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/ LA RECONCILIACIÓN CON EL PADRE (4)
La necesidad de que el
padre sea muy cuidadoso, y de que admita en su casa sólo a aquellos que han
sido completamente probados, queda ilustrada por la desgraciada experiencia del
joven Faetón, descrita en una famosa fábula griega. Nacido de una virgen en
Etiopía y azuzado por sus compañeros para que buscara a su padre, atravesó
Persia y la India para llegar al palacio del Sol, porque su madre le había
dicho que su padre era Febo, el dios que guiaba el carro del Sol.
“El palacio del Sol
estaba en las alturas sostenido por elevadas columnas, lleno de reflejos de oro
y de bronce que brillaban como el fuego. Los techos estaban coronados de marfil
pulido; irradiaban las puertas dobles de plata bruñida. Y lo artístico del
trabajo superaba la belleza de los materiales.”
Faetón subió por el
camino y llegó hasta la casa. Allí descubrió a Febo sentado en un trono de
esmeraldas, rodeado de las Horas y de las Estaciones, del Día, el Mes, el Año y
el Siglo. El atrevido joven se detuvo en el umbral, pues sus ojos mortales no
podían soportar la luz; pero el padre, gentilmente, le habló a través del
vestíbulo.
“¿Por qué has venido?
-preguntó- ¿Qué buscas, oh Faetón, hijo que ningún padre negaría?”
El joven respondió
respetuosamente: “Oh padre mío (si me dais el derecho de llamaros así)) ¡Febo!
¡Luz del mundo entero! Dadme una prueba, padre mío, por la cual todos sepan que
soy vuestro verdadero hijo.”
El gran dios se quitó su
corona deslumbrante y dijo al joven que se acercara. Lo tomó entre sus brazos.
Luego le prometió, sellando la promesa con un juramento, que cualquier prueba
que deseara le sería concedida.
Lo que Faetón deseaba era
el carro de su padre, y el derecho de guiar los caballos alados por un día.
“Esta petición” -dijo el
padre- demuestra que he prometido con demasiada prisa”. Hizo alejar un poco al
muchacho y trató de disuadirlo. “En tu ignorancia -le dijo- pides más de lo que
puede darse, no sólo a ti sino a los dioses. Cada uno de los dioses puede hacer
lo que desee, sin embargo, ninguno, salvo yo, puede guiar mi carro de fuego;
no, ni siquiera Zeus.
Febo razonaba, pero
Faetón no cedía. Incapaz de retirar su juramento, el padre retardaba el
cumplimiento tanto como el tiempo se lo permitía, pero finalmente se vio
forzado a conducir a su obstinado hijo al carro prodigioso: el carro tenía los
ejes y las barras de oro, las ruedas adornadas de oro y con su anillo de clavos
de plata. El yugo estaba afianzado con crisolitas y joyas. Las Horas sacaron a
los cuatro caballos de los altos establos y los caballos respiraban fuego y
habían comido aliento ambrosíaco. Los colocaron en las resonantes bridas y los
grandes animales pateaban las barras. Febo frotó la cara de Faetón con un
ungüento para protegerlo contra las llamas y luego colocó en su cabeza la
radiante corona.
“Si, por lo menos,
quisieras obedecer las advertencias de tu padre -aconsejó la divinidad-,
procurarías no usar del látigo y tirar de las riendas fuertemente. Los caballos
van siempre muy de prisa sin necesidad de apurarlos. No sigas el camino
directamente a través de las cinco zonas del cielo, en la bifurcación vuélvete
a la izquierda, te será fácil ver las huellas de mis ruedas. Además, para que
el cielo y la tierra tengan igual calor, cuida de no subir ni bajar demasiado;
si subes mucho quemarás los cielos y si bajas demasiado incendiarás la tierra.
El camino de en medio es el más seguro.
Pero, apresúrate.
Mientras hablo, la noche ha llegado a su meta en la playa de occidente. Nos
llaman. Mira, brilla el amanecer. Muchacho, que la Fortuna te guíe y te
conduzca mejor de lo que lo harías tú mismo. He aquí las riendas.”
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