domingo

ROSALÍA DE CASTRO - CANTO DESESPERADO A LA LIBERTAD

por Carlos Javier González Serrano
Aunque la actividad de Rosalía de Castro –nacida en un arrabal de Santiago de Compostela “de padres incógnitos” (como leemos en su partida de bautismo)– fue propiamente literaria, podemos rastrear en ella numerosos trazos de un pensamiento unitario que, si bien no desarrolló de manera sistemática, puede explicitarse tras la lectura de sus obras. Tanto su biografía como las líneas que compuso son un canto –a veces angustioso y triste, a veces exaltado, casi rabioso– a la libertad: a la libertad del pueblo oprimido, a la libertad de la mujer recluida a los quehaceres domésticos, a la libertad, en fin, de ser quien uno está llamado a ser, disponiendo de las herramientas necesarias para ello.

En un artículo que tituló “Lieder” (Rosalía fue una lectora voraz de Heine y Hoffmann), publicado en El Álbum del Miño hacia 1860, tras la cruenta guerra de África que devolvió a España un ejército triunfante entre gritos patrióticos, escribía la gallega este fragmento que merece la pena reproducir íntegramente, en el que se reivindica una libertad que muchos se habían olvidado de pregonar:

Sólo cantos de independencia y libertad ha balbuceado mi labio aunque a mi alrededor hubiese sentido, desde la cuna ya, el ruido de las cadenas que debían aprisionarme para siempre, porque el patrimonio de la mujer son los grillos de la esclavitud. Yo, sin embargo, soy libre, libre como los pájaros, como las brisas, como los árabes en el desierto y el pirata en el mar. Libre es mi corazón, libre mi alma, y libre mi pensamiento que se alza hasta el cielo, y desciende hasta la tierra, soberbio como Luzbel, y dulce como una esperanza. Cuando los Señores de la tierra me amenazan con una mirada, o quieren manchar mi frente con una mancha de oprobio, yo me río como ellos se ríen, y hago, en apariencia, mi iniquidad más grande que su iniquidad. En el fondo, no obstante, mi corazón es bueno, pero no acato los mandatos de mis iguales y creo que su hechura es igual a mi hechura, y que su carne es igual a mi carne. Yo soy libre. Nada puede contener la marcha de mis pensamientos, y ellos son la ley que rige mi destino.
Rosalía de Castro fue una escritora pertinaz y constante, a pesar de que hayamos perdido muchos de sus textos tras la orden, declarada por ella misma a sus hijos poco antes de su muerte, de destinar al fuego numerosos escritos (cartas, diarios, poemas, etc.). Podemos referirnos brevemente al que quizás constituya el núcleo más esencial de su concepción vital: me refiero a Follas novas, u Hojas nuevas, publicadas por vez primera en Madrid en 1880, cinco años antes de su fallecimiento. La obra se encuentra dividida en cinco libros que, a su vez, pueden disociarse en dos partes bien diferenciadas (más un hiato unitivo): mientras que los dos primeros expresan con una asombrosa sinceridad –colmada de una calmada severidad– sus sentimientos más íntimos y su oscura percepción de la existencia, los dos últimos ponen de relieve el carácter social de su comprometida poesía (destacan, como temas centrales, la forzosa emigración del pueblo gallego y el sufrimiento de la mujer, siempre supeditada a la vida marital). En medio de ambas partes, un libro intermedio funciona como nexo entre las vertientes personal y social.
Si bien Rosalía hizo suyo el nihil novum sub sole del Eclesiastés con versos inmortales, pues “Bien sé que no hay nada / nuevo bajo este cielo, / que antes otros pensaron / las cosas que ahora yo pienso. / Y bien, ¿para qué escribo? / Bueno, porque así somos, / reloj que repetimos / eternamente lo mismo”, la autora gallega reintroduce ese “lo mismo” en su producción, un “lo mismo” que la humanidad grita a cada instante, un estertor que lucha por la libertad y la igualdad, y que siempre, a fin de cuentas, es desoído.

Sin embargo, sus fuerzas nunca desfallecían, su ahínco siempre se mostraba irreverente, tozudo, dolorosamente suave. Como leemos en unos versos de En las orillas del Sar: “¿Es verdad que todo / para siempre acabó ya? / No, no puede acabar lo que es eterno, / ni puede tener fin la inmensidad“. Dos dimensiones, la meramente terrenal y la eterna, que en Rosalía pujan por un dominio quizás imposible de alcanzar: el de una particular libertad que no lucha por enaltecerse, que no estriba en la obtención de una huera supremacía, sino que busca la voluntad de poder ser uno mismo, de valerse de las propias fuerzas para constituir y construir el propio destino.

Su primer libro de poemas publicado fue La flor (lleno de ecos románticos provenientes del influjo de Espronceda), en 1857, un año después de establecerse en la madrileña calle Ballesta junto a una familiar. En esta ciudad, que tantos contrastes le comunicó al compararla con la por entonces angosta y asfixiante Santiago, conoció al periodista y erudito Manuel Murguía, con quien contrajo matrimonio en 1858 en la iglesia de San Ildelfonso. Rosalía fue siempre presa de una endeble salud, aunque su fuerte carácter le hizo recobrar fuerzas ante la adversidad. Así describía nuestra protagonista su estado de ánimo en el poema “¿Qué tiene?”:

Siempre un ¡ay¡ plañidero, una duda, / un deseo, una angustia, un dolor… / Es unas veces la estrella que brilla, / es otras tantas un rayo de sol; / es que las hojas de los árboles caen, / es que brota en el campo la flor, / y es el viento que silba; / y es el frío, es el calor… / Y no es el viento, no es el sol, ni es el frío; / no es…, que es tan sólo / el alma enferma, poeta y sensible, / que todo la lastima, / que le duele todo”.
En Follas nuevas distinguimos la voz más personal de la autora, donde es fácil reconocer el influjo germanista de Heine (brevedad, concisión e importancia y supremacía en la escritura de la subjetividad del escritor). El yo poético cobra así especial fuerza en esta obra maestra de Rosalía: “Ninguno tuerce el poder de sus destinos / infaustos o benignos; / ni a ninguno le es dado / renegar de su hado. / Sólo vence quien espera… / Vuelve a vivir y espera resignado“. En esta joya literaria, aún poco celebrada en el ámbito académico y cultura español, Rosalía recoge el sentir gallego y nacional de la época, tan impregnado de sincero pesimismo (“¡Ay!, la tristeza -suspiraba la autora-, musa de nuestros tiempos”). Como Rosalía explica en el prólogo, considera Follas novas como un reflejo de “la perenne melancolía” que envuelve la obra, “que algunos tendrán, no sin razón, como fatigosa y monótona”. Pero, escribe la resignada autora, “las cosas han de ser como las hacen las circunstancias, y si yo no pude nunca huir de mis tristezas, mis versos menos”.

Resulta inútil renegar o intentar huir de la particular oscuridad a la que los seres humanos se hallan emplazados en distintos momentos de su vida. Una oscuridad que narra nuestros más hondos deseos y aspiraciones, pero también las más dolorosas penas y vivencias; un contraste que escuchamos en los versos de Rosalía con notable frecuencia: “En vano la vista con temor en lo oscuro / sin cesar vaga; / uno tras otro, instantes silenciosos / pasando van, y silenciosos llegan / otros detrás, en la eternidad cayendo / cual cae el grano en la moledora piedra, / sin que el porvenir velado a los mortales ojos / rompan las pesadas nieblas”.

Pero es esa misma lacra anímica la que, a la vez, nos empuja a persistir en una existencia que en muchas ocasiones parece poner todo en nuestra contra. No podemos luchar contra el omnipotente Destino, que trenza sus lazos con una áspera y resistente soga. Como leemos en uno de sus textos narrativos, El primer loco, “vamos en busca de lo nuevo porque no nos ha satisfecho ni llenado lo que hemos ido dejando atrás; porque hay una fuerza interior que nos impele a ir más lejos, siempre más lejos, en busca de aquello a que aspiramos, de nuestra otra mitad, del complemento de nuestro ser”. Pues al fin, con tintes que preconizan a Unamuno, se pregunta Rosalía: “¿Quién que haya de morir no quiere morir esperando?”.

El tono íntimo y lo desgarrado de sus versos expresan con fuerza la desesperanza que, sin embargo y finalmente, trae esa espera. Rosalía murió rodeada de los suyos, expresando con sus últimas palabras su deseo de ver el mar. La autora gallega pensaba que ni siquiera esa muerte, el fin ora temido, ora esperado, podría traer la felicidad o el descanso, pues deja tras de sí un dolor sin igual en quienes aman al que se despide. Así, escribía en Follas novas: “Y para siempre ¡adiós cuanto quería! / ¡Qué terrible abandono! / Entre cuantos sarcasmos / hay, ha de haber y hubo, / no vi ninguno que abata más a los vivos / que el de la humilde quietud de un cuerpo / muerto”.

Ya ni rencor ni desprecio, / ya ni temor de mudanzas; / tan sólo una sed…, una sed / de un no sé qué, que me mata. / Ríos de la vida, ¿dónde estáis? / ¡Aire!, que el aire me falta. // -¿Qué ves en ese fondo oscuro? / ¿Qué ves, que tiemblas y callas? / -¡No veo! Miro, cual mira / un ciego la luz del sol clara. / Y voy a caer allí donde / nunca el que cae se levanta.
Una de las más egregias literatas de la historia de las letras españolas y universales, acaso la más grande en lengua gallega, que nos deja en sus obras, a través del sabio ejemplo, de un cadencioso y templado magisterio y de una poética tan maravillosa como doliente, una práctica para encontrarnos y convivir con esa “negra sombra” a la que tantas veces cantó. Rosalía de Castro nunca rindió sus armas frente a la adversidad(frente a las infidelidades del marido, frente a las necesidades económicas cuando debía hacerse cargo de una familia numerosa, frente al desprecio de quienes veían en ella una mujer soberbia con aires de grandeza, frente a los poderes establecidos, frente al machismo imperante, frente a los oligarcas que arrebatan las tierras a quienes las cultivan, y en fin, frente a todo atisbo de injusticia). Y es que, “¿qué le importa el mundo a quien tiene la eternidad?”


(El vuelo de la lechuza)

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