domingo

EL TALLER DE LA VIDA / confesiones (26)


HUGO GIOVANETTI VIOLA

Primera edición: Caracol al Galope / elMontevideano Laboratorio de Artes (2009)
Primera edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes (2018)
Retrato de portada: Horacio Herrera.


TRES: LA SOLEDAD DEL PARAÍSO

10 / NARANJO EN FLOR

En el verano del 96 mi hermano y mi cuñada viajaron a Europa y nos quedamos un mes y medio en la casa natal, cuidando a mis sobrinos Augusto y Leonardo, que tenían quince y nueve años. La llegada de Martina sería un inesperadísimo milagro posterior que le hizo crecer a Sergio la costilla celeste que le faltaba para completar la fe.

Lo que quiero contar sobre mi ahijado Augusto es que una tarde de 1984 mi madre me llamó por teléfono para pedirme que fuera volando al Hospital Español porque al nene lo estaban trayendo en una ambulancia desde el Sindicato Médico. Lo había internado por una convulsión febril y cuando hizo la segunda no aparecía nadie a atenderlo y mi hermano pidió que lo trasladaran.

Yo me tomé un taxi y encontré a mi madre en la vereda y recién a los cinco minutos la ambulancia cruzó Garibaldi y salí corriendo hasta la entrada de emergencias. Sergio venía con el chofer y al abrirse las puertas de atrás del móvil vio el monitor apagado y a Augusto inflado como una pelota y se metió en el español gritando que el hijo estaba muerto.

Lo que pasó es que lo habían entubado tan mal que le perforaon un pulmón y además antes de llegar al Español le sacaron un momento el respirador porque el niño amagó vomitar. Yo subí atrás de la camilla y cuando subimos al primer piso me di cuenta de que Sergio y Ruth no tenían la menor duda de que Augusto estaba muerto y después que salieron a llorar abrazados apoyé la frente en la puerta del CTI sintiéndome colocado en el lugar de mi padre y recé con el tercer ojo: Señor, yo sé que en este momento están muriendo millones de niños en el mundo, pero te pido que esta criatura se salve. Que no se muera ahora, Señor.

Entonces salió un hombre entunicado y me dijo sobrevoladoramente que le estaban drenando el pulmón y que esperáramos tranquilos. Y a las pocas hotas quedó fuera de peligro. Y dos o tres meses después un médico compañero de generación de Sergio y ex-alumno mío de guitarra me trajo al hijo para que empezara las clases y cuando le conté el susto que nos pegamos con mi ahijado sentenció sin dudar: Fue un milagro.

Y aquel enero del 96 nos avisaron que acababa de morir Daniel Bentancourt en San Pablo y sentí sacudirse el eje del planeta, para hablarlo en Conrad. Porque un año antes me había dejado en la mano una de las novelas más terriblemente sedientas de Jesús que se hayan escrito. El viento de la desgracia, y yo lo llamé de larga distancia para felicitarlo pero le pregunté si estaba enfermo de verdad y él largo una carcajada: Ah, te jodí. Ahora me doy cuenta de que es buena, chiquito. La hice después de una neumonía que casi me pasa para el otro lado.

En aquellos años todavía se sabía muy poco del SIDA, pero todos nos dimos cuenta que Daniel estaba por la mitad y que mientras charlábamos las córneas color pus se le clavaban en una especie de más allá petrificador a cada momento. Y sin embargo ni la superdotada intuición de Rosina alcanzó a percibir la enfermedad.

Mi compañero del alma, además, que tenía tres hijos chicos y los adoraba, había dejado infectada a la segunda esposa treintañera. Y de golpe entendí por qué vivió siempre machacando, desde la adolescencia, con aquel lado oscuro que lo poseía y uno no le podía concebir porque en los paletones parecían rebrillarle dos corazones de oro, y tanto el entusiasmo vital como la bondad que repartía a borbotones eran los de un elegido. Hugo Bervejillo y Saúl Ibargoyen son los principales testigos que conozco.

Sergio me había dejado a disposición todas las botellas de escocés que les regalan a los médicos y yo me sentaba de noche en la vieja hamaca del viejo porche doliente a boxear, whisky en mano, hasta que me inundó una nouvelle que titulé Primero hay que saber sufrir basándome en la culpa que alquitranaba dantescamente el libro inédito de mi amigo el mosquetero, pero soñándole un final sereno y luminoso como un naranjo en flor. Porque era un hombre bueno.

Y cuando me enteré que Daniel había muerto con treintaitrés quilos acompañado en el hospital por su primera esposa, Marina, y agradeciéndole a la vida todo lo que le dio, no me asombré demasiado. La que ve es la fe, Padre, a través de nosotros. Lo increíble es que nos cueste tanto entender esa verdad tan simple. Y una noche mi sobrino chico, Leonardo, se me sentó al lado en la hamaca y de golpe murmuré: ¿Vos sabés que lo único que importa en la vida es el amor, verdad? Y él bajó la cabeza y me dijo que sí.

Pobrecito. Extrañar tanto a los padres y tener que aguantar a un tío loco y borracho. Pero lo que yo quise tatuarle en la tristeza fue lo que Einstein redactó así: Hay dos maneras de vivir una vida. La primera es pensar que nada es un milagro. La segunda es pensar que todo es un milagro. De lo que estoy seguro es de que Dios existe.


11 / JUNG

Y aquel otoño le pedí a Demian material sobre Jung y él me prestó El hombre y sus símbolos, la ya popularísima introducción a la psicología analítica preparada insólitamentre a los ochenta y cinco años en un lenguaje accesible, a pedido de una editorial inglesa. Y encontré nada menos que mi segunda vara de medir todo, y ya a partir de 2002 me empecé a definir como católico junguiano.

Cuando San Pablo eligió predicar en Grecia antes que en el Asia Menor en realidad fue encontrado, como sugiere Joseph Ratzinger, por lo que él buscaba: herramientas filosóficas de análisis y prospección. Y yo me sentí igual y pude entender de golpe la exacta significación de Albita y Bénédicte en el liberador recambio de mi femineidad, por ejemplo. O sea: en la excavación espejismalmente guiada hacia el surgimiento de mis propias aguas primordiales y sustitutivas del flujo materno. Mi horizontalidad fecunda y no esclava.

Porque a los cuarenta y ocho años yo ya tenía el Verbo viirl erecto hacia la completud y la individuación definitiva de mis facciones espirituales. Y también podía haberme mandado inscribir en la tumba el mismo fragmento de I Corintios, 15, 47, que eligió Jung: El primer hombre procede de la tierra y es terrenal / El segundo hombre procede del cielo y es celestial. Pero mi ánima, mi contrafigura sexual, mi otra interior, mi costilla celeste capaz de hacerme parir la PAX-LUX espiralada eternamente hacia el Padre, recién estaría clavada en mi esqueleto energético cuando en cualquier minuto de esta preciosa vida yo sintiera la fuerza y la puntería y la fe que se precisan para matar al dragón, al mío y al colectivo, sin descansar. Y además sonriendo.

Y eso hay que aprenderlo solo: nadie puede tener un orgasmo en tu lugar. Y la penetración en la gruta de tu tesoro personal equivale a tus sueños. Nadie puede soñar tu vida, aunque quieran hacértelo creer. Y ser feliz se elige. Y no hay nadie que no sea encontrado por las varas de medir que busca enamoradamente, si elige morir buscándolas.

Jung escribió nada más que la primera parte de El hombre y sus símbolos, y le encargó las otras a tres colaboradores y tuvo tiempo de revisar el volumen completo antes de morir. Pero siempre se sintió horriblemente incomprendido y eso no deja de ser horriblemente hermoso: trabajar como el salmón, para proferirlo en Calamaro.

La obra junguiana es vastísima y complicadísima y además allí no hay elegancia estilística ninguna y el día que le pedí Aion a Demian, por ejemplo, dudó un rato y después lo buscó en la biblioteca aclarando: Cuando no entiendas algo seguí de largo, nomás. Claro que un vallejiano o lezamiano o guimarâesrosano eso le importa un pito. Y además con el tiempo uno empieza a darse cuenta que era Jung mismo el que se entendía escribiendo.

Y el análisis de la correspondencia entre un varón y su ánima representada por una mujer de carne y hueso en forma espejismal es tan exacto que yo ya hace por lo menos una década que no puedo dejar de hacer la segunda lectura hermenéutica junguiana de una historia de amor: porque siempre da justo y sabés cuando ella es ánima y cuando es mujer real. Y esto no debe confundirse con las correspondencias edípicas señalizadas por Freud, que son brillantes y precursoras pero mucho menos amplias.

En lo que tiene que ver con el reverso, el encuentro del ánimus completador por parte de la mujer, la cosa es más compleja y la propia Pinkola Estés corrige a su maestro Jung sosteniendo que en la profundidad abismal de una loba hay una clarividencia logoica femenina y no fálica. Puede ser. Y si se los discutís, son capaces de hacerte sentar cabeza con más rapidez que Robespierre.

Tuve un alumno checo, que se llama Marek Sustak, y a veces su encantadora madre, Iva, que es diplomática, venía a buscarlo temprano y yo la invitaba a pasar a la trinchera estrellada y un día me entusiasmé y terminé conferenciando sobre los posibles resultados finales de la crisis de los cuarenta según Jung y recién aquella tarde aprendí a no verla en blanco y negro.

Entonces, rematé ya totalmente olvidado de que la clase del pobre chiquilín estaba interrumpida hacía un cuarto de hora, si aceptamos el abandono de la adolescencia eterna y creemos en el tesoro difícil de encontrar podemos terminar siendo viejos sabios y no viejos de mierda.

Y después de la carcajada de Iva, una mujer-muchacha de corazón enjoyadamente universal, Marek, que tendría once años, me sondeó como un simpáticvo verduguito rubio y sentenció: Bueno, algunas veces vos parece un viejo sabio.


12 / MOBY DICK

Cuando cumplí cincuenta años Daniel Biagioni, mi cuñado, un sociólogo excepcionalmente cultivado y que respeta mi catolicismo, me regaló Spinoza, el marrano de la razón, de Yirmiyahu Yovel, y entendí la neurosis de la modernidad.

El autor, además de profesor de filosofía en la Universidad Hebrea de Jerusalén, es fundador y presidente del Instituto Internacional Spinoza de Jerusalén. Y vale la pena copiar dos partes de la solapa para ganar tiempo: Esta obra ambiciosa y original presenta a Baruch Spinoza (1632-1677) como el mayor filósofo de la modernidad. Adelantándose a la laicidad, al surgimiento de la ciencia natural, a la crítica bíblica, al iluminismo, al estado liberal democrátco y con él, la disolución de los ghettos, Spinoza fundó su revolución filosófica en un nuevo principio que en este libro Yovel llama “la filosofía de la inmanencia” (…) En la segunda parte de esta obra Yovel analiza la influencia de Spinoza en los filósofos que lo siguieron y su papel en el surgimiento de la mentalidad moderna. Goethe, Kant, Hegel, Heine, Marx, Nietzsche, Freud y Einstein, cada uno a su manera y a veces sin ser conscientes de ello, compartieron con Spinoza, en lo esencial, la filosofía de la inmanencia, base única de toda norma social y política y única vía de redención huamana.

Y como acápite encontramos uno de los sonetos que Borges, el genio que no quiso ser feliz, le dedica a Spinoza: Bruma de oro, el Occidente alumbra / la ventana. El asiduo manuscrito / aguarda, ya cargado de infinito / alguien construye a Dios en la penumbra. / Un hombre engendra a Dios. Es un judío / de tristes ojos y de piel cetrina; / lo lleva el tiempo como lleva el río / una hoja en el agua que declina. / No importa. El hechicero insiste y labra / a Dios con geometría delicada; / desde su enfermedad, desde su nada / sigue erigiendo a Dios con la palabra. / El más pródigo amor le fue otorgado, / el amor que no espera ser amado.

En el capítulo 8 de la primera parte de estas confesiones categoricé a Don Quijote y a Moby Dick como los dos símbolos literarios más irreductibles a una sólida clarificación conceptual que conozco, pero acabo de releer las 447 páginas de mi subrayadísimo y anotadísimo libro de Yovel y ahora me arriesgo a definir metafóricamente a la indestructible y feroz ballena blanca como el símbolo de la fe en el Dios vivo que quiso matar quijotescamente Baruch de Spinoza.

Borges, un spinoziano converso, alaba al hombre engendrador de Dios mimetizándose con la astuta metodología de su maestro que, en lugar de religarse con las culturas religiosas que nos sustentan hace millones de años, las descartó dulcemente y además, desde su adolescencia eterna enferma de hechicería soberbia y su irredimible nada, las usó manipulándolas lingüísticamente, simulando prolongarlas.

Y a Yovel hay que leerlo, porque su explicación de los dobles y triples y cuádruples lenguajes que utilizó el cauto Spinoza pariente de los marranos humillados en la península ibérica y declarado hereje por el judaísmo ya en su juventud, no tiene desperdicio.

Se lo podría definir, sin embargo, rápida y caricaturescamente, como el discurso del lobo-abuela de Caperucita: una especie de maquiavelismo filosófico o barbarie ilustrada que habla igual que la víctima para poder comerse mejor la fe en un reino superior al terrestre inspirado por la revelación. Y además trata, deificando la materia desde el llamado tercer género de conocimiento, de sustituir al Hombre Nuevo resucitado por un refinadísimo geometrizador de las esencias eternas que le generan un bienestar casi místico y consolador de la irreversible mortalidad del alma.

Claramente, puntualiza Yovel, el tercer género de conocimiento es asunto de pocos. A las multitudes hay que domesticarlas con un amor tolerante aunque enérgico, y dejar que que subsistan y se sacrifiquen continentadas por la democracias laicas y las religiones inferiores. Vale decir: las pobres masas ignorantes jamás serán capaces de acceder al relampaguear de la nueva sabiduría. Triste mundo, maestro Georgie.

Y Spinoza pasaría a ser el profeta mayor, el verdadero elegido en lugar del admirable pero alucinado Jesús de Nazaret. Se acabó la prehistoria, y ahora nos guía el constructor de una religión de la razón capaz de ofrecernos el acceso al bien supremo: una resignada contemplación de la inapelable causalidad material o anaké que nos tiraniza desde el big-bang. Y a llorar al cuartito. El pueblo entretenido por la TV y el fútbol no desespera, y a nosotros el Dios-palabra nos sonríe con el minusválido nácar lunar que reverenciaron igual que a una hostia tanto Borges como Neruda.

Claro que no podemos triunfar del todo sin matar a Moby Dick, compañeros. Ahí está la maldita subversión.

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