1º edición WEB:
elMontevideano Laboratorio de Artes / 2018
DEL BARRIO 12
Algo en aquella mujer hizo que el juez Cortez quedara en estado de alerta
inmediatamente. Atinó a sacar su celular pero la mujer se lo hizo tirar de un
grito mientras sacaba un arma y le apuntaba a las tupidas cejas negras. El maxilar
negro del juez temblaba por los nervios pero su cara permanecía imperturbable.
El Zurdo los miraba de cerca sin saber qué hacer.
El plan (a pesar de ser muy sencillo) había sido cuidadosamente ideado por
la brillante asesina a sueldo: iba a pegarle al juez unos cuantos balazos
imprecisos gritando venganza o injusticia o algo por el estilo. Los
policías iban a cerrar la bolsa con el cuerpo del hombre convencidos de que
esto se trataba de un ajuste de cuentas y no iban a investigar por miedo a lo
poderoso que debía ser quien mandase matar a un juez.
Y la fría asesina por fin iba a poder ser dejada atrás para que naciera en
su lugar una joven sin infancia con ganas de conocer el mundo. El dinero de
aquel trabajo era ampliamente superior al que necesitaba para comprarle la casa
a su abuela (lo había chequeado más de diez veces en su libretita antes de
salir).
El tipo era duro pero se le veía el miedo. “No lo mires: si te encariñás no
los matás” se dijo y respiró hondo. Pero cuando su dedo índice se disponía a
robarle la vida al juez, sintió un agudo dolor entre las costillas, justo
debajo de la axila derecha. El dolor se le entibiaba de a poco y comenzó a
reconocer su aliento reventando contra el pañuelo violeta frente a su boca.
Se escuchó el sonido de una moto a lo lejos mientras una luz roja se
paseaba por la escena con libertad. Los árboles se sacudieron un poco para
dejar paso al viento. (Había demasiada paz alrededor de su muerte.)
Al diseñar su plan perfecto, ella no había tenido en cuenta un detalle,
algo que se creía extinto en el barrio: el amor por el prójimo. El Zurdo, en un
acto desesperado, le había clavado la caña con el vidrio en la punta que usaba
para pelar los cables todos los fines de semana. El Zurdo le había salvado la
vida el juez.
La mujer de rulos rubios dejó caer el arma mientras tragó con muchísima
dificultad. Miró al Zurdo incrédula y suplicante por encima de los tres lunares
cuidadosamente alineados que tenía en el pómulo derecho. No la podrían matar:
no a ella. No justo ahora que iba a dejar de matar.
En un segundo murió su sueño: ella murió inmediatamente después.
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