismo en la
Comisaría siempre andaba de luna. Él, sin querer, sin advertir bien la causa,
al sentir milicos se enfurecía. Así que, después de cruzar el patio, al
sentarse en su despacho se sacó de un manotazo el correaje con el sable y lo
había largado violento contra el tintero. Claro que más parsimonioso ahora, el
Tigre puso también allí el lindo quepis de enhiesto plumacho y se pasó la
blancura del pañuelo de bolsillo por la frente. Al alzar los ojos, que había
cerrado evitando el roce al enjugar, se le apareció, cuadrado en la puerta como
para retratarse, el Sargento Primero Cimarrón. Su Superior lo miró con súbitas
ganas de atropellarlo. Pero, acostumbrado ya a contener sus arranques ante
presencias uniformadas, se dominó, se puso el quepis, se echó un poco atrás en
el asiento, miró al escritorio.
-¡Pasá! -dijo. Y prestó oídos.
-Este amanecer se ha prendido a una Comadreja lavandera que ha dejado tan
sin ropas a su patrona, que a estas horas la pobre señora debe andar con
chiripá del marido… y de poncho.
Antes de empezar a hablar el tigre agachó más la cabeza, como confiándose
con su escritorio.
-Para mí, que se peleen y se maten, no es tanto. Total, de algo hay que
morir, y nadie va a tener la pretensión de quedar para semilla. Yo, a eso no le
hallo mayor delito. ¡Pero lo de que me anden con rapiñas…! ¡Es que desde hoy en
adelante no le voy a aplicar más que las últimas hojas del Código que, esas sí,
son bravas! ¡Ya no hay paciencia que aguante!
Hizo un esfuerzo y consiguió aplacarse. Esperó un poco, por las dudas, pero
en el fondo, él quería ser justo. Seguro de sí, ya, ordenó tratando de
mostrarse hecho el fiel de una balanza.
-Bueno, a ver, Sargento, que saquen a la detenida y haganlá pasar a prestar
su declaración.
De nuevo todo fue luz del día en la puerta. Se escucharon ludimientos de
sable. Hubo una pausa. Se aparecieron otra vez los ruidos. En seguida:
-¡Epa! ¡Epa! ¡Atajen! -se derramó el griterío.
Al mismo tiempo un chisporrotear de latas fue debilitándose a la distancia
como si se estuviera volviendo eco; y en los primeros momentos el estrépito
seguía tan a los garrones a una comadreja en fuga, que parecía ser su ruido.
Helado se quedó el Comisario, con el quepis a la nuca. Después, de una
viaraza, apareció su figura en la puerta, sable en mano, más que vivos los
resplandores en su uniforme.
-¡Pocos van a resultar los cepos y los grillos si no me la atajan! ¡¿Pero
no me han dejado escapar a la detenida?!
Del sacudón de contrariedad, el quepis saltó atrás, volvió a entrar en el
despacho con el plumacho ya arriba ya abajo, y se fue a detener tapando el
tintero.
-¡Pero… pero esa cosa grande!
En la accidentada llanura, la Comadreja iba sacando cada vez más distancia
a sus perseguidores. Desapareció un soldado. En el sitio se levantó por él una
dorada nubecilla de polvo.
-¡Así te hayas matado! -deseó y le gritó el Comisario. Y continuó haciendo
fuerza con la vista sobre las espaldas de los que seguían corriendo.
De pronto sufrió el asalto de una idea. Guardó entonces el sable y aminoró
la potencia de su mirar, sosteniéndolo un poco más abajo y al costado, adrede
viendo ya casi de reojo, no más, a sus subordinados. Es que pensó:
-¿Y si, por miedo al castigo, a estos infames les da por no parar y me ganan
el monte?
La desesperación que le llegó en seguida hízole saltar en la forma del que,
distraído, se ha parado, justo, sobre un desparramo de brasas.
Entonces, decidió detenerlos.. Con el propósto de acercarles más la voz,
corriendo pasó el Comisario la portera del patio, pasó ante el palenque y su
enramadita, dejó a mano derecha el corral de palo a pique, siguió a los gritos
tras los ya lejanos perseguidores despidiehndo fuego por su pechera y sus
hombreras.
-¡P’atrás! ¡Asujetensén! ¡Asujetensén, ordeno!
Cuando a los milicos les cruzaron rodando las voces (que seguían adelante e
inatendidas iban a meterse en los oídos de la Comadreja) ellos intentaron
pararse. Y hasta se echaron para atrás, hasta casi quedar en falsa escuadra.
Pero, como sucede, botas y alpargatas continuaron corriendo un trecho por su
cuenta. No había boca que al dueño no le pareciera chica, de tanto aire que
estaban reclamando los pulmones. Y a,la Comadreja, a la Comadreja se la había
tragado la tierra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario