Psicoanálisis
del mito
CAPÍTULO II / LA INICIACIÓN
3 / LA MUJER COMO TENTACIÓN (3)
“Cuando era niña, San
Bernando de Claraval sufría de dolores de cabeza. Una joven vino a visitarlo un
día, para calmar sus sufrimientos con canciones. Pero el niño, indignado, la
envió fuera del cuarto. Dios lo recompensó por su celo, pues se levantó del
techo inmediatamente; ya estaba curado.
El viejo enemigo del
hombre, habiendo percibido que el pequeño Bernardo era de disposición tan
íntegra, se dedicó a poner trampas a su castidad. Cuando el niño, sin embargo,
instigado por el diablo, permaneció un día mirando por algún tiempo a una dama,
se ruborizó repentinamente y se introdujo en el agua helada de una fuente como
penitencia, hasta que se le helaron los huesos. Otra vez, cuando dormía, vino a
su lecho una joven desnuda. Bernardo, al enterarse de su presencia, cedió en
silencio la parte de la cama en que yacía y volviéndose hasta el otro lado
volvió a dormirse. Habiéndolo tocado y acariciado por algún tiempo, la infeliz muchacha
se sintió tan avergonzada, a pesar de su desvergüenza, que se levantó y huyó a
toda prisa, llena de horror de sí misma y de admiración por el joven.
Otra vez, cuando Bernardo
con algunos amigos había aceptado la hospitalidad del hogar de cierta rica
dama, ella, observando su belleza, fue arrebatada por la pasión de dormir con
él. Se levantó esa noche de su cama y vino a colocarse al lado de su huésped. Pero
él, tan pronto sintió a alguien cerca, empezó a gritar: ‘¡Ladrón! ¡Ladrón!’ Inmediatamente
la mujer huyó, todos en la casa despertaron, encendieron linternas, y todos
empezaron a buscar al malhechor. Pero como a nadie se encontró, todos volvieron
a sus camas y a dormirse, con la sola excepción de esta dama, que, incapaz de
cerrar los ojos, de nuevo se levantó, y se deslizó en el lecho de su huésped.
Bernardo empezó a gritar ‘¡Ladrón!, y de nuevo la alarma y las investigaciones.
Después de eso se expuso la dama por tercera vez a ser humillada de la misa
manera; de modo que finalmente abandonó su malvado proyecto, ya por temor o por
desaliento. Al día siguiente, los compañeros de Bernardo le preguntaron en el
camino por qué tenía tantos sueños con ladrones. Y él les contestó: ‘En verdad
tuve que rechazar los ataques de un ladrón, porque mi anfitriona trataba de
robarme un gran tesoro, y de haberlo perdido, nunca hubiera podido recobrarlo.’
Todo esto convenció a
Bernardo de que era cosa riesgosa vivir cerca de la serpiente. Por lo cual decidió
abandonar el mundo y entrar en la orden monástica de los cistercienses.” (42)
Ni siquiera los muros de
los monasterios, ni la lejanía de los desiertos, pueden proteger contra las
presencias femeninas. Porque en tanto que la carne del ermitaño se aferre a sus
huesos y se sienta tibia, las imágenes de la vida están alertas para trastornar
su mente. San Antonio, cuando practicaba sus austeridades en la Tebaida
Egipcia, era perturbado por alucinaciones voluptuosas perpetradas por demonios
femeninos atraídos por su soledad magnética. Apariciones de este orden, con flancos
de atracción irresistible y pechos que anhelan caricias, son conocidas a todos
los ermitaños de la historia. “¡Ah, bel
ermite bel ermite!... Si tu posáis ton doigt sur mon épaule, ce serait comme
una trâinée de feu dans tes veines. La posesión de la moindre place de mon
corps t’emplira d’un joie plus véhémente que la conquete d’un empire. Avance
tus lèvres…” (43)
Escribe Cotton Mather, de
Nueva Inglaterra, “El Desierto que atravesamos para llegar a la Tierra
Prometida está todo lleno de feroces serpientes aladas. Pero, bendito sea Dios,
ninguna de ella se ha aferrado a nosotros hasta el punto de confundirnos
totalmente. Nuestro camino al cielo pasa entre las Guaridas de los Leones y las
Montañas de los Leopardos; hay increíbles manadas de demonios a nuestro paso…
Somos pobres viajeros en un mundo que es tanto el Campo del Diablo como la
Cárcel del Diablo; un mundo en donde el Diablo ha acampado en cada rincón con
Bandas de Ladrones, para atacar a todos aquellos que tienen los rostros vueltos
hacia Sión.” (44)
Notas
(42) Ibid., CXVII.
(43) Gustave Flaubert, La tentation de Saint Antoine (La reina de
Saba).
(44) Cotton Mather, Wonders of the Invisible Worls (Boston, 1693), p. 63.
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