La Comisaría (1)
Con pereza los brazos del Tigre surgieron de debajo de las sábanas y
sobresalieron de la cama, cada cual por su lado, apretando los puños,
estirándose y encogiéndose hasta quedar en escuadra. Al mismo tiempo el
Comisario abrió la boca, así dejándola hasta que todo el sonoro bostezo hubo
salido. Entonces la cerró y entonces se le abrieron bien de par en par los
ojos. Para poco los hubiera precisado el Tigre si no fuera que, abandonando en
calzoncillos el lecho y pisando con los talones, él descorrió la aldabita del
postigo que daba al campo. A lo gato la luz y también un aire fresco
abalanzáronse a la cara. Pero debieron contentarse sólo con sus hombros, pues
conteniendo sin mayor esfuerzo un parpadeo, él se allegó a la silla que le
presentaba, irreprochablemente estirado, un uniforme de gala -de Capitán, lo
menos-. Ya sobre la alfombrita, parado, no más, empiernó las rojas bombachas,
sostúvolas de la pretina con la mano, se sentó al borde de la cama y, en un
santiamén, quedó de escarpines. Al momento empezó con las botas. Introdujo la
primera hasta media canilla, la cogía de la orejas… y tironeaba hacia así al
tiempo que movía el pie, en ayuda… Luego se incorporó, se meció un poco sobre
los pies y enderezó a una puertita chica que venía a quedar frente a la puerta
grande. La abrió, pasó, volvió a cerrarla, pudoroso. Se quedó quietito un
momento adentro…. y volvió a aparecer para avanzar hacia el lavatorio. Era este
un trípode de hierro con una palangana encima y, abajo, una jarra grande.
Vertió agua, depositó la jarra en su sitio… retrocedió un corto paso. Entonces
se inclinó, situó la cabeza sobre la palangana, y empezó a echarse agua con las
manos. Apretaba la boca, el Tigre, juntaba aire con las narices y, después,
resollando loa hacía salir por entre los dientes. El agua bullía furiosa como
si abajo tuviera fuego prendido. De repente acallábanse los ruidos y se quedaba
serena. Era que, la cabeza en alto mirando abstraído hacia el techo, el Tigre
andaba con el jabón. Pero cuando tenía bastante espuma en las manos se venía a
plomo con la cara, ya a resoplidos en el aire. Le daba fuerte al pescuezo.
Después pasaba bien por atrás de las orejas. En seguida hurgaba en ellas y
metía el dedo en el conducto, vibrándolo. Tal el mangangá, cuando revuela, revuela
ante el agujerito de su tronco y, al fin, se decide y se manda para dentro, y
sale y vuelve a entrar en caprichos y, de repente, agarra hacia el campo y se
pierde de vista. El Tigre, más tarde, empozaba agua en las manos, se la llevaba
a la altura de la boca y la hacía saltar por el cuarto en chorros y goterones,
mientras, más livianos los ruidos salían al patio, lo atravesaban de extremo a
extremo, apresuraban, al llegar a la cuadra, un nervioso vestir de milicos. A
los primeros rebufetes del Jefe, ya una partida, que llegara poco antes con un
preso, los hizo abandonar sus catres o pararse ante sus aperos en el suelo,
chacoteando. Pero cuando se produjo aquel profundo silencio del Comisario, hubo
afiebrada premura en el largo recinto del cebato.
Enojalándose los gruesos botones plateados de su chaquetilla, el anciano
Sargento Primero Cimarrón previno, en ascuas:
-¡Ya se está secando y peinando! ¡Ya se va a vestir! ¡Afuera todos, y dejenmé
sus bártulos en orden, que si él hoy está con luna es capaz de antojársele
hacer inspección…! ¡No pise esa guitarra, amigo!
-¡A mí me falta una bota! ¿Quién me ha agarrado mi bota?
Efectivamente: en la distante alcoba, con diligente rapidez, la afelpada
toalla enjugaba medio cuerpo del Comisario. Ahora, del asiento él retiró su
camiseta y su camisa y se las puso, metiéndose los extremos bajo la bombacha y
sujetando todo con el primer cinto. Luego, la chaquetilla militar, que le dejó,
el tronco, entrecruzado de entorchados y alamares, y, los hombros, con sendas
charreteras también de oro. Andaba todo el día de gala desde hacía como un mes;
justo desde que a la otra chaquetilla, la de diario, la traspasó con la plancha
el Asistente Mirasol, quien al sentir el olor montó en pelo, nomás y migró a
Brasil. Después se anudó la golilla colorada, después ajustó el correaje del
sable mediante el otro cinturón, el charolado. Al salir iba lográndole su
adecuada inclinación al quepis de ondeante plumacho punzó.
Cuando apareció en la puerta despidiendo luz debido a que el sol dio de
lleno en sus charreteras y entorchados, ni siquiera un instante, un instante se
dignó mirar las bruscas rigideces de los milicos que momentos antes se diseminaran
por el patio para ganar asiento ya en bancos ya en las emergentes raíces del
ombú y, así, dejarse agarrar por el Superior en actitudes semejantes a las de
quienes están aburridos de hallarse las horas perdidas en el ambiente. De cejas
fruncidas, con porte tal, y en brusco apagón de sus fulgores, entró el Tigre a
la Mayoría, el único recinto de piso de baldosa y, además, nada menos que con
el cuadro del escudo Patrio colgado en la pared, con unas cuantas sillas y con
el veterano escritorio negro donde se exponían un tintero seco, una lapicera
ferrugienta, un librazo -al parecer código- de buenas tapas coloradas.
El escritorio estaba poblado de cajones que, desde que había llegado el
mueble, nunca se pudo aclarar bien para qué eran. El grande, el del centro,
soportaba papeles ya amarillentos; de cuando se estableció la Comisaría y se
respetó la costumbre de extender a los milicos recibos de la paga, y se
escribía cuanta declaración se tomaba. Pero después que lo mataron al primer
Comisario y vino el nuevo, y se descubrió que el que revisaba como Escribiente
-hermano de leche del General- ni sabía escribir ni siquiera se aportaba por la
Comisaría, y que quien cumplía sus funciones había sido el propio finado, entonces,
entonces la flamante Autoridad resolvió que todo fuera de palabra puesto que él
tampoco sabía. Y que allí nadie tenía corona, y que el Escribiente se
presentara en el día a hacer servicio como cualquiera. Luego, los otros jerarcas
siguieron cumpliendo tal resolución. Unos, debido a que tampoco sabían ni hacer
bien redonda la o. Y dos de ellos porque, total, así las cosas marchaban bien.
Cuando lo nombraron, don Tigre estuvo en dudas. Él leía, puede decirse, casi de
corrido. Y si hiciese práctica un rato todos los días, no era cosa del otro
mundo escribir lo que saliese. Pero esto coincidió con lo de las Nutrias, que
habían perdido al padre y estaban sobre la infausta noche. Hubo robo y, para
peor, hasta violación de toditas ellas. De rodas no, porque la vieja se había
escondido en el horno, que fue donde los facinerosos no revisaron; pero sí de
las muchachas y de la peona, a la que hicieron bajar de arriba del rancho
cuando salió la luna y la iluminó. El peligro surgió entonces muy serio para el
pago. No podía ser cuestión de que los gauchos tuvieran que estar noche y día
atados a estaca en las casas, igual que si, de golpe, a las pulperías se las
hubiera tragado la tierra; y menos pretender que se durmiera con un ojo abierto
y las armas abajo de la almohada o, si uno duerme en el suelo, metidas en el
hueco del basto, como a campo raso. Y que se no iba a ser el único desmán, bien
se presumía. En menos de tres meses, ahí estaban, todavía de luto y gruesas,
las Chanchas de un poco más acá de la Boca del Sauce; y como quien va para las
puntas del arroyo Figuritas, así quedaron las Garzas Rosadas, que eran más que
lindas ¡y ocho! Esta vez en pleno día, a la siesta. Ya es bastante intranquilidad
el morirse en la ignorancia de qué es lo que está rodeando a la vida. Y eso,
todavía, de que uno se tenga que morir con intranquilidad por la suerte, ya
antes de casarse, de las hijas, no tiene nombre. Peligro de robo con o sin
incendio hay siempre. Pero es que aquello ya pasaba de castaño a oscuro. ¡Como
para pensar, pues en hacer práctica de escritura, el Tigre! Distribuyó con
estrategia sus soldados y ya no se ocupó más que de planear y dirigir en
persona las batidas. Con la experiencia que había adquirido con sus tiempos de
contrabandista en la frontera, hizo prodigios…
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