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/ LA RECONCILIACIÓN CON EL PADRE (5)
Tetis, la diosa del mar,
abrió las rejas, y los caballos dando un brinco echaron a correr violentamente;
hendieron las nubes con sus cascos; batieron el aire con sus alas, corrieron
más de prisa que los vientos que se levantaban de la misma parte de oriente. Inmediatamente,
pues el carro iba tan ligero sin su acostumbrado peso, el carro empezó a
mecerse como un barco sin lastre entre las olas. El conductor, aterrorizado,
olvidó las riendas y no supo nada del camino. Remontándose en forma
enloquecida, los caballos alcanzaron las alturas del cielo y llegaron a las más
remotas constelaciones. La Osa Mayor y la Osa Menor se chamuscaron. La Serpiente
que yace enrollada cerca de las estrellas polares se calentó y con el calor se
enfureció peligrosamente. El Boyero voló, cargado con su arado. El Escorpión
atacó con su cola.
El carro, después de
haber corrido por algún tiempo entre desconocidas regiones del aire, atropellando
a las estrellas, golpeó locamente las nubes cercanas a la tierra, y la Luna
pudo ver con gran asombro a los caballos de su hermano corriendo debajo de los
suyos. Las nubes se evaporaron. La tierra se inflamó. Las montañas ardían y las
ciudades perecían dentro de sus muros, las naciones quedaron reducidas a cenizas.
Fue entonces cuando el pueblo de Etiopía se volvió negro porque la sangre fue
atraída a la superficie de sus cuerpos por el calor. Libia se convirtió en un
desierto. El Nilo corrió aterrorizado a los confines de la Tierra y todavía
tiene escondida la cabeza.
La Madre Tierra,
protegiéndose el rostro quemado con la mano, ahogándose con el humo caliente,
levantó su gran voz y llamó a Zeus, el padre de todas las cosas, para que
salvara su mundo. “¡Mira! -le gritó-. Los cielos están abrasados de polo a
polo. ¡Gran Zeus, si el mar perece, y la tierra, y todos los reinos del cielo,
querrá decir que habremos regresado al caos del principio! ¡Pîensa! ¡Piensa en
ello por la salvación de nuestro universo! ¡Salva de las llamas lo que queda!”
Zeus, el Padre
Todopoderoso, llamó rápidamente a los dioses para que atestiguaran que todo se
perdería a menos que se tomara rápidamente alguna medida. Entonces se apresuró
a llegar al Cénit, tomó un rayo con su mano derecha y lo lanzó desde muy cerca
de su oído. El carro se sacudió, los caballos, aterrorizados, se desbocaron; y
Faetón, con los cabellos incendiados, descendió como una estrella que cae. Y el
río Po recibió su cuerpo calcinado.
Las náyades de la región
lo enterraron y le pusieron este epitafio:
Aquí
yace Faetón; viajó en el carro de Febo,
y
aunque su fracaso fue grande,
más
grande fue su atrevimiento. (51)
Esta fábula del padre
indulgente ilustra la antigua idea de que cuando los papeles de la vida son
asumidos por los impropiamente iniciados sobreviene el caos. Cuando el niño
sobrepasa el idilio con el pecho materno y vuelve a enfrentarse con el mundo de
la acción adulta especializada, pasa, espiritualmente, a la esfera del padre,
que se convierte, para su hijo, en la señal del trabajo futuro, y para su hija,
en el futuro marido. Lo sepa o no, y sin importar cual sea su posición en
sociedad, el padre es el sacerdote iniciador a través del cual el adolescente
entra a un mundo más amplio. Y así como antes la madre ha representado el “bien”
y el “mal”, ahora eso mismo es el padre, pero con esta complicación: que hay un
nuevo elemento de rivalidad en el cuadro: el hijo contra el padre por el
dominio del universo, y la hija contra la madre para ser el mundo dominado.
Notas
(51) Ovidio, Metamorfosis, II.
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