martes

EL VIENTO DE LA DESGRACIA (SIDA + VIDA) - DANIEL BENTANCOURT (21)


1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018

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Todavía seguía el frío y cada vez se le hacía más difícil despertarse y tener que soportar el peso del día pensando en el momento de volver a meterse en la cama. De mañana escuchaba a los otros cuatro escondido bajo las frazadas y casi no entendía lo que hablaban, como si utilizaran códigos diferentes que él ya no era capaz de descifrar o traducir. Hablaban sobre mujeres, películas, deportes y cosas que no le interesaban, que habían quedado atrás, en un pasado clausurado y ajeno. Y generalmente cuando ellos llegaban él ya había bajado al restaurante, intentando comer cualquier cosa en un rincón y sin mirar para los costados. Subía lo más rápido posible y se metía a esperarlos en la cama. Después ellos bajaban para cenar y él se quedaba solo en el cuarto escuchando la radio, enredado entre las frazadas y doblado sobre sí mismo, sintiendo la lluvia o el viento afuera, las manos entre los muslos, hasta que volvían. Bromeaban y se reían un par de horas hasta que alguno se levantaba, apagaba la luz y seguían conversando un rato más de cama a cama, se cansaban y se dormían.

A veces, cuando había tormenta y él apagaba la radio, el ruido de las cuatro respiraciones desparejas parecía más resonante que las ráfagas de lluvia que chicoteaban las ventanas, llenando el cuarto y concediéndole una noción de la inocencia que él ya no tenía, una sensación de salud animal, libre y autónoma que ya estaba extraviada, si es que alguna la tuvo. Y con el correr de las horas, junto a la imitación del sueño que lo llevaba en forma transitoria a una vaga somnolencia, el dolor de los huesos cansados, la rabia y el desasosiego por no poder dormir de verdad, por no poder cerrar los ojos sin tener que abrirlos unos minutos después, sobresaltado, y por no poder renunciar a la continuación de una vigilia que no aguantaba más.

Lo peor era la ceremonia de comer, o de creer o hacer creer que comía. Había dejado de frecuentar los restaurantes estudiantiles al mediodía para evitar encuentros ocasionales, e iba a lugares baratos y más alejados, aunque no se sentía capaz ni siquiera de poder participar en las operaciones habituales de agarrar la bandeja, hacer la fila, esperar, e ir llenando el plato y cargar la comida. Le parecía que en cualquier momento podía ser descubierto y señalado, o que su propio cuerpo lo podría traicionar con algún tic del brazo que lo hiciera derribar la bandeja. Y cuando caminaba en línea recta hacia la mesa que había elegido en el rincón más solitario y alejado, parecía estar atravesando un campo minado, concentrado en controlar sus manos lo más firmemente posible y temiendo que algo inesperado echara todo a perder: como si desde algún lugar de su cabeza se le pudiera deslizar una protesta o queja que sería muy difícil no descargar en un alarido. Entonces empezaba a masticar de cara a la pared, evitando pensar que estaba comiendo y observando las cabezas de los clavos, las vetas y los nudos de las maderas de los lambrices, donde la fuerza con que las raíces habían extraído de la tierra su sustento vital se proyectaba en relieves de sinuosas oscilaciones que eran los vericuetos de la misma vida continuándose, superándose y multiplicándose. Ahora, pensaba, ya no pasan de ser maderas muertas, frente a las que se sientan todos los días operarios y capataces que ni las miran, llenándose la barriga y dejándole rápidamente lugar a otros tan hambrientos, apresurados y simplotes como ellos. “Simplotes” se dijo, escuchando el ruido del restaurante a sus espaldas. “Simplotes pero vivos. Ellos sí. Ellos continuarán. También tienen un plazo inexorable, como el mío y el de todos, pero por lo menos no piensan en eso, no lo sufren. Se despiertan cada mañana y salen a luchar por el pan de cada día pensando que vivirán para siempre o durante bastante tiempo todavía, hasta que el cuerpo aguante, y que cinco, diez o veinte años es la misma cosa”. Y masticaba lenta y machaconamente, evitando pensar que estaba comiendo, sin sentir el gusto de la comida, odiándola y odiándose. Y odiando a todo el mundo a su alrededor, y era como si el mismo alimento ya estuviera emponzoñado. Porque desde el momento que se lo acercaba a la boca, desde que empezaba a masticar y a medida que lo hacía bajar después de triturarlo, era como si cada bocado le fuera introduciendo su propio mal y bajara arrastrando hacia el estómago la corriente de la peste para terminar de condenarlo o de marcar los lugares por donde  pasaba (aparato digestivo, sangre y todo el resto) con la contaminación de su mal, como si escupiera dos veces sobre sí mismo o reafirmara su condenación para asegurarse mejor de la existencia de todo  y cualquier vestigio de esperanza. Miraba la carne muerta en el medio del plato, convenientemente cortada en pequeños pedazos para poder digerirlos mejor, y se decía que pocos meses atrás era una carne viva corriendo por verdes prados y mugiendo bajo el sol. Y ahora estaba ahí, sin prados, sin sol, siendo tragada por él en la misma forma en que el tiempo parecía estar tragando su cuerpo.

Pero lo peor venía después, cuando se levantaba con aquel bulto pesado en el estómago y caminaba hasta la máquina registradora para pagar, pasando al lado de las mesas ocupadas por bocas en movimiento frente a platos humeantes y cargados hasta el tope. No podía dejar de ver los brazos gordos, las caras redondas, coloridas y radiantes, las barrigas sobresalientes destacándose contra las mesas, el hambre de seres saludables, inocentes en su animalidad, ingenuos y ávidos, con la única preocupación de no llegar tarde a sus trabajos, y entonces él cruzaba el salón como si no hubiera nadie, separado de todos ellos por el movimiento de un cuerpo que de pronto se hacía ajeno, impersonal e indiferente a lo que podría suceder más adelante. Y al llegar a la caja registradora el ruido del salón quedaba atrás, la humanidad persistiendo sin poder o querer detenerse por nada ni por nadie, y sin un motivo real y valedero para hacerlo, confirmando que lo que realmente importaba era avanzar a toda costa, a pesar de todo, y doliera a quien le doliera.

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