por Martin Puchner
Al principio, Anna
Ajmátova, la poetisa rusa, trabajaba en su poema de la manera habitual.
Componía siempre a mano, escribía los versos sobre el papel, después hacía
correcciones y quizás leía en voz alta los versos para ver si sonaban bien.
Normalmente hacía una copia en limpio y la enviaba a una revista, o la dejaba
aparte hasta completar todo un ciclo de poemas y luego acudía a un editor.
Antes de la Primera Guerra Mundial, había publicado varios volúmenes de esta
manera, con gran aclamación. En Rusia se había convertido en una afamada poeta
cuando todavía contaba veintipocos años, una elegante figura con chales largos,
pelo negro y un porte que delataba su origen aristocrático. En París conoció
a Amedeo
Modigliani, un pintor convencido de su éxito futuro, que se enamoró de ella. Este
había realizado algunos dibujos y pinturas de la joven Ajmátova que captaban
las líneas elegantes y rasgos distinguidos de la poetisa, a la que los críticos
no tardaron en llamar la Safo rusa.
Ajmátova se quedó
con uno de los dibujos de Modigliani y le concedió un puesto de honor en la
cabecera de su cama, pero su época de éxito en París hacía tiempo que se había
desvanecido. Ahora, a mediados de la década de 1930, mientras componía un nuevo
poema, ni siquiera le pasaba por la cabeza la idea de publicar: sencillamente,
el Estado no se lo permitiría. Desde que Martín Lutero pusiera de
manifiesto lo que se podía lograr con la imprenta, las autoridades habían
tratado de controlar a los editores y a los autores. Hacía tiempo que se
requería permiso para muchos proyectos editoriales y se obligaba a personas
como Cervantes a solicitar una licencia real. Sin embargo, estas licencias
podían esquivarse, como bien sabía Franklin cuando publicó una Biblia sin
permiso, y los libros podían imprimirse en el extranjero e introducir
ejemplares de contrabando en el territorio censurado, como hicieron Marx y
Engels. Fue en el siglo XX cuando por fin el Estado consiguió controlar la
prensa, por lo menos en algunos países. Provistos de un poder centralizado,
Estados totalitarios como la Unión Soviética y la Alemania nazi dominaban las
armas y la mano de obra, pero también contaban con un ingente aparato
burocrático para controlar a sus ciudadanos. Se crearon, tramitaron y
acumularon innumerables expedientes. La burocracia, desarrollada 5.000 años
antes con la invención de la escritura, se había convertido en una fuerza
global y arrolladora. Anna Ajmátova nunca se involucró en actividades
políticas, sin embargo, su voluminoso expediente policial tenía 900 páginas.
A sabiendas de que
el Estado no permitiría que su poema fuera publicado, Ajmátova continuó
escribiendo sin desfallecer, incluso en aquellos tiempos peligrosos. Después
del asesinato en 1934 de un destacado funcionario, los arrestos y las
ejecuciones se habían convertido en algo cotidiano. Nadie estaba a salvo
de las
garras de Guénrij Yagoda, el jefe de la policía secreta de Stalin, que
arrestaba a los enemigos potenciales del dictador, a viejos camaradas, a
cualquiera que pudiese albergar pensamientos de oposición o que simplemente
estuviera en el lugar equivocado en el momento equivocado. Yagoda arrastraba
también a los prisioneros que habían sido torturados para que confesasen sus pecados
a los tribunales donde se celebraban farsas judiciales convertidas en
espectáculos que sembraban el terror entre la población. Cuando el propio
Yagoda fue arrestado, el pueblo experimentó un pánico mayor: si ni siquiera el
jefe de la policía secreta estaba a salvo, entonces nadie lo estaba. Este
comisario fue rápidamente sustituido por alguien todavía peor si cabe, Nikolái
Yezhov, que dirigió el periodo más mortífero de la Gran Purga, hasta que
él mismo siguió la suerte de su predecesor.
Durante todo este
periodo, Ajmátova sabía que corría el riesgo de ser arrestada, porque desde la
ejecución de su anterior esposo con falsas acusaciones, ella estaba en el punto
de mira de las fuerzas de seguridad. El hijo de ambos también había sido
arrestado, liberado, vuelto a arrestar y torturado. En cualquier momento, la
policía secreta podía irrumpir en su apartamento y registrarlo, y un solo verso
de su poesía, el verso equivocado, podía ser motivo suficiente para arrastrarla
ante un pelotón de fusilamiento. Por esta razón memorizaba cada fragmento del
poema tan pronto como lo terminaba y a continuación quemaba el papel en el que
lo había escrito.
Ajmátova estaba
especialmente expuesta porque la Unión Soviética era un Estado totalitario que
mostraba gran interés por la poesía. La temprana fama de la poetisa se
remontaba a la época anterior a la revolución rusa, hecho que la convertía
ahora en sospechosa como escritora de otro tiempo, aunque nunca hubiera sido
tradicionalista. Junto con su primer marido y un grupo de jóvenes artistas de
ideas afines, había fundado un movimiento, el acmeísmo, que trataba de acabar
con la oscura poesía simbolista de finales de siglo y reemplazarla por otra con
un lenguaje más sencillo y claro (es posible que el término “acmeísmo” se
inspirase en el nombre de Ajmátova). (...)
Tras memorizar y
quemar el poema, para que este pudiera existir tenía que ser compartido y
anidar en la mente de otros
Los líderes de la
revolución rusa sabían perfectamente que su propia revolución se había gestado
a través de textos clandestinos como El manifiesto comunista, y que este texto
se había filtrado en el mundo del arte, inspirando movimientos literarios y
artísticos revolucionarios. León Trotski, el líder intelectual de la revolución
rusa, había encontrado tiempo para escribir Literatura y revolución, un libro
sobre los nuevos movimientos literarios en el que atacaba a Ajmátova, que
apenas tenía 30 años, tachándola de obsoleta. (...) Tras la muerte de Lenin en
1924, Stalin logró consolidar su poder forzando
a Trotski al exilio, pero conservó el interés de este último por la poesía y siguió la
pista de las actividades de Ajmátova (la suya no era la única poesía que leía,
uno de sus favoritos era Walt Whitman). Ser objeto de la atención de Stalin era
un arma de doble filo, porque, por un lado, cuando el hijo de Ajmátova fue
arrestado en 1935, ella pudo escribir a Stalin directamente y suplicar por su
vida. Para su sorpresa, su hijo fue liberado. No obstante, por otro lado, el
interés de Stalin restringió drásticamente su capacidad de escribir y publicar.
Resultó que un Estado obsesionado con la poesía era peor que un Estado
indiferente a ella.
Para una poeta como
Ajmátova, la poesía era peligrosa pero al mismo tiempo necesaria, porque le
permitía canalizar la tristeza, el temor y la desesperación de un pueblo entero.
Escribió un nuevo poema titulado Réquiem, en el que en vez de contar
directamente una historia, porque los años de Stalin fueron demasiado
aplastantes, demasiado incomprensibles, demasiado incoherentes, Ajmátova
ofrecía fugaces instantáneas, unas pocas líneas de diálogo aquí, un incidente
recordado allá, reducido todo a una frase o una imagen que convertía la
historia en un lienzo de momentos minuciosamente elaborados. El fragmento más
revelador habla de mujeres, madres y esposas, que acudían a diario a las
puertas de la prisión y aguardaban para saber si sus seres queridos habían sido
ejecutados o exiliados. “Quiero enunciar los nombres de aquella muchedumbre
—escribió Ajmátova sobre aquellas mujeres—, pero se llevaron la lista y ahora
está perdida”.
El poema que iba
creando estaría a salvo mientras Ajmátova memorizase cada fragmento y después
lo quemase, pero solo sobreviviría si ella sobrevivía. Para que el poema
pudiera existir, tenía que ser compartido y anidar en la mente de otros. Con
suma precaución, Ajmátova reunió a sus amigas más íntimas, no más de una docena
de mujeres, y les leyó el poema una y otra vez hasta que se lo aprendieron al
dedillo.
Extracto de El poder de las historias,
de Martin Puchner, que publica Crítica el 26 de febrero. Puchner es catedrático
‘Byron and Anita Wien’ de Teatro y profesor de Literatura Inglesa y Literatura
comparada en Harvard.
(El País España / 25-2-2019)
(El País España / 25-2-2019)
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