1º edición WEB:
elMontevideano Laboratorio de Artes / 2018
DEL BARRIO 9
Sentada sobre un almohadón se lustraba la cara con toda la luz del sol. Los
tres lunares sobre su mejilla (puntos suspensivos de su mirada) brillaban
presumidos. Habían pasado una tarde perfecta en el parque, meditando hasta
vaciarse el alma de vicios. Le habían confirmado que hoy era el día en el que
iban a matar al juez.
Su cuerpo musculoso era una isla entre un mar de impresiones con noticias,
papeles escritos con su propia letra y fotografías de gente del barrio. De
entre todos los papeles sacó una ridícula libretita casera: allí anotaba sus
ganancias ensangrentadas. Con este trabajo ya iba a tener suficiente dinero
como para comprarle la casa a su abuela y cumplir con el sueño de ya no tener
que volver a matar.
La cerró, la besó y la guardó en un bolsillo (siempre la llevaba encima
como una esperanzadora cuenta regresiva). Volvió a concentrarse en el plan:
tenía unos jeans mugrientos para esconder sus poderosas piernas y un pañuelo
azul en el que envolver su cara. También tenía un detallado itinerario de actividades
del juez Cortez (fruto de varios días de observación). Además tenía un arma
robada con la que iba a meter tres balazos antes de correr desde la puerta
misma del juzgado.
Sólo un policía honesto llamado Raúl Brazas estaba encargado de proteger al
juez. Después de tanta observación, suponía que Diego Miranda iba a cuidar la
familia del juez. (Primera suposición errada: el policía de los dos egos había
redirigido su atención gracias a la primera de las jugadas del viejo.)
El juez tiene la maniática costumbre de ser el último funcionario judicial
en irse. Seguramente, aquella tarde sólo iban a estar el policía viejo, el juez
y ella (segunda suposición errada: el Zurdo estaba yendo al juzgado para
llevarse unas porquerías, invitado por Raúl Brazas) y se suponía que tampoco
iban a haber testigos o huellas de su trabajo preciso (tercera suposición
errónea: el magnate le había pagado el Payaso para que fuera a filmar su
victoria),
Parece increíble que una asesina con su experiencia y discreción se equivocara
tres veces al idear un plan. (Uno de estos errores le iba a costar muy caro.)
Se paró fácilmente, caminó como bailarina de ballet sin pisar los papeles y
se detuvo frente a la ventana del comedor: el sol le recorrió la silueta y se
la imitó con una sombra en la pared. Después de dejarse ver por algunos
vecinos, cerró las cortinas y salió por la puerta del fondo al juzgado. (En un
bolsillo tenía un pañuelo violeta. En el otro la libretita.)
A unas pocas cuadras se encontró un niño de mirada sorda y la espalda
manchada con luz: seguramente allí estuvieran unidas sus alas antes de que se
las arrancaran de cuajo. El niño se arrimó a la mujer y le quiso acariciar el
párpado cerrado pero no pudo: ese pedacito de cielo con el que le habían hecho
los ojos se iba a quedar ahí, vivo por algunas horas más. (Y qué hermosos que
eran.)
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