Agonía del Peludo (1)
La Mulita estaba hecha
una lástima. Sentía como que por su culpa había pasado lo que pasó; impotente
se consideraba para atajar el mal creciente de quien, a pesar de los malos
tratos, era su tío, al gin y al cabo, y, en el fondo, amaba; encima, medía
consternada que ella era muy poca cosa para remediar siquiera en algo la
situación de Don Juan ahora a monte, desgraciado con la policía. Como el tábano
airado, había momentos en que le revoloteaban imágenes de chispear de facones
contra sables, de puñales que abrían sangre a bocanadas, de relámpagos con
estampidos en pos, causantes de un simultáneo trastabillar o de una caída en el
suelo, sin remedio. Y esas visiones sólo se alejaban de la mente ante la
aparición otra vez de aquella tan ancha cama que, al achicar por contraste al
herido, daba a la Mulita sobre una angustia cada vez mayor. En ocasiones, sin
hacerse sentir, entraba a la casa del Peludo qué apiadada, oportunísima
presencia. Y por ella la Mulita era conducida así, despierta tal cual estaba, a
un olvido embebecedor, como de sueño. Pero en la joven tenía tan grande poder
de arrastre la suerte de su tío que, al ratito, no más, se le desvanecían,
alejándose hasta lo más distante, el recuerdo feliz, la estampa grata, lo que
fuese, con sus bondadosos mundos atraídos. Y ella en seguida andaba otra vez
aplicando compresas o alisando las sábanas del herido, o (porque miraba con
ojos empañados) viendo presa de resbalantes deformaciones al bulto que bajo las
cobijas él hacía.
La Lechuza tenía
dispuesto que al Peludo se le diera a tomar agua de dos clases de yuyos, de los
por ella misma recogidos el viernes, a la luz de la luna llena, habiendo concurrido
a hervirlos en persona la primera vez. De uno, dábansele tres tomas al día. Del
otro, a discreción, y frío. Además, desde que empezó a sospechar que en el
paciente había algo que no le gustaba nada, la Lechuza a revisarlo se aparecía
en su petiso todas las nochecitas, con lo que, por otra parte, como se dejaba
estar adrede hasta que era invitada a cenar, ella ahorraba una comida diaria,
se empinaba unas cañas y fumaba gratis algún oloroso charuto de Bahía, de los
que en la pulpería del Peludo se presentaba a los estancieros y a algún
afortunado en la carpeta.
Pero el enfermo seguía de
mal en peor. Así lo iba aceptando a Mulita. ¿Qué, sino plena comprobación de lo
que decimos, significaría en ella, para un atento observador, aquel ir a clavar
la aguja en el cribado talón de un escarpín de su tío, cierta tarde, y el echarse
a llorar sin iniciar el zurcido, y el emprenderlo después, hasta el fin, tan
moroso, tan prolijo; pero dejándole caer, de cuando en cuando, una lágrima
furtiva? Porque el paciente, ahora, no le dirigía palabra, no le pedía cosa
alguna, como si no estuviera necesitando nada, como si hubiesen empezado ya, de
firme, a cortarle todos los lazos con este mundo, aprontándolo así para que en
cualquier momento, a la menor señal, saliera dócilmente, sin regreso. Asimismo,
el propietario de la pulpería “La Blanqueada”, casi no se quejaba desde hacía
días. Y el silencio hasta en eso, acorralaba con su congoja todavía mucho más a
la sobrina. En su asiento de vaqueta, al lado de la triste cama, ella ni
repasar la ropa ahora podía. Cruzados los brazos, la aguja de una mano
blandamente plegada, la otra con la palma hacia arriba sobre las prendas en
reparo, la Mulita pasaba las horas perdidas mirando el quieto bulto bajo las
frazadas y aquella cabeza envuelta en vendas sobre la almohada.
La detención del Peludo
era como la de los dormidos. Pero sabedora ella de que él estaba tan atrasado…
Por las mañanas (ya todo
como jaspe y ordenado en la casa, ya la olla bullendo sobre el fuego) muy
modesta franja del día aparecía con cautela, conseguía adelantarse y se tendía
a los pies de la Mulita que, en su silla, cosía o remendaba o zurcía. La joven
sobrina contemplaba el paulatino alargarse del rayo del sol, que insistía hasta
dorarle los pies, y aquel su más que obligado retroceder, al rato, tan poco a
poco como había llegado y, más tarde, su perderse en el campo con la demás luz,
mientras las sombras iban haciendo su aparición de todas partes. Pronto, ¡oh!,
como cortinas tristes se colgaban de los rincones, las intrusas. Luego, a
medida que se estiraban, iban poniéndose lúgubres, para aproximarse, mecidas
(desde los cuatro costados, ya) unas a otras, muy en sigilo inexplicable
(buscando contactos quién sabe con qué fin), a todo lo de la morada
indiferentes, como si estuviesen más que solas allí; como si ellas fuesen
hechas tan de distancias, de abandono, de olvido que, aunque lo intentasen,
jamás podrían advertir nada, nada de los que las pasaba de través y sin roce,
en sus desplazamientos; nada: ni arcón, sillas o cama con dosel, ni yacente, ni
abrumada sobrina, inminencias del gran trance, ni aquella angustia, asimismo,
que sus tan tétricos bamboleos andaban haciendo crecer, más helantes que la
escarcha. Sobre las cobijas siempre con los mismos pliegues de horas antes, de
cuando fueron tendidas; por el frío de una frente sudorosa (la del tío ahora
sin aquel su habitual fruncimiento) adelantaban unas hacia las otras las tales
sombras; en su seno también encerraban ahora demudadas faldas azules y una bata
blanca; buscando otro rincón cruzaban por delante de dos pupilas dilatadas…
como a la espera de algo volvíanse todo, todo, ¡ay! quietud, semejando así un
agazapamiento general. Entonces, la Mulita encendía el candil. Y quedaba ahora
refugiada como en una cuevita de oro. Pero, eso sí, sintiéndose a su vez
también otra más entre las cosas ajenas a todo en el mundo; algo tan, tan solo
como puede serlo un charco, el rumor de la noche, o, más bien, un recién
nacido. Desde su bajo asiento, replegada sobre sí, el mentón en el pecho, a
veces la mano en apoyo de la cara o aun de la frente misma, la Mulita miraba hacia
la oscuridad de su tío. Y lo pensaba como muy distante. Era que toda la casa se
le iba lejísimo. O, si no, que ella se iba lejísimo de todo, hasta del chilcal
y de la llanura y de la gris barrera del Arazatí, donde presumía que debería
estar Don Juan con sus parciales, y hasta lejísimo de la mar, con ser tan sin
medida. ¿A dónde quedaba nuestra sin fortuna, pues? Un estremecimiento del
enfermo, un quejido apenas asomándose, entre el blanco vendaje de la cabeza,
eran aleve mano que irrumpía hacia ella, que se estiraba como de elástico, que la
cogía -estuviera donde estuviera- que la traía y le situaba la mente otra vez
al lado de la cama.
-¡Qué cosa! ¡Qué cosa! ¡Pobre
mi tío, tan trabajador! -musitaba temblorosa-. ¡Qué le pasará, pobre de él!
Y un ovillo inútilmente solícito
se hacía ella sobre el bulto del que se estaba muriendo.
Este, este no se alejaba
hacia ninguna parte, digámoslo. Tenía como una oscuridad adentro. Y dicha
oscuridad era de gran peso; de una pesadumbre tal que no lo dejaría moverse, de
él haberlo pretendido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario