martes

EN PIEZAS / LA TERRORÍFICA MANIPULACIÓN DE LOS ASENTAMIENTOS (38) - FEDE RODRIGO


1º edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2018


DEL BARRIO 12

Algo en aquella mujer hizo que el juez Cortez quedara en estado de alerta inmediatamente. Atinó a sacar su celular pero la mujer se lo hizo tirar de un grito mientras sacaba un arma y le apuntaba a las tupidas cejas negras. El maxilar negro del juez temblaba por los nervios pero su cara permanecía imperturbable. El Zurdo los miraba de cerca sin saber qué hacer.

El plan (a pesar de ser muy sencillo) había sido cuidadosamente ideado por la brillante asesina a sueldo: iba a pegarle al juez unos cuantos balazos imprecisos gritando venganza o injusticia o algo por el estilo. Los policías iban a cerrar la bolsa con el cuerpo del hombre convencidos de que esto se trataba de un ajuste de cuentas y no iban a investigar por miedo a lo poderoso que debía ser quien mandase matar a un juez.

Y la fría asesina por fin iba a poder ser dejada atrás para que naciera en su lugar una joven sin infancia con ganas de conocer el mundo. El dinero de aquel trabajo era ampliamente superior al que necesitaba para comprarle la casa a su abuela (lo había chequeado más de diez veces en su libretita antes de salir).

El tipo era duro pero se le veía el miedo. “No lo mires: si te encariñás no los matás” se dijo y respiró hondo. Pero cuando su dedo índice se disponía a robarle la vida al juez, sintió un agudo dolor entre las costillas, justo debajo de la axila derecha. El dolor se le entibiaba de a poco y comenzó a reconocer su aliento reventando contra el pañuelo violeta frente a su boca.

Se escuchó el sonido de una moto a lo lejos mientras una luz roja se paseaba por la escena con libertad. Los árboles se sacudieron un poco para dejar paso al viento. (Había demasiada paz alrededor de su muerte.)

Al diseñar su plan perfecto, ella no había tenido en cuenta un detalle, algo que se creía extinto en el barrio: el amor por el prójimo. El Zurdo, en un acto desesperado, le había clavado la caña con el vidrio en la punta que usaba para pelar los cables todos los fines de semana. El Zurdo le había salvado la vida el juez.

La mujer de rulos rubios dejó caer el arma mientras tragó con muchísima dificultad. Miró al Zurdo incrédula y suplicante por encima de los tres lunares cuidadosamente alineados que tenía en el pómulo derecho. No la podrían matar: no a ella. No justo ahora que iba a dejar de matar.

En un segundo murió su sueño: ella murió inmediatamente después.

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