No fue un "escritor maldito". Más bien, maldecido.
La vida de Horacio Quiroga, surgida en Uruguay, desarrollada gran
parte en Argentina, fue una larga sucesión de desgracias.
Su amigo, el escritor Ezequiel Martínez Estrada, la definió
en dos oraciones: "Ha sido, sin ninguna duda, la más dramática y tremenda
de sus obras. En parte es reconocible en ella la mano del Destino (en su
biografía esto es impresionante y hasta evidente), pero en gran parte fue
forjada por él, por su carácter, por su daimon incontrastable".
La maldición comenzó ni bien llegado al mundo, apenas dos o tres meses,
cuando su padre Prudencio Quiroga, vicecónsul argentino afincado en Salto, se
pegó un tiro en la cabeza en un accidente de caza. Esta experiencia no fue
terrible, por lo menos desde el costado de la conciencia, pero el destino, ya
ensañado con él, la hizo regresar, cuando su padrastro Ascencio Barcos, tras
quedar semiparalizado, apuntó el cañón de una escopeta a su frente y jaló el
gatillo. Tenía 16 o 17. Y, según algunos relatos, habría presenciado el
desenlace.
Para entonces, ya era un ciclista empedernido, había fundado la Revista
de Salto, pero luego del suicidio y de un desengaño amoroso esperó la
mayoría de edad para tomar el dinero de la herencia paterna y partir en primera
clase a París, recorrer la ciudad, la Feria Mundial, para luego volver en
tercera, ojeroso y hambriento, tal como cuenta en Diario de un viaje
a París.
Antes del viaje, piensa: "Yo soñaba con París desde niño a punto de
que cuando decía mis oraciones rogaba a Dios que no me dejara morir sin conocer
París. París era para mí como un paraíso donde se respirase la esencia de la
felicidad sobre la tierra". Ya en sus últimos días en la ciudad de la luz:
¡Oh mi América bendita… Cómo te adoro en París!" o "París, será muy
divertido, pero yo me aburro".
Gracias a sus colaboraciones en el semanario Gil Blas de
Salto conoce a Leopoldo Lugones, con quien formaría una amistad que
cambiaría su vida.
Un año después publicaba su primer libro, Los arrecifes de
coral (1901), pero la alegría fue silenciada cuando la muerte
volvió a danzar a su alrededor al llevarse a sus hermanos Prudencio y Pastora,
quienes nunca se recuperaron de la fiebre tifoidea en el Chaco.
Aquel año, otra calamidad. Su amigo uruguayo Federico Ferrando se iba a
batir a duelo con el periodista Germán Papini Zas, por unas críticas
literarias. Ferrando fue uno de los fundadores de "Consistorio del Gay
Saber", un movimiento que buscaba nuevas formas de expresión a través del
modernismo. Quiroga, preocupado, se ofrece a ser su "padrino" y
cuando limpiaba el arma un tiro impactó directo en la boca de su compañero.
Muerte instantánea. En esta oportunidad, por vez primera, él había sido
el instrumento. Detenido, interrogado y liberado a los cuatro días, cuando se
comprobó que el infortunio había sido un accidente.
Había sido demasiado. Abandona Uruguay y se radica en Argentina,
definitivamente.
En 1903, siendo profesor de castellano en el Colegio Británico de Buenos
Aires, acompaña como fotógrafo a Lugones en una expedición a las ruinas
jesuíticas de San Ignacio, Misiones. Encuentra su lugar en el mundo.
De aquel viaje saldría Los perseguidos (1905) y
uno de sus cuentos más famosos, El almohadón de plumas, publicado en Caras y Caretas en
1905. Las colaboraciones con esta revista argentina le valieron reconocimiento,
prestigio, pero eso no cambió su suerte fuera de las letras.
En 1908 se muda a la selva. Sobre la orilla del río Paraná construye una
cabaña. No va solo. Junto a él está la adolescente Ana María Cires,
una de sus alumnas, a quien dedica su primera novela, Historia de un
amor turbio. De la unión nacen Eglé y Darío, a quienes educa en su casa
y enseña cómo sobrevivir allá afuera.
Ana María también se suicida. Lo hace ingiriendo líquido para
revelar fotos, en 1915. Fueron ocho días de agonía, en los que estuvo a su
lado. Aturdido, regresa a Buenos Aires con sus hijos. La fotografía lo llevó a
Misiones, ahora lo alejaba.
De aquel amor no queda nada, o casi nada. No hay cartas, apenas un par
de fotos. En su obra la muerte de Ana María es fantasmal, hasta que escribe
en El Desierto(1924): "… recordó entonces —revivió como
si no hubieran pasado desde aquella tarde mil años— , la inacabable fijeza con
que contempló a su mujer tendida en el catre, cuando el día antes de su muerte
(…) la llevó afuera a respirar. Y ya caído el crepúsculo, levantó en brazos a
su mujer como a una criatura y la llevó adentro".
El dolor se tradujo en dejar de escribir. Estuvo un año sin
publicar, ni cuentos, ni columnas en diarios, ni nada, hasta que el el 31
de Diciembre de 1915 vuelve a colaborar en Fray Mochó. Le dice al
editor: "Le mando artículo que salió bastante largo. Como el haber
escrito, después de un año de gran depresión en todo, es ya mucho para mí, no
hago ni poco ni mucho hincapié en la cuestión pago". En una de sus últimas
cartas a Martínez Estrada -12/8/36- menciona el incidente de manera somera:
"Por fortuna todo pasa, como pasó el trastorno formidable que fue para mí
la muerte de mi primera mujer".
Abrazo a la popularidad
Viviendo en un sótano cerrado junto a sus niños en Buenos Aires, divide su tiempo entre su trabajo en el consulado y la recopilación de textos que saldrían en Cuentos de amor de locura y de muerte (1917). La publicación recibió elogios de la crítica y fue un éxito editorial. Era ya entonces el mejor cuentista de América Latina.
Siguieron los libros Cuentos de la selva (1918), El
salvaje (1919), su única obra teatral Las Sacrificadas (1920)
y Anaconda y otros cuentos (1921) y El
desierto (1924). Escribe columnas y críticas de cine en diferentes
medios. Junto a otros artistas, entre los que se encontraba su amiga Alfonsina
Storni, crea el grupo Anaconda.
En 1926 se muda junto a sus hijos y sus animales a Vicente López. En
mayo de 1927 le cuenta a su viejo amigo Isidoro Escalera: "El motivo de
andar un poco urgido de plata, es que me caso, don Escalera. La novia en
cuestión es íntima amiga de Eglé, pues es muy joven, y tan rubia como la
guagua. Será para agosto o setiembre. Y aunque yo no soy muy rumboso, siempre
necesito unas cuantas cosas en casa para tal salto mortal. Ya la ha de conocer
Ud., pues ella lo conoce ya bastante a través de nosotros".
Enero de 1932, vuelve a San Ignacio con una nueva esposa. María Elena
Bravo tiene 20 años entonces. En Regreso a la selva,
escribe: "Después de quince años de vida urbana, bien o mal soportada, el
hombre regresa a la selva […] Ha cumplido su deuda con sus sentimientos de
padre y su arte: nada debe. […] ¿ Sobrevive, agudo como en otro tiempo, su amor
a la soledad, al trabajo sin tregua, a las dificultades extenuantes, a todo
aquello que impone como necesidad y triunfo la vida integral ? Cree que sí.
Pero no está seguro".
El principio de prosperidad termina rápido, cuando pierde el trabajo con
el consulado uruguayo y vuelve, como en 1917, a depender exclusivamente de lo
que publica para ganar dinero. Su esposa no soporta la vida en la selva,
la detesta, como también que la única hija que tuvieron, "Pitoca", no
pueda tener una vida más plácida. Las discusiones son cada vez más frecuentes.
El 10 de mayo del 35 escribe a un amigo: "Mi mujer ha vuelto hace
una semana; y su poco gusto para vivir en el campo, ya exasperado en los
últimos tiempos, se ha tornado irresistible. Como ella no se halla totalmente
aquí —aún con su marido y hogar— y yo no me hallo en la vida urbana, se ha
creado un impasse sin salida. Ni ella ni yo podemos ni debemos
sacrificarnos".
Luego a su amigo, Ezequiel Martínez: "Paréceme que hace mil años
cuando una mañana casi de madrugada, mi mujer y mi hija se fueron como los
pájaros a un país más templado".
El final
La soledad no fue su mejor compañera. Sin su esposa y una mala relación
con los hijos de su primer matrimonio, su estado de ánimo y, más que nada, su
salud, comenzó un proceso de caída. "Voy quedando tan, tan cortito de
afectos e ilusiones, que cada uno de estos que me abandona se lleva verdaderos
pedazos de vida" y con respecto a sus hijos, explica: "Con la mujer —
golpeada también [se divorció al año de casada] — me voy entendiendo poco a
poco por carta; con el varón no nos entendemos casi nada. Así, pues, fracaso de
padre, en los últimos años, y fracaso de marido ahora. Yo soy bastante fuerte, y
el amor a la naturaleza me sostiene más todavía; pero soy también muy
sentimental y tengo más necesidad de cariño —íntimo— que de comida".
Entiende que a pesar de fallar como padre, no se quedó nada para sí en
su obra literaria. La muerte que ya no era una extraña, se representa como
próxima y él no la niega. En una carta, explica a Martínez Estrada: "Yo
fui o me sentía creador en mi juventud y madurez, al punto de temer
exclusivamente a la muerte, si prematura. Quería hacer mi obra. Cuando consideré
que había cumplido mi obra — es decir, que había dado ya de mí todo lo más
fuerte — , comencé a ver la muerte de otro modo […] ; ella significa descanso
[…] La esperanza del vivir para un joven árbol es de idéntica esencia a su
espera del morir cuando ya dio sus frutos".
En septiembre del 36 ingresa al Hospital de Clínicas de Buenos Aires. En
las cartas de aquellos días revela la frustración de verse postrado, debido a
que su salud "no prospera lo que desearía". Es operado, encuentran
que la prostatitis es en realidad cáncer de próstata.
En su última carta a Martínez Estrada, el nueve de febrero del 37,
sostiene: "Ando con una depresión muy fuerte, motivada por el atraso en mi
precaria salud […] Cama otra vez, harto de leer, y con el horizonte muy nublado
[…] casi cinco meses de hospital son mucho […] Escríbame cuando le haga falta
desahogo como es mi caso".
Nueve días después, luego de recibir a su hija Eglé y su amigo Julio
Payró, habla con sus médicos. Por la tarde sale a caminar, a la mañana lo
encuentran muerto. Eligió el dolor, un vaso de cianuro. No hubo carta,
no hubo disculpas, siquiera una expresión de culpa de puño y letra. Aquel
momento, no le pertenecía a sus lectores, no merecía ser escrito. A fin de
cuentas, ya había escrito todo.
El eterno retorno de
la desgracia
Una de las particularidades de la vida trágica de Horacio Quiroga es que
aún después de muerto los suicidios se siguieron produciendo en algunas de las
personas que más estimaba. Ese mismo año, Eglé, su primogénita, se quita la
vida.
Un día antes del primer aniversario de su muerte, el 18 de febrero de
1938, su gran amigo, Leopoldo Lugones, también se quita la vida, el poeta
nacional lo hizo también con cianuro, pero rebajado con whisky. El 25 de
octubre de ese año, se les unió quien fuera su amor imposible, AlfonsinaStorni, quien en la ciudad balnearia argentina de Mar del Plata desapareceluego de ingresar caminando al mar. Para cerrar el círculo, en 1951,
también se suicida Darío, su hijo.
(infobae / 19-2-2019)
(infobae / 19-2-2019)
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