lunes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (26)


La Comisaría (1)

Con pereza los brazos del Tigre surgieron de debajo de las sábanas y sobresalieron de la cama, cada cual por su lado, apretando los puños, estirándose y encogiéndose hasta quedar en escuadra. Al mismo tiempo el Comisario abrió la boca, así dejándola hasta que todo el sonoro bostezo hubo salido. Entonces la cerró y entonces se le abrieron bien de par en par los ojos. Para poco los hubiera precisado el Tigre si no fuera que, abandonando en calzoncillos el lecho y pisando con los talones, él descorrió la aldabita del postigo que daba al campo. A lo gato la luz y también un aire fresco abalanzáronse a la cara. Pero debieron contentarse sólo con sus hombros, pues conteniendo sin mayor esfuerzo un parpadeo, él se allegó a la silla que le presentaba, irreprochablemente estirado, un uniforme de gala -de Capitán, lo menos-. Ya sobre la alfombrita, parado, no más, empiernó las rojas bombachas, sostúvolas de la pretina con la mano, se sentó al borde de la cama y, en un santiamén, quedó de escarpines. Al momento empezó con las botas. Introdujo la primera hasta media canilla, la cogía de la orejas… y tironeaba hacia así al tiempo que movía el pie, en ayuda… Luego se incorporó, se meció un poco sobre los pies y enderezó a una puertita chica que venía a quedar frente a la puerta grande. La abrió, pasó, volvió a cerrarla, pudoroso. Se quedó quietito un momento adentro…. y volvió a aparecer para avanzar hacia el lavatorio. Era este un trípode de hierro con una palangana encima y, abajo, una jarra grande. Vertió agua, depositó la jarra en su sitio… retrocedió un corto paso. Entonces se inclinó, situó la cabeza sobre la palangana, y empezó a echarse agua con las manos. Apretaba la boca, el Tigre, juntaba aire con las narices y, después, resollando loa hacía salir por entre los dientes. El agua bullía furiosa como si abajo tuviera fuego prendido. De repente acallábanse los ruidos y se quedaba serena. Era que, la cabeza en alto mirando abstraído hacia el techo, el Tigre andaba con el jabón. Pero cuando tenía bastante espuma en las manos se venía a plomo con la cara, ya a resoplidos en el aire. Le daba fuerte al pescuezo. Después pasaba bien por atrás de las orejas. En seguida hurgaba en ellas y metía el dedo en el conducto, vibrándolo. Tal el mangangá, cuando revuela, revuela ante el agujerito de su tronco y, al fin, se decide y se manda para dentro, y sale y vuelve a entrar en caprichos y, de repente, agarra hacia el campo y se pierde de vista. El Tigre, más tarde, empozaba agua en las manos, se la llevaba a la altura de la boca y la hacía saltar por el cuarto en chorros y goterones, mientras, más livianos los ruidos salían al patio, lo atravesaban de extremo a extremo, apresuraban, al llegar a la cuadra, un nervioso vestir de milicos. A los primeros rebufetes del Jefe, ya una partida, que llegara poco antes con un preso, los hizo abandonar sus catres o pararse ante sus aperos en el suelo, chacoteando. Pero cuando se produjo aquel profundo silencio del Comisario, hubo afiebrada premura en el largo recinto del cebato.

Enojalándose los gruesos botones plateados de su chaquetilla, el anciano Sargento Primero Cimarrón previno, en ascuas:

-¡Ya se está secando y peinando! ¡Ya se va a vestir! ¡Afuera todos, y dejenmé sus bártulos en orden, que si él hoy está con luna es capaz de antojársele hacer inspección…! ¡No pise esa guitarra, amigo!

-¡A mí me falta una bota! ¿Quién me ha agarrado mi bota?

Efectivamente: en la distante alcoba, con diligente rapidez, la afelpada toalla enjugaba medio cuerpo del Comisario. Ahora, del asiento él retiró su camiseta y su camisa y se las puso, metiéndose los extremos bajo la bombacha y sujetando todo con el primer cinto. Luego, la chaquetilla militar, que le dejó, el tronco, entrecruzado de entorchados y alamares, y, los hombros, con sendas charreteras también de oro. Andaba todo el día de gala desde hacía como un mes; justo desde que a la otra chaquetilla, la de diario, la traspasó con la plancha el Asistente Mirasol, quien al sentir el olor montó en pelo, nomás y migró a Brasil. Después se anudó la golilla colorada, después ajustó el correaje del sable mediante el otro cinturón, el charolado. Al salir iba lográndole su adecuada inclinación al quepis de ondeante plumacho punzó.

Cuando apareció en la puerta despidiendo luz debido a que el sol dio de lleno en sus charreteras y entorchados, ni siquiera un instante, un instante se dignó mirar las bruscas rigideces de los milicos que momentos antes se diseminaran por el patio para ganar asiento ya en bancos ya en las emergentes raíces del ombú y, así, dejarse agarrar por el Superior en actitudes semejantes a las de quienes están aburridos de hallarse las horas perdidas en el ambiente. De cejas fruncidas, con porte tal, y en brusco apagón de sus fulgores, entró el Tigre a la Mayoría, el único recinto de piso de baldosa y, además, nada menos que con el cuadro del escudo Patrio colgado en la pared, con unas cuantas sillas y con el veterano escritorio negro donde se exponían un tintero seco, una lapicera ferrugienta, un librazo -al parecer código- de buenas tapas coloradas.

El escritorio estaba poblado de cajones que, desde que había llegado el mueble, nunca se pudo aclarar bien para qué eran. El grande, el del centro, soportaba papeles ya amarillentos; de cuando se estableció la Comisaría y se respetó la costumbre de extender a los milicos recibos de la paga, y se escribía cuanta declaración se tomaba. Pero después que lo mataron al primer Comisario y vino el nuevo, y se descubrió que el que revisaba como Escribiente -hermano de leche del General- ni sabía escribir ni siquiera se aportaba por la Comisaría, y que quien cumplía sus funciones había sido el propio finado, entonces, entonces la flamante Autoridad resolvió que todo fuera de palabra puesto que él tampoco sabía. Y que allí nadie tenía corona, y que el Escribiente se presentara en el día a hacer servicio como cualquiera. Luego, los otros jerarcas siguieron cumpliendo tal resolución. Unos, debido a que tampoco sabían ni hacer bien redonda la o. Y dos de ellos porque, total, así las cosas marchaban bien. Cuando lo nombraron, don Tigre estuvo en dudas. Él leía, puede decirse, casi de corrido. Y si hiciese práctica un rato todos los días, no era cosa del otro mundo escribir lo que saliese. Pero esto coincidió con lo de las Nutrias, que habían perdido al padre y estaban sobre la infausta noche. Hubo robo y, para peor, hasta violación de toditas ellas. De rodas no, porque la vieja se había escondido en el horno, que fue donde los facinerosos no revisaron; pero sí de las muchachas y de la peona, a la que hicieron bajar de arriba del rancho cuando salió la luna y la iluminó. El peligro surgió entonces muy serio para el pago. No podía ser cuestión de que los gauchos tuvieran que estar noche y día atados a estaca en las casas, igual que si, de golpe, a las pulperías se las hubiera tragado la tierra; y menos pretender que se durmiera con un ojo abierto y las armas abajo de la almohada o, si uno duerme en el suelo, metidas en el hueco del basto, como a campo raso. Y que se no iba a ser el único desmán, bien se presumía. En menos de tres meses, ahí estaban, todavía de luto y gruesas, las Chanchas de un poco más acá de la Boca del Sauce; y como quien va para las puntas del arroyo Figuritas, así quedaron las Garzas Rosadas, que eran más que lindas ¡y ocho! Esta vez en pleno día, a la siesta. Ya es bastante intranquilidad el morirse en la ignorancia de qué es lo que está rodeando a la vida. Y eso, todavía, de que uno se tenga que morir con intranquilidad por la suerte, ya antes de casarse, de las hijas, no tiene nombre. Peligro de robo con o sin incendio hay siempre. Pero es que aquello ya pasaba de castaño a oscuro. ¡Como para pensar, pues en hacer práctica de escritura, el Tigre! Distribuyó con estrategia sus soldados y ya no se ocupó más que de planear y dirigir en persona las batidas. Con la experiencia que había adquirido con sus tiempos de contrabandista en la frontera, hizo prodigios…

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