(ADELANTO
EXCLUSIVO DE DOS FRAGMENTOS DE LA NOVELA
CRIMINAL QUE PUBLICARÁ LA EDITORIAL ADARVE EN EL CORRER DE 2019)
(En 1965 Albert Constant
regresa, desganado, a Martinica, consciente de la inutilidad de la
investigación que se ha comprometido a emprender, hostigado por su esposa. No
le interesa la venganza, si ya saldó sus cuentas con el prefecto que intentó
asesinarlo en el 50 en el patio de la Prefectura de Fort-de-France. Le salvó
entonces la vida una misteriosa llamada telefónica. A sus ojos, está resuelto
su problema personal, aunque todavía quedan algunas incógnitas que renuncia a
dilucidar, convencido de la opacidad del mundo que lo rodea. En resumen, no
cree en la posibilidad de nuevas revelaciones y se siente ridículo haciendo de
detective de pacotilla después de tantos años de ausencia de la isla. Los
descubrimientos vertiginosos que irá haciendo, para gran asombro suyo, sobre su
propio caso y el de otro compañero asesinado en circunstancias misteriosas, lo
dejarán sin aliento. Una lucha sin tregua por la verdad, y contra la impunidad,
lo enfrentará entonces, así como su entrañable amigo Ozana, a una maquiavélica
pareja —Clarysse Lambert, una criolla manipuladora, y Málaga, su exótico jardinero andaluz—, en el marco falsamente
bucólico de una plantación tropical.)
Cualquier semejanza con personas reales es
pura coincidencia
1.
Por
fin.
Contemplas
desde la terraza del bar el fuerte de granito hundiéndose lentamente en la luz
crepuscular. Los turistas apiñados a su pie comienzan a dispersarse por las
calles céntricas o se dirigen al embarcadero, en espera de la lancha que ha de
llevarlos al otro lado de la bahía. Regresan mustios a sus hoteles, arrastran
las sandalias sobre el asfalto tibio y las serpentinas deshechas, colmados los
ojos y los oídos de los últimos fulgores de la fiesta.
Es
Miércoles de Ceniza. Ya han empezado a quemar al monigote Vaval. Te asaltan de golpe
recuerdos de la infancia. Agridulces. Como todos los momentos que estás
viviendo actualmente y te llenan de insatisfacción. Tus padres se mostraban
reacios a que te colaras entre la multitud enardecida, pero con la complicidad
de Robertine, la vieja sirvienta del rodete trenzado, lograbas escurrírteles. Siempre.
Terminabas por reunirte, con disfraz o sin él, con las comparsas de
adolescentes que desfilaban delante de tu casa, agitándose como posesos. Y
te desgañitabas como el que más, al son de los tambores, libre por fin. Al
ritmo de los tambores de África, que emigraron a tu isla en tiempos
inmemoriales con los primeros esclavos, por mucho que se esforzaran por
olvidarlo tus padres. De puro aficionados a la cultura europea. ¡Y venga a
sacudir, frenético, la cabeza y los hombros!, a lo cafre —como solía
comentar tu madre disgustada.
Escudriñas
la gran ola blanca y negra que lo sumerge todo, imponiendo su ley austera :
retroceden los diablos rojos
de rabos revoloteantes, las máscaras gesteras consteladas de espejitos,
y hasta la lascivia campechana de los cuerpos sudorosos se va extinguiendo. Hoy
no te apetece nada. Manoseas nervioso tu jarra de cerveza, te comes desganado
el maní y las aceitunas que te han servido graciosamente. Gente simpática la de
este bar, no te apuran para que repitas el pedido. Hasta ti se elevan, al paso
de las últimas carrozas, los tenues aplausos de los turistas que aún
quedan. Te sonríes ante su decepción.
Con una pizca de malicia.
Ahuyentas
de un manotazo una voluta de humo que te roza la nariz. También tú te sientes defraudado.
No por el fin del carnaval, tenía que ser; ni por el brutal crepúsculo
tropical, tan previsible, tan rutinario,
que siempre sorprende a los europeos, sino por la inexplicable ausencia del
amigo. ¿Acaso no habíais quedado los dos en encontraros ahí arriba ?,
en la terraza del primer piso de acogedores sillones de mimbre, desde donde da
gusto otear la plaza de la Sabana, el viejo fuerte, esa bahía imperiosa de
aguas sosegadas, el Malecón, y rehacer tranquilamente el mundo. Como en
aquellos tiempos…
No
va a venir. No quieres ceder a la cólera, ni a ese asomo de rencor que ya
empieza a amargarte la boca. Ni te ha llamado por teléfono. Ya no sabes qué
pensar. Una inquietud sorda va sustituyendo poco a poco al mal humor. No
quieres apremiar a los amigos, acorralarlos, exigirles más atención de la que
pueden prestar. Últimamente todos parecen haberse vuelto indiferentes, sordos.
Te suena muy raro el comportamiento de Rol. ¿Será posible que quince años de
ausencia hayan borrado tan entrañable amistad, que este 65 no te depare más que
desilusiones? Te sientes abandonado, solo con tus problemas. Es la persona idónea, de esto no te cabe la
menor duda, para abrir la trocha, para que vayas avanzando por esa maraña, para
que termine todo rápido.
No
lo vas a llamar.
Ya
empiezas a sentir el haberles hecho caso a las extravagancias de tu esposa.
—¿Qué
es lo que esperas, hombre, para irte allá ? —no paraba de sugerirte, en un
tono que no tardó en pasar de incitativo a vehemente.
Con
un punto de agresividad incluso... quizás. Ya no estás seguro de nada, se desboca
injusta tu imaginación. Cierras de golpe los ojos. ¿Qué pintas tú aquí en
Fort-de-France, jugando al detective frente a la plaza de la Sabana ? Nada
transcendente hay que descubrir. Nimiedades, algunos detalles en los que no te importa
demasiado hurgar, y que Adriana infla desmesuradamente. Pero es que Adriana
ignora muchas cosas de tu vida pasada, es que eres muy parco de palabras, poco
propenso a compartir. Y hasta egoísta a veces. Ella está equivocada de buena
fe.
Haberte
quedado en París, gozando de la lenta explosión de la primavera en este
Jardin del Luxemburgo, al que dan las ventanas de tu despacho, al que
tienes gran apego. Casi tanto como a tu tierra antillana que reafirma ahora, imposible
zafarte, todo su poderío sobre ti.
Una
brisa salada sopla desde el mar. Esta vana espera te saca de quicio. No puede
ser. Ahora
te vas a retirar a tu hotel, a cuatro pasos del bar. A último momento te llama
la atención una cohorte de mujeres de arcilla, pintado todo el cuerpo con un
ocre suntuoso. Se van eclipsando poquito a poco por una calle del casco viejo.
Con aplomo y donaire, balanceando cadenciosamente sus formas orondas. Nunca
habías visto en los carnavales anteriores, ni oído hablar de semejante formación
femenina. ¿Será acaso un invento de las nuevas generaciones ? Echas una
mirada interrogativa a una joven pareja sentada a un metro de tu mesa,
enzarzada en una discusión cuyos ecos agrios te sobresaltan.
—Con
este cuentazo usted no engaña a nadie —suena la voz masculina, prepotente.
—Bájese
del burro, hombre, déjeme tranquila. Si ya estoy cansada de decirle que no soy
venezolana, ni cubana, ni de esos lugares que usted cree... ¿No me habrá
tomado, supongo, con la piel que tengo, por una canadiense ? Soy de aquí,
lo siento, tan martiniquesa como usted. ¿Cuándo es que lo va a admitir ?
¿Quiere que le repita otra vez dónde nací ? A cien metros de este bar. En
la calle Blénac.
La
joven te mira ahora implorando tu ayuda. Que se lo saque de encima ella sola,
con sus botincitos de cuero negro, ¡vaya ocurrencia!, que en su tierra natal la
hacen pasar por una extranjera.
—Bueno...
Usted no sabe lo que se pierde, señorita —le larga con insolencia el gigoló
decepcionado, renunciando bruscamente a sus inoperantes piropos garapiñados.
—Ni
usted tampoco —la muchacha sacude la cabeza con desdén.
Muy
bien, muchacha. Muy bien… Ya ves que no necesitabas a nadie para salir en tu
defensa. Con esta última salva le has bajado definitivamente los humos. Y
observas divertido al profesional derrotado que se retira zigzagueando. Tú
también estás por marcharte, pero te siguen subyugando extrañamente estas
mujeres de arcilla. La muchacha de los botincitos negros también se fija en ellas,
perpleja, sin moverse. Y en tus manos anchas de uñas cuidadas y venas
aparentes, de casi cincuentón, posa una mirada entre enternecida e insistente.
No. Eso no. No estás para escarceos amorosos, en esas trampas de principiantes
no vas a caer. Que se vaya ella de una vez. De todas formas aquí no vas a echar
raíces.
Tragada
por la noche violeta, la ondulante comparsa se ha desvanecido ya. Ocre como el
mamey, ardiente como el polvo que levantaban en tus años mozos tus zapatones de
soldado, junto a Roland Ozana, en las marchas de entrenamiento de la mili. Rol
y Albert, los dos cabezotas del regimiento, bajo el sol cortante de enero.
Arrastrando los pies, rompiendo deliberadamente la cadencia, llevando la
contraria a los mandatos de los jefes.
Mañana
lo llamarás. No se olvidan tan fácilmente las travesuras de la juventud, ni las
luchas en común de la edad adulta. De golpe te embarga la angustia. ¿Y si estuviera
Rol en un apuro, si fuera él de los dos el más necesitado de atenciones?
2.
Ya
habían pasado dos semanas. Catorce días inquietos durante los cuales Adriana,
pendiente del buzón, dio libre curso a su imaginación sedienta de novelerías.
Recibió una carta llena de vaguedades en la que Albert aludía apenas a lo que
había motivado su viaje a Martinica. Quedó perpleja, contrariada por lo que
consideraba una falta de consideración hacia su persona. Se sentía frustrada
una vez más en su aspiración a ser tomada en serio, escuchada, felicitada.
Esperaba agradecimientos y sólo le había llegado, un sábado, un feo sobre de esos
que desde hacía un tiempo solía usar su marido. Papel reciclado o algo por el
estilo debía de ser, tan desabrido como
ese cielo de París que la ponía de mal humor.
Decididamente,
por mucho que hiciera Adriana, Albert se mostraba cada vez más condescendiente
con ella y sus compañeros de trabajo, esa alegre cuadrilla de jóvenes actores teatrales
que frecuentaban su casa. No decía ni pío, los hacía pasar mecánicamente al
salón, y era tan desganada su acogida que algunos desistieron definitivamente
de visitar a su esposa. Se acostumbraron
a reunirse en las tascas y cafeterías del barrio, lejos de su mirada austera.
Sin
embargo, ¿acaso no era Adriana quien acababa de revelarle un dato capital
que él ignoraba hasta entonces, con el que pretendía deslumbrarlo ? Hacía como
quince años, en Martinica, habían intentado asesinarlo en el patio de la
Prefectura igual que a dos camaradas sindicalistas que lo iban acompañando. A
último momento, cuando se disponía a acudir a la cita, sonó el teléfono de su
casa. Le advirtió una voz femenina de la trampa que estaba a punto de cerrarse
sobre él. Precipitada, temblorosa, casi inaudible. Bruscamente se interrumpió
la llamada. Nunca logró identificar a la mujer a quien debía la vida. Y ahora era
Adriana quien le entregaba la clave del enigma en bandeja de plata.
Ella sabía, él no era tan sagaz
como se lo imaginaba
Adriana
salía de un importante mitin político en el que los oradores, desde una
imponente tribuna presidida por los principales integrantes de la diáspora,
habían defendido con entusiasmo la causa de la independencia de las Antillas y
de Guayana. Estaba sola, sin su esposo, retenido en casa por una gripe feroz.
Aturdida por las consignas, los aplausos, la euforia generalizada, la confianza
en el futuro. Cerraba la noche. Todos se iban dispersando bajo una llovizna
fría y sucia que desdibujaba los perfiles. Se encaminaba hacia la estación de metro
más cercana cuando oyó a sus espaldas unas pisadas apagadas.
—¿Señora
de Constant ?
Adriana,
sorprendida y halagada de que alguien la hubiese reconocido, aminoró
instintivamente el paso.
—Señora
de Constant... Lo van a matar.
—¿Pero
¿qué está diciendo usted ? ¿De quién está hablando, por favor? ¿Que me van
a matar a mí, a...? —replicó asustada a la anciana, que ahora caminaba a su par
y parecía andar con ganas de pisarle los talones.
—No
venga, lo van a matar —la miraba con una insoportable insistencia una mujercita
de como setenta años, machacando incomprensiblemente la lúgubre advertencia del
pasado. Adriana, alelada, creyó perder el sentido, le flaquearon las piernas.
Pese al frío, sintió que se le iba cubriendo la frente de un sudor pegajoso.
Resurgieron en un fogonazo las violencias y desmanes del pasado, la imagen
odiosa de la Prefectura de la que le había hablado prolijamente Albert en los
primeros meses de su matrimonio, cinco años después de fallecida su primera
esposa. El viejo dolor adormecido alzaba cabeza.
—Usted,
señora…
—Sí,
yo soy la que… Mire, no podía tolerar que a un muchacho tan joven, tan apuesto,
que era el señor Constant el más brillante de su generación, de nuestros
políticos… Para entonces todavía no era su marido, es cierto, pero da lo
mismo. Soy una madre, señora, soy cristiana… Morir a los treinta años un hombre
tan honesto, ¡no ! No podía ser... Sentí que debía intervenir, estaba en
mi mano avisarlo, evitar tal vez..., aunque
esto me trajera graves disgustos.
Y
bajando de repente la voz preguntó tímidamente :
—Al
mitin no ha asistido el señor Constant, ¿no es cierto ? ¿Estará
enfermo ? ¡Qué pena ! Cómo lo siento...
Adriana
asintió púdicamente con la cabeza. Las dos mujeres se pusieron a cubierto en un
café. Flotaba en el establecimiento un olor a colilla fría, mezclado con tufos
de fritanga, que se les agarró a la garganta. Empezaron a estornudar, pero caía
tan fuerte la lluvia que optaron por quedarse. Adriana, abatida, escuchó las
confidencias que la anciana iba destilando con voz entrecortada.
Estaba
de paso por París, se había enterado por casualidad de la celebración de un
gran mitin independentista a unas cuantas manzanas del piso de su hija. En la
calle Blomet. Ésa misma adonde, de joven, la había llevado su esposo a conocer
la efervescencia contagiosa del ragtime
y el boogie woogie en el legendario
«Baile negro» de los antillanos y africanos de París. ¡Qué época aquélla,
despreocupada, campechana, alocada !, tan diferente de estos años sesenta,
agitados, confictivos, reivindicatorios, dondequiera que se mirara. Entonces no
se abordaban abiertamente como ahora, en los periódicos y la radio, el derecho
de los pueblos, la dignidad del oprimido, la legitimidad de la descolonización,
temas serios todos ellos que la interesaban vivamente y la angustiaban al mismo
tiempo. No se atrevía a opinar.
De
golpe, trastornada, decidió asistir a ese mitin providencial. Tenía que
aprovechar a toda costa esa oportunidad que, bien lo sabía, no se le volvería a
presentar más. Se llegaría mal que bien, pese a la multitud, a los empujones, a
su falta de notoriedad, hasta el señor Constant ; le revelaría su
identidad, leería en sus ojos el estupor, le hablaría sin cortapisas, vaciaría
por fin el saco, segura de que en ese tipo de reunión no podía faltar el antiguo líder comunista. ¡Eran
tan duros aquellos años cincuenta que habían vivido los martiniqueses en la
isla, apenas recuperada de las privaciones engendradas por el maldito conflicto
bélico que había convulsionado a medio mundo! Jamás los olvidaría ella… ¡y
menos aún el señor Constant, que entonces por poco pierde la vida en su mismo
país en un triste patio de prefectura !
Al
día siguiente regresaría con Air France
a Martinica. Aunque no tenía ninguna responsabilidad en esa infamia, ninguna
culpa, como no fueran su discreción profesional y su excesiva sumisión a la
autoridad, que no había dejado de reprocharse desde aquella terrible mañana,
necesitaba con urgencia descargar la conciencia. Durante
más de quince minutos la señora de Constant, estupefacta, estuvo pendiente de
esos labios ajados por los sinsabores de la vida. Tomó de repente una
decisión : su marido tenía que salir a la mayor brevedad para Martinica,
contactar con su salvadora, escucharla a su turno con atención. Lo de las dos
voces entrelazadas, la gruesa y la untuosa, a las que en el café se había
referido con insistencia la ex empleada de la Prefectura, había que indagarlo,
cómo no. Él debía vengarse por fin. Adriana se fue exaltando mentalmente. Presionaría
a su esposo hasta sacarlo de la cama, le haría la maleta, lo metería en el avión.
No había peros ni peras. El matrimonio atravesó nuevamente una inquietante zona
de turbulencias.
Adriana,
que era colombiana y seguía desde Francia la agitada situación de su tierra
—sólo en sus ratos de ocio, a decir verdad—, alardeaba de sabia. La política no
tenía secretos para ella, la analizaba
tan bien como su esposo. Y en el caso específico de Albert, le
aconsejaba radicalidad. Enterarse y ponerse manos a la obra. No dejaba de
repetirle con la furia de la juventud, para retarlo : Veni vidi vici. ¿O es que sólo los romanos tenían estómago ?
Logró
su objetivo. Albert puso primero toda clase de reparos, pero dio finalmente su brazo
a torcer. Cada día sentía más cruelmente el abismo de quince años que lo
separaba de Adriana. A fin de cuentas, no le vendría mal una breve ausencia, un
break, como solían decir
despreocupadamente los jóvenes amigos de su esposa. Lo mismo pensaría
quizás Adriana, libre por fin de acostarse a horas muy avanzadas de la noche sin
tener que justificarse, de recibir a quien quisiera, de reír a carcajadas sin
ton ni son en el gran piso sin alma. De llevar esa vida bohemia que era para ella
la única apetecible. Estaba convencida, además, de haber ganado la
partida : Albert había doblado la cerviz.
Pero
contra toda previsión, las cosas tomaron un sesgo curioso. Desde Martinica su
marido le daba la cara, la provocaba, se quedaba inexplicablemente de brazos
cruzados. Continuaba la lucha sorda de los esposos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario