domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (89)


LA MUERTE DEL PADRE (4 / 4)


-Dios lo recompensará por ese pensamiento, que no podríamos pagar con nuestra vida, ¿verdad, Nasia? -repuso Delfina.

-Además, papá querido, eso sería una gota de agua -advirtió la condesa.

-Pero ¿no tiene uno medio de vender su sangre? -gritó el anciano desesperado-. ¡Yo me entrego al que te salve! ¡Nasia, mataré a un hombre por él, haré como Vautrin, iré a presidio! Yo… -se detuvo como herido por un rayo y después prosiguió mesándose los cabellos-: pero no, nada. Si yo supiese dónde pudiera robar… Pero, ¿qué?, ¡hasta robar es difícil! Además, para asaltar el Banco se necesitaría gente y tiempo. Vamos, ya no me queda nada más que morir. Sí, no sirvo para nada, ni siquiera soy padre. Nasia necesita, me pide, y yo no puedo darle nada. ¡Ah, viejo miserable, te has creado una renta vitalicia, y tenías hijas! ¿Conque ya no las quieres? ¡Pues muere, muere, muere como un perro viejo! ¡Sí, soy aun menos que un perro, porque un perro no obraría como yo! ¡Oh, mi cabeza estalla!

-Pero, papá, sea usted razonable -gritaron las dos mujeres rodeándolo para impedirle que se rompiera la cabeza contra las paredes.

El anciano sollozaba. Eugenio, asustado, tomó la letra de cambio suscrita a Vautrin, cuyo sello servía para una suja mayor, corrigió la cifra, hizo una letra de cambio de doce mil francos a la orden de Goriot, y entró.

-Señora, aquí tiene usted el dinero -dijo presentándole el papel-. Estaba durmiendo, su conversación me ha despertado, y de este modo he podido saber lo que le debía al señor Goriot. Pueden ustedes negociar esta letra, y yo la pagaré puntualmente.

La condesa, inmóvil, tenía la letra en la mano.

-Delfina -dijo al fin pálida y temblando de rabia, cólera y de furor-, Dios es testigo de que te lo perdonaba todo, pero esto, ¡nunca! ¡Cómo! ¿Estaba el señor ahí? ¡Tú lo sabías y has tenido la bajeza de vengarte permitiendo que adivinase mis secretos, mi vida, la de mis hijos, mi vergüenza, mi honra! ¡Bah, no eres nadie, te odio, te haré todo el daño posible, te…!

La cólera le cortó la palabra y su garganta se secó.

-Pero, ¡si es mi hijo, nuestro hijo, tu hermano, tu salvador! -gritaba papá Goriot-. ¡Abrázalo, Nasia! Mira cómo lo abrazo yo -repuso estrechando a Eugenio con una especie de furor-. ¡Oh, hijo mío, seré para ti más que un padre y quisiera ser Dios para poner el universo a tus pies! Pero bésalo, Nasia, porque no es un hombre, es un ángel, un verdadero ángel.

-Padre mío, déjela usted, porque en este momento está loca -dijo Delfina.

-¡Loca, loca! Y tú, ¿qué estás? -preguntó la condesa.

-Hijas mías, si continuáis de ese modo me muero -gritó el anciano cayendo sobre su cama como herido por un rayo-. ¡Me mataré!

La condesa miró a Eugenio, que permanecía inmóvil, asombrado ante aquella violenta escena.

-Caballero -le dijo Anastasia interrogándolo con el gesto, con la voz y con la mirada, sin hacer caso de su padre, cuyo chaleco acababa de desabrochar Delfina.

-Señora, pagaré y guardaré silencio -respondió Rastignac sin esperar la pregunta.

-¡Nasia, has matado a nuestro padre! -dijo Delfina señalándole el cuerpo de su padre a su hermana, la cual desapareció precipitadamente.

-Se lo perdono, porque su situación es espantosa y volvería loco a cualquiera -dijo el anciano abriendo los ojos-. Consuela a Nasia, sé cariñosa con ella, prométeselo a tu padre, que se muere -dijo Goriot a su hija estrechándole las manos.

-Pero, ¿qué tiene usted? -le dijo Delfina asustada.

-Nada, nada -respondió el padre-, esto se me pasará. Tengo algo que me oprime la frente, jaqueca. ¡Pobre Nasia! ¡Qué porvenir!

En ese momento entró la condesa y se arrojó a los pies de su padre, gritando:

-¡Perdón!

-Vamos, aun me haces más daño con esto -dijo su padre.

-Caballero -dijo la condesa a Rastignac con los ojos arrasados por las lágrimas-, el dolor me ha hecho ser injusta. ¿Será usted un hermano para mí? -preguntó tendiéndole la mano.

-Nasia, mi querida Nasia -le dijo Delfina abrazándola-. Mi querida Nasia, olvidémoslo todo.

-No, yo me acordaré siempre de esto -contestó Anastasia.

-Ángeles míos -exclamó papá Goriot-, me quitáis el velo que cubría mis ojos, vuestra vos me reanima, daos un abrazo. ¿te salvará esta letra de cambio, Nasia?

-Así lo espero. ¿Quiere usted poner su firma, papá?

-¡Qué tonto! ¿Cómo he podido olvidar eso? Pero no te enojes, ¡me encontraba tan mal! Mándame a decir que has salido del apuro. Pero no, iré yo. No, no, no iré, porque si viese a tu marido lo mataría. En cuanto a lo de apoderarse de tus bienes, yo estaré aquí. Anda, hija mía, corre y procura que Máximo sea juicioso.

-Esa pobre Anastasia siempre ha sido de carácter violento, pero tiene buen corazón -dijo la señora de Nucingen.

-Ha vuelto por el endoso -dijo Eugenio a Delfina al oído.

-¿Lo cree usted?

-No quisiera creerlo. Sin embargo, le aconsejo que desconfíe de ella -respondió Eugenio levantando los ojos como para decir al cielo pensamientos que no se atrevía a expresar.

-Sí, siempre ha sido un poco comedianta, y mi pobre padre se ha dejado engañar.

-¿Cómo sigue usted, mi buen papá Goriot? -preguntó Rastignac al anciano.

-Tengo sueño -respondió este.

Eugenio ayudó a papá Goriot a acostarse, y cuando el buen hombre se durmió teniendo entre sus manos la mano de Delfina, esta se retiró diciéndole al estudiante:

-Esta noche, en los Italianos, ya me dirás cómo está. Espero que mañana te mudarás de casa. Vamos a ver tu cuarto. ¡Oh, qué horror! -dijo entrando-. Pero ¡si estás peor que mi padre! Eugenio, te has portado bien y ahora te querría más si fuera posible. Pero, hijo mío, si quieres hacer fortuna tienes que mirar más por el dinero y no entregar así, sin más ni más, doce mil francos. El conde Trailles es jugador, mi hermana no quiere comprenderle, y él habría ido a buscar los doce mil francos al mismo sitio donde sabe ganar o perder montones de oro.

Un gemido los hizo volver a la habitación de Goriot, que estaba aparentemente dormido; pero cuando los dos amantes se aproximaron a él, oyeron estas palabras:

-Mis hijas no son felices.

Que durmiese o que estuviese despierto, el acento de esta frase conmovió de tal modo a Delfina que se aproximó a la cama donde yacía su padre y lo besó en la frente. El anciano abrió los ojos, diciendo:

-Es Delfina.

-Sí, ¿cómo te encuentras? -le preguntó la joven.

-Bien, no te inquietes por mí, que luego saldré. Andad, andad, hijos míos, sed felices.

Eugenio acompañó a Delfina hasta su casa; pero inquieto por el estado en que había dejado a Goriot se negó a comer con ella y volvió a la Casa Vauquer dond encontró a papá Goriot de pie y dispuesto a sentarse a la mesa. Bianchon se había colocado de manera que podía examinar bien la cara del ex fabricante de fideos, y cuando vio que tomaba el pan y lo olía para saber con qué harina estaba hecho, hizo un gesto siniestro, porque observó en aquel movimiento una ausencia total de lo que podría llamarse conciencia del acto.

-Venga usted a mi lado, señor interno -dijo Eugenio a Bianchon.

Este acudió a su lado con tanto más gusto, cuando vio que iba a estar cerca del viejo pensionista.

-¿Qué tiene? -le preguntó Rastignac.

-Si no me engaño, está muerto. Ha debido pasarle algo extraordinario, y me parece que está bajo el peso de una apoplejía serosa inminente. Aunque la parte baja de la cara tiene un buen aspecto, las facciones superiores del rostro se inclinan hacia la frente, a pesar suyo; mira. Los ojos están en ese estado que denota que el suero ha invadido el cerebro. ¿No parece que están llenos de un polvo fino? Mañana por la mañana sabremos algo más.

-¿No hay ningún remedio?

-Ninguno. Tal vez podamos retardar la muerte si encontramos los medios de provocar una reacción hacia sus extremidades, hacia las piernas. Pdero si mañana por la noche no cesan los síntomas, el pobre hombre está perdido. ¿Sabes tú cuál es la causa de la enfermedad? Ha debió tener algún gran disgusto que lo ha anonadado.

-Sí -dijo Rastignac recordando la disputa de las dos hijas.

“Pero al menos Delfina ama a su padre”, se dijo a sí mismo.

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