1ª edición / Caracol
al Galope 1999
1ª edición WEB /
elMontevideano Laboratorio de Artes 2018
PARTE
1
7
(4)
Al llegar a la pensión le
dolía violentamente la cabeza y fue hasta el baño arrastrando los pies para
buscar una aspirina. Después salió por el corredor intentando abrir un nuevo
frasco, pero las manos le temblaban y de repente se le resbaló y él se quedó parado
frente al hueco de la escalera escuchando cómo el frasco cayó y rebotó sin
quebrarse, aunque al chocar contra el piso expulsó su contenido en un chorro de
pequeños reflejos que dibujaron un arco en el aire y empezaron a caer repicando
sobre cada uno de los escalones hasta desparramarse en un interminable y
cristalino sonido final, como si fueran pedazos de vidrio sobre las baldosas.
Entonces se sentó en un escalón observando el reflejo de la luz pálida en el
piso de abajo, donde el frasco ahora estaba quieto, detenido y vacío. Las
lágrimas empezaron a recorrerle la cara por primera vez, según lo que
recordaba, en mucho tiempo, dominado por una lástima que no lo dejaba ni
respirar. Era demasiado para una sola noche, como si alguien le estuviera
diciendo: “Es todo inútil. ¿Para qué seguir? Es mejor entregarse, desistir de
una vez”. No se movió porque sabía que sería como descender al agujero final y
que Ella estaría allí, escondida, esperando que él bajara. Porque fue Ella, la
maldita, pensó, la que golpeó su brazo en la parada del ómnibus y la mano de la
enfermera en el hospital, obligándolo a enfrentarse a la inutilidad de
cualquier esperanza. Sentado en aquel escalón frío de la pensión, él pensó así:
“Si Ella está acostumbrada a ganar todas las batallas finales,
irremediablemente, ¿para qué ese entusiasmo también en vencer en todas las
escaramuzas menores, las menos importantes, las más obvias e insignificantes?”.
Y mientras se arrastraba hasta su cama supo la respuesta: “Para que uno
comprenda su propia miseria, para que enfrentemos la desgracia de estar vivos y
sepamos exactamente lo que significa”. Y sin embargo, poco rato después, tirado
en la cama y oyendo las respiraciones exageradas de los otros cuatro con las
manos que se le empezaban a calentar entre los muslos flacos y el suave movimiento
de la música, había vida todavía, el cuerpo continuaba, y estaba aquel
empecinamiento en gastar un minuto más y otro y otro, dejándose ir en el tiempo
y sabiendo que esa vida, por peor que fuera, era lo único que quedaba.
Cuando se terminaron las
inhalaciones volvió a ver al médico. El mismo hombre joven, un brazo apoyado
sobre el grueso volumen y la otra mano en el medio de la nube de humo.
-Bueno, según lo que
aparece en la placa, la pulmonía la tiene resuelta. Ahora, sobre el resto-
-Pero es justamente el
resto lo que me preocupa. Estoy cansado el día entero, no puedo dormir bien, no
tengo hambre, no le siento gusto a la comida. Peor todavía: todo tiene el mismo
gusto metálico, hasta las cosas que siempre me gustaron: el queso, las papas
fritas, el chocolate.
El médico lo miraba por
entre la nube de humo sin expresión ninguna, neutro, el brazo levantado
sujetando el cigarro. Y entonces él pensó: “Pero eso no es lo peor. Lo más
terrible es que en determinado momento uno se rinde, claudica y comienza a
aceptar todas las cosas como inevitables”. Pero estaba engañado, claro. Nunca
se sabe cuándo o qué es lo peor, porque lo peor todavía estaba por llegar.
El doctor seguía
mirándolo y él creyó comprender el reflejo frágil y desvalido de su mirada
detrás de los lentes. “Porque él tampoco sabe” pensó. “No sabe. Busca y no
encuentra, se pregunta cosas que todavía no sabe si tienen respuesta y va
tanteando ciegamente en la oscuridad de su ignorancia. Así es”.
-En primer lugar vamos a
hacer otros exámenes para confirmar algunas cosas. Y voy a darle un remedio
para ver si, mientras tanto, se define mejor la situación.
Empezó tomando dos
pastillas cada ocho horas. Volvió a las clases de la facultad, a las que iba
cubierto de ropa como un oso y sin importarle mucho lo que decía y escuchaba, y
volvió a frecuentar los restaurantes estudiantiles. Casi sin darse cuenta se
encontraba comiendo porquerías, sandwiches sin sustancia que tres horas después
lo dejaban temblando, comidas prontas que parecían añejadas detrás de las
vitrinas, cosas que, a pesar de todo, le daban hambre al mirarlas pero que no
lo alimentaban. Y más tarde, arrastrando las piernas hacia alguna de las
clases, parecía que se le había roto el cinturón o que los pantalones se le
resbalaban por las caderas. A veces, en un destello de lucidez, pensaba que
estaba entregándose demasiado fácilmente, como si él mismo hubiera resuelto
cavar su propia fosa para poder terminar más rápido y terminar con todo de una
vez. Entonces se imponía comidas más consistentes, se sentaba durante una hora
u hora y media en los restaurantes sin mirar para los costados y eligiendo
rincones en los que parecía más improbable que sus colegas y conocidos pudieran
sentarse, y se empecinaba en llenarse la boca siempre sin sentirle el gusto a
la comida, masticando horas hasta que los primeros comensales se levantaban y
eran sustituidos por otros, nuevas voces, risas y conversaciones y él
masticando la comida de diez minutos atrás, forzándola a bajar hasta el momento
en que algo parecido al asco o al vómito lo obligaba a parar un poco, la boca
llena todavía y mirando el vacío.
Pero ahora, sentado
contra el tronco y mirando el comienzo de la tarde que hacía girar la luz sobre
la ciudad enclavada en el valle, pensaba que todo aquello podría haber
resultado soportable de no ser que una noche, mirándose en el espejo después
que todo el mundo dormía, antes de entrar en la ducha, se descubrió, sobre el
hombro derecho, la mancha.
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