AUTOBIOGRAFÍA (II)
Nací el 27 de marzo de 1901… Como ven, camino por la vida un paso atrás de
nuestro siglo. Yo bien quisiera ir un paso adelante, pero le tengo miedo al
papel de precursor.
De mi infancia conservo pocos recuerdos. Mejor dicho, procuro no conservarlos.
Tuve una infancia triste. Nunca pude decir aquello de “cachurra monta la burra”,
ni hallé atracción alguna en jugar a las bolitas o a cualquiera de los demás
juegos infantiles. Vivía aislado y taciturno. Por desgracia, no era sin motivo.
A los cinco años quedé huérfano de padre y antes de cumplir los nueve perdí
también a mi madre. Entonces, mi timidez se volvió miedo y tristeza, desventura.
Recuerdo que entre los útiles del colegio tenía un pequeño globo terráqueo. Lo
cubrí con un paño negro y no volví a destaparlo. Me parecía que el mundo debía
quedar así, para siempre, vestido de luto.
Fui a vivir a casa de unos parientes ricos. Pero me sentía solo, intruso… El
primer colegio al que concurrí era de curas. Luego pasé al colegio del Estado. Después
ingresé en el Normal, pues estaba destinado a ser maestro de escuela. Cursé
hasta el segundo año. Fui un buen estudiante. Un año di examen tres veces. Una
vez por mí y otras dos por dos compañeros que estudiaban como alumnos libres. De
los tres, uno, que era yo, quedó aplazado. Pero los otros dos pasaron. Quedé
tranquilo con mi conciencia. No pudieron descubrirme porque eran distintos
profesores y no nos conocían a ninguno de los tres.
Mientras estudiaba para maestro descubrí mis facultades de actor. Fue en
los ejercicios prácticos cuando daba lección a los chicos. Explicando mi clase,
más que un profesor, parecía un monologuista. Recitaba, accionaba y hasta les
marcaba el tipo. Esta vocación me la despertó y desarrolló el ambiente que
respiraba en mi casa. Vivía por entonces con mi hermano Armando, que era y es
bastante mayor que yo. Ambiente bohemio de gente de teatro: autores, actores y
músicos eran visitas constantes de nuestra casa. Aquello me quitó pronto la
escasa vocación que sentía por la enseñanza. Entonces empecé por hacerme la
rabona. En vez de ir al Normal, me iba a una librería que había enfrente del
colegio. Llevaba el mate y bollos para convidar al librero y él me prestaba
libros. Pero no eran libros de texto, sino de teatro, de viajes, de aventura,
de cuentos. Así seguí haciendo el cuento unos meses hasta que un día le dije a
mi hermano que no quería ser maestro de escuela sino actor. Y antes de cumplir
los dieciséis años debuté con Roberto Casaux.
Desde entonces, he vivido siempre vinculado al teatro no sólo como actor,
sino también como autor. Como ya he dicho, nuestra casa era el punto de reunión
obligado de la barra de mi hermano Armando. Allí iban entre otros Rafael José
de Rosa, Pedro E. Pico, Defilippis Novoa, Federico Mertens, Mario Folco. Yo
veía que todos eran autores y naturalmente, también quise serlo. Para eso tenía
mis buenos diez años de colegio. No podrían decir otro tanto muchos saineteros.
Ya que no podía ser maestro de escuela pensé que, por lo menos, sería aprendiz
de comediógrafo.
Mi primer obra se tituló “Los duendes” y la escribí en colaboración con
Mario Folco. No nos costó mucho estrenarla, pues estábamos metidos en el
ambiente. Se la llevamos a Pascual Carcavallo que nos la estrenó en “El
Nacional”, en la temporada de 1918…
Fui un autor precoz pues no deja de ser precocidad estrenar a los
diecisiete años. Como el autor y el actor se iban desarrollando simultáneamente
dentro de mí, mi haber de comediógrafo no es muy crecido. Sin embargo, ya solo,
ya en colaboración, llevo estrenadas varias obras. Además de “Los duendes”, una
pieza cómica que m estrenó Blanca Podestá y que se titula “Día feriado”; “El
señor cura”, inspirada en un cuento de Maupassant que me estrenó Félix Blanco
en “El Excelsior”; “El hombre solo”, una comedia que estrenó una compañía que
dirigía Miguel Gómez Bao y dos sainetes, “El organito” y “Caramelos surtidos”,
estrenados ambos en “El Nacional”. Sin estrenar, no tengo nada. Todo lo que yo
he escrito ha sido estrenado, aunque no siempre con mi nombre… A veces también se
han estrenado con seudónimo… Pero no vale la pena aludir a esto. Yo también he
firmado algunas escenas que no eran mías sino de mis colaboradores….” (2)
El modelo que seguí en mis obras fue la vida. ¿Qué mejor modelo? No hay
nada más teatral, más diverso, más humano, más complejo, más serio y más cómico
que la vida misma. Lo que sucede es que para tomar un trozo de la realidad y
trasplantarlo a la escena, hay que ser muy autor. Algo de eso quise hacer yo en
mi breve labor teatral, especialmente en “El organito” y “Caramelos surtidos”.
Esta última es un pedazo de calle llevado al teatro. Se me ocurrió observando
el movimiento de una esquina de mi barrio…
Notas
(2) La Época – Julio 1929.
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