martes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (30)


Agonía del Peludo (1)


La Mulita estaba hecha una lástima. Sentía como que por su culpa había pasado lo que pasó; impotente se consideraba para atajar el mal creciente de quien, a pesar de los malos tratos, era su tío, al gin y al cabo, y, en el fondo, amaba; encima, medía consternada que ella era muy poca cosa para remediar siquiera en algo la situación de Don Juan ahora a monte, desgraciado con la policía. Como el tábano airado, había momentos en que le revoloteaban imágenes de chispear de facones contra sables, de puñales que abrían sangre a bocanadas, de relámpagos con estampidos en pos, causantes de un simultáneo trastabillar o de una caída en el suelo, sin remedio. Y esas visiones sólo se alejaban de la mente ante la aparición otra vez de aquella tan ancha cama que, al achicar por contraste al herido, daba a la Mulita sobre una angustia cada vez mayor. En ocasiones, sin hacerse sentir, entraba a la casa del Peludo qué apiadada, oportunísima presencia. Y por ella la Mulita era conducida así, despierta tal cual estaba, a un olvido embebecedor, como de sueño. Pero en la joven tenía tan grande poder de arrastre la suerte de su tío que, al ratito, no más, se le desvanecían, alejándose hasta lo más distante, el recuerdo feliz, la estampa grata, lo que fuese, con sus bondadosos mundos atraídos. Y ella en seguida andaba otra vez aplicando compresas o alisando las sábanas del herido, o (porque miraba con ojos empañados) viendo presa de resbalantes deformaciones al bulto que bajo las cobijas él hacía.

La Lechuza tenía dispuesto que al Peludo se le diera a tomar agua de dos clases de yuyos, de los por ella misma recogidos el viernes, a la luz de la luna llena, habiendo concurrido a hervirlos en persona la primera vez. De uno, dábansele tres tomas al día. Del otro, a discreción, y frío. Además, desde que empezó a sospechar que en el paciente había algo que no le gustaba nada, la Lechuza a revisarlo se aparecía en su petiso todas las nochecitas, con lo que, por otra parte, como se dejaba estar adrede hasta que era invitada a cenar, ella ahorraba una comida diaria, se empinaba unas cañas y fumaba gratis algún oloroso charuto de Bahía, de los que en la pulpería del Peludo se presentaba a los estancieros y a algún afortunado en la carpeta.

Pero el enfermo seguía de mal en peor. Así lo iba aceptando a Mulita. ¿Qué, sino plena comprobación de lo que decimos, significaría en ella, para un atento observador, aquel ir a clavar la aguja en el cribado talón de un escarpín de su tío, cierta tarde, y el echarse a llorar sin iniciar el zurcido, y el emprenderlo después, hasta el fin, tan moroso, tan prolijo; pero dejándole caer, de cuando en cuando, una lágrima furtiva? Porque el paciente, ahora, no le dirigía palabra, no le pedía cosa alguna, como si no estuviera necesitando nada, como si hubiesen empezado ya, de firme, a cortarle todos los lazos con este mundo, aprontándolo así para que en cualquier momento, a la menor señal, saliera dócilmente, sin regreso. Asimismo, el propietario de la pulpería “La Blanqueada”, casi no se quejaba desde hacía días. Y el silencio hasta en eso, acorralaba con su congoja todavía mucho más a la sobrina. En su asiento de vaqueta, al lado de la triste cama, ella ni repasar la ropa ahora podía. Cruzados los brazos, la aguja de una mano blandamente plegada, la otra con la palma hacia arriba sobre las prendas en reparo, la Mulita pasaba las horas perdidas mirando el quieto bulto bajo las frazadas y aquella cabeza envuelta en vendas sobre la almohada.

La detención del Peludo era como la de los dormidos. Pero sabedora ella de que él estaba tan atrasado…

Por las mañanas (ya todo como jaspe y ordenado en la casa, ya la olla bullendo sobre el fuego) muy modesta franja del día aparecía con cautela, conseguía adelantarse y se tendía a los pies de la Mulita que, en su silla, cosía o remendaba o zurcía. La joven sobrina contemplaba el paulatino alargarse del rayo del sol, que insistía hasta dorarle los pies, y aquel su más que obligado retroceder, al rato, tan poco a poco como había llegado y, más tarde, su perderse en el campo con la demás luz, mientras las sombras iban haciendo su aparición de todas partes. Pronto, ¡oh!, como cortinas tristes se colgaban de los rincones, las intrusas. Luego, a medida que se estiraban, iban poniéndose lúgubres, para aproximarse, mecidas (desde los cuatro costados, ya) unas a otras, muy en sigilo inexplicable (buscando contactos quién sabe con qué fin), a todo lo de la morada indiferentes, como si estuviesen más que solas allí; como si ellas fuesen hechas tan de distancias, de abandono, de olvido que, aunque lo intentasen, jamás podrían advertir nada, nada de los que las pasaba de través y sin roce, en sus desplazamientos; nada: ni arcón, sillas o cama con dosel, ni yacente, ni abrumada sobrina, inminencias del gran trance, ni aquella angustia, asimismo, que sus tan tétricos bamboleos andaban haciendo crecer, más helantes que la escarcha. Sobre las cobijas siempre con los mismos pliegues de horas antes, de cuando fueron tendidas; por el frío de una frente sudorosa (la del tío ahora sin aquel su habitual fruncimiento) adelantaban unas hacia las otras las tales sombras; en su seno también encerraban ahora demudadas faldas azules y una bata blanca; buscando otro rincón cruzaban por delante de dos pupilas dilatadas… como a la espera de algo volvíanse todo, todo, ¡ay! quietud, semejando así un agazapamiento general. Entonces, la Mulita encendía el candil. Y quedaba ahora refugiada como en una cuevita de oro. Pero, eso sí, sintiéndose a su vez también otra más entre las cosas ajenas a todo en el mundo; algo tan, tan solo como puede serlo un charco, el rumor de la noche, o, más bien, un recién nacido. Desde su bajo asiento, replegada sobre sí, el mentón en el pecho, a veces la mano en apoyo de la cara o aun de la frente misma, la Mulita miraba hacia la oscuridad de su tío. Y lo pensaba como muy distante. Era que toda la casa se le iba lejísimo. O, si no, que ella se iba lejísimo de todo, hasta del chilcal y de la llanura y de la gris barrera del Arazatí, donde presumía que debería estar Don Juan con sus parciales, y hasta lejísimo de la mar, con ser tan sin medida. ¿A dónde quedaba nuestra sin fortuna, pues? Un estremecimiento del enfermo, un quejido apenas asomándose, entre el blanco vendaje de la cabeza, eran aleve mano que irrumpía hacia ella, que se estiraba como de elástico, que la cogía -estuviera donde estuviera- que la traía y le situaba la mente otra vez al lado de la cama.

-¡Qué cosa! ¡Qué cosa! ¡Pobre mi tío, tan trabajador! -musitaba temblorosa-. ¡Qué le pasará, pobre de él!

Y un ovillo inútilmente solícito se hacía ella sobre el bulto del que se estaba muriendo.

Este, este no se alejaba hacia ninguna parte, digámoslo. Tenía como una oscuridad adentro. Y dicha oscuridad era de gran peso; de una pesadumbre tal que no lo dejaría moverse, de él haberlo pretendido.

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