La lepra en Venezuela tuvo su momento más trágico en los años 30 del
siglo pasado. Se llevó vidas tan valiosas como la de Cruz Salmerón Acosta, un
talentoso joven que innovó en la poesía y llegó a escribir tan hermosos versos
que fueron como estandartes para su gente, tanto, que su humilde pueblo, una
salina en las costas del hermoso estado Sucre, al oriente del país, aún recitan
de memoria. Pero otro joven, esta vez un científico cuya familia tenía su
origen en tierras catalanas, se afanó en erradicar el flagelo y, sin importar
riesgos y penurias, se instaló en los focos de contagio hasta que dio con la
vacuna que logró frenar las muertes.
En 1937, el legendario médico venezolano Martín Vegas, conocido pionero
en los estudios sobre la lepra, invitó a Convit a visitar la vieja casona del
lazareto de Cabo Blanco en el estado Vargas, donde se alojaban cientos de
pacientes afectados por lepra o lacería. En aquel tiempo esta enfermedad era
todavía motivo de prejuicios arraigados socialmente; a los leprosos se les
encadenaba y eran custodiados por autoridades policiales, imagen que definiría
el carácter humano de Convit quien, ante tal maltrato, exigió a los guardias un
mejor proceder con los enfermos.
Jacinto Convit (1913-2014), también conocido como “el José Gregorio
Hernández de La Pastora”, fue un médico venezolano, esmerado investigador e
insigne dermatólogo que atendía en los consultorios anexos al famoso Hospital
Vargas de Caracas, el mismo donde entregó sus mejores horas de trabajo en
investigación el doctor José Gregorio Hernández. Convit recordaba al muy
querido médico venezolano –ya santo para todo este pueblo que hoy va camino de
los altares- porque era un hombre entregado a sus pacientes, sin la menor
intención de lucrar, además de un científico admirado cuyos trascendentales
logros en el campo de la medicina daban cuenta de una carrera profesional
centrada en una inequívoca vocación para sanar. Después de todo, ¿no es esa la
motivación fundamental de un médico, la de ofrecer alivio al prójimo afligido?
Allí, hasta casi sus cien años de edad, trabajó intensa y diariamente,
con una entrega admirable, en los laboratorios contiguos, buscando afanosamente
la cura del cáncer de mama, la segunda causa de muerte en Venezuela. En una
ocasión lo entrevistamos y pasamos con él toda una mañana. En aquel momento
tenía 92 años y se conducía con la agilidad y lucidez propia de una persona de
50. “Sólo pido a Dios que me conceda un par de años más para llegar a la vacuna
contra el cáncer de mama”, decía obsesionado. No fueron suficientes. Falleció a
los 100 años de edad sin culminar su noble propósito pero dejando avances muy
importantes que sus sucesores continúan desarrollando.
Este afamado médico y científico, conocido básicamente por desarrollar
la vacuna contra la lepra, recibió el Premio Príncipe de Asturias de
Investigación Científica y Técnica de 1987 y fue nominado al Premio Nobel de
Medicina en 1988 por haber inoculado el bacilo de la lepra en armadillos de la
familia Dasypodidae; obtuvo el Mycobacterium leprae, que mezclado con la BCG
(vacuna de la tuberculosis), produjo la inmunización.
La labor del doctor Convit era incansable y sus horas pasaban entre el
laboratorio y la atención a sus pacientes, a los que jamás abandonó. Llegaban
de todas partes, hacían fila en los pasillos que conducían a su puerta y él, de
tanto en tanto, salía a darles ánimos y asegurarles que pronto serían
atendidos. Les daba un trato digno, sin reparar su condición social. Venía
gente muy humilde, viejitas con sus bolsas de papel marrón bajo el brazo
conteniendo quién sabe qué; jóvenes con recetas arrugadas de tanto manoseo;
señores con las manos callosas que delataban el trabajo inclemente, a todos
atendía, enfundado en su impecable bata blanca, sus cómodos mocasines de suela
anti-resbalante y una expresión bondadosa, iluminada por unos ojos de
refulgente azul que miraban compasivos desde sus casi dos metros de estatura.
A su avanzada edad, aún atendía una veintena de pacientes al día, aparte
de conducir un equipo de investigación de primera línea que él mismo había
integrado, entrenado y mantenía con pericia. Les infundía mística así como se
trasfunde sangre fresca a un organismo agotado. Como si fuera poco, tenía
tiempo para los jóvenes que acudían a consultar su opinión y escuchar su
orientación de profesor emérito.
Luego de varias horas de trabajo a fin de poner su vida en la pantalla
de la televisión y preservar su esfuerzo, sus principios, valores y méritos
para las venideras generaciones, aún a riesgo de que soltara un discurso
sofisticado en lenguaje de científico renombrado, preguntamos con curiosidad
cuál era el secreto de su vitalidad y envidiable lucidez, cómo se llegaba a su
edad en esas condiciones. Y, sin vacilar ni solo un instante, dijo con
solemnidad: “El amor cura, el odio mata…no odies jamás, ama y verás que la vida
fluye como agua limpia”. Así hablaba este extraordinario ser humano que pasó un
siglo sanando a Venezuela.
Un consejo que, aún en medio de situaciones como las que vivimos los
venezolanos, que presionan en contrario, nos cuidamos de observar.
(Aleteia / 22-2-2019)
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