El primer film de los
hermanos Marx que aquí conocimos: Animal
Crackers, me pareció, y todo el mundo lo consideró así, algo extraordinario: la liberación por
la pantalla de una magia particular que las relaciones habituales entre
palabras e imágenes no revelan comúnmente, y si hay un estado característico,
un definido grado poético del espíritu que puede llamarse surrealismo, Animal Crackers participa plenamente de él.
Es difícil decir en qué
consiste esta suerte de magia; es en todo caso algo específicamente
cinematográfico quizá, pero que tampoco pertenece al teatro; y sólo algunos
poemas surrealistas logrados, si los hay,
podrían servirnos de términos de comparación. La calidad poética de un film
como Animal Crackers respondería a la
definición del humor, si esta palabra no hubiera perdido hace tiempo su sentido
de liberación esencial, de destrucción de toda realidad en el espíritu.
Para comprender la originalidad
poderosa, total, definitiva, absoluta (no exagero, trato simplemente de
definir, y tanto peor si el entusiasmo me arrastra) de un film como Animal Crackers y por momentos (al menos
en la parte final), como Monkey Business,
habría que añadir al humor la noción de algo inquietante y trágico, de una
fatalidad (ni feliz ni desdichada, pero de difícil formulación) que se
deslizaría a sus espaldas como la forma de una enfermedad atroz sobre un perfil
de absoluta belleza.
Encontramos otra vez en Monkey Business a los hermanos Marx,
cada uno con su propio estilo, confiados y dispuestos a afrontar las
circunstancias; pero mientras en Animal
Crackers los personajes perdían desde el principio su aspecto particular,
aquí asistimos durante los tres cuartos de hora del film a las cabriolas de
unos clowns que se divierten y hacen bromas, algunas muy logradas; y sólo hacia
el final se complican las cosas, y los objetos, los animales, los sonidos, el
amo y sus criados, el huésped y sus invitados, todo se exaspera, enloquece y rebela,
ante los comentarios a la vez extasiados y lúcidos de uno de los hermanos Marx,
inspirado por el espíritu que ha logrado desatar al fin, y del que parece ser
el comentarista estupefacto y pasajero. Nada hay a la vez tan alucinante y
terrible como esta especie de caza del hombre, como esta batalla de rivales,
como esta persecución en las tinieblas de un establo, en una granja poblada de
telarañas, mientras que hombres, mujeres y animales rompen filas y se
encuentran en medio de un amontonamiento de objetos heterogéneos que funcionan
ya con un movimiento, ya con un ruido.
Cuando en Animal Crackers una mujer se desploma
repentinamente, patas arriba en un diván, y muestra por un instante todo lo que
deseábamos ver; cuando un hombre se arroja bruscamente en un salón sobre una
mujer, da con ella algunos pasos de baile y luego le azota el trasero al compás
de la música, estos acontecimientos son como un ejercicio de libertad
intelectual donde el inconsciente de cada uno de los personajes, oprimido por
las convenciones y los usos, se venga y nos venga al mismo tiempo. Pero cuando
en Monkey Business un hombre
perseguido tropieza con una hermosa mujer y baila con ella, poéticamente, en una especie de estudio
del encanto y de la gracia de las actitudes, aquí la reivindicación espiritual
es doble, y muestra lo que hay de poético y quizá de revolucionario en las
bromas de los hermanos Marx.
Pero en la música con que
baila la pareja del hombre acosado y la hermosa mujer, sea una música de
nostalgia y evasión, una música de
liberación, indica suficientemente el aspecto peligroso de todas estas bromas
humorísticas, y, asimismo, que el ejercicio del espíritu poético tiende siempre
a una especie de anarquía hirviente, una esencial desintegración de lo real por
la poesía.
Si los norteamericanos, a
cuyo espíritu pertenece este tipo de films, sólo quieren considerarlos
humorísticamente, y se atienen en materia de humor a los márgenes fácilmente
cómicos de la significación de la palabra, tanto peor para ellos, pero eso no
nos impedirá considerar como un himno a la anarquía y a la rebelión total el
final de Monkey Businness, ese final
que pone el mugido de un ternero al mismo nivel intelectual y le atribuye la
misma cualidad de dolor lúcido que el grito de una mujer atemorizada, ese final
donde en las tinieblas de un sucio granero dos criados acarician a su gusto las
espaldas desnudas de la hija del amo, como iguales al fin del amo desamparado,
todo en medio de la ebriedad, intelectual también, de las piruetas de los
hermanos Marx. Y el triunfo es aquí la especie de exaltación a la vez visual y
sonora que todos esos acontecimientos alcanzan en las tinieblas, en la
intensidad de su vibración, y en la inquietud poderosa que el efecto total
proyecta al fin en el espíritu.
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