domingo

JUAN DE MARSILIO - ACERCA DEL NEGOCIO (POEMA POR SUEÑOS Y PESADILLAS)



I

Me sueño bastante a menudo
-varias noches al mes-
recorriendo pasillos
de un laberíntico supermercado.
De cada objeto que tomo
me horroriza el precio,
tanto que el carro que arrimo a la caja
-tras cola de varias decenas de prójimos-
pesa muchísimo
de tan poco que lleva.
Cuando voy a pagar,
saco de mis bolsillos
puñados y puñados de billetes de esos
de jugar al banquero en las tardes lluviosas,
cuando mi hija era niña.
Sudo aterrorizado
por los insultos que recibiré
y preparo el trasero,
pues me echarán a patadas.
Sin embargo,
la cajera
-sonrientísima-
me acepta los billetes,
agradece la compra
y en dólares flamantes me da el vuelto.

Sé al despertarme
que la parte de la caja
es lo más cierto
y más horrendo de la pesadilla.

II

Me sueño a veces en miseria tal
-material y moral-
que desesperado
me instalo en el atrio de la catedral,
con gafas oscuras y bastón blanco,
a pedir limosna,
sacudiendo muy fuerte una lata con cinco monedas,
que continúan siendo cinco
por varias largas horas,
hasta que una señora de aspecto humildísimo
pone un billete de dos mil pesos
a que les haga compañía, creyendo
que no
la puedo
ver.

Don Dámaso Antonio me mira adusto.

Lloro de gratitud,
de rabia y de vergüenza,
hasta que me doy cuenta
que estoy ciego de veras.

Me despierto entonces,
sudando y con taquicardia.

Al día siguiente
el oftalmólogo de guardia me tranquiliza:
mi glaucoma
sigue bajo control y casi seguro
antes fallezco octogenario largo
que ciego.

Mientras tanto,
la montaña
de facturas impagas
sigue amenazando
con tocar el cielo.

III

He soñado una noche
-este sueño lo tuve
nada más una vez-
que era muy pero muy millonario
e invitaba a cenar
-flor de banquete-
a otros cinco o seis ricos como yo.

Cada pocos minutos mandaba
un sirviente al portal a que viese
si no había un leproso pidiendo limosna,
para darle algo rico de comer.

La respuesta era siempre negativa.

Me iba poniendo cada vez más triste
y más enojado con Dios por vedarme
el camino a los Cielos
que se expone con toda claridad
en el Evangelio
según
San
Lucas.

Desperté con tiempo justo
de vomitar en el inodoro
la cena,
que sin haber sido opípara,
había sido con creces
copiosa.

Al día siguiente comí
con ejemplar moderación.

IV

Me sueño en el atrio de un templo.
Sueño en mi mano derecha una bolsa
con treinta monedas de plata.
Sueño en mi pecho
enorme vergüenza por algo,
asco infinito de mí.
Con rabia y horror y sonrojo
arrojo al pavimento la bolsa, como si
quisiera desprenderme de mí mismo.
Oigo las monedas
golpear contra la loza,
rodar,
chocar entre sí,
caer y callarse.
Giro para irme
pero a los pocos pasos recapacito,
regreso y me agacho a juntar al tanteo
los treinta denarios
pero recupero
nada más veintiocho.
Tras andar cabizbajo y nervioso por varias callejas oscuras,
voy a dar a la puerta de la ciudad.
Me salgo al campo. Veo
árboles a la vera del camino.
De cada rama cuelga una culebra,
y a mi paso se enlaza cada cual sobre sí,
como ofrecida para que me ahorque.

Despierto muy convencido
de reclamar al día siguiente
un sustancial aumento en mi salario
(y con cierta sospecha de que
no voy a ser un ápice más feliz,
incluso si la respuesta
fuese afirmativa).

V

A veces, cuando sueño,
sueño que tengo absoluta conciencia
de que estoy soñando.
Lo disimulo,
no sea que al revelarles
su inexistencia real a mis personajes
ellos me desafíen a que les pruebe
la verdad de mi propia existencia,
o peor,
se enojen y me golpeen con tal furia
que deba yo quedarme sin ir a trabajar
por varios días hasta reponerme, con los consiguientes
perjuicios económicos.

VI

¿Nunca les ha pasado
soñar y ser en el sueño
varios personajes?

Sueño a veces
un palacio real en invierno,
los jardines cubiertos de nieve
y una turba rebelde
embistiendo las rejas.

Sueño que soy el líder de los insurrectos,
un muchacho educado y sensible,
que sufre por cada uno de los hombres
que conduce a la muerte.
Pero le encuentro la vuelta
para justificarme
porque la cosa es en pro
de fines superiores.

Soy también
un soldado raso
de la guardia, que tira mecánicamente
porque es lo que toca.
Como al pasar me doy cuenta
que los más de mis atacantes
visten ropas humildes y raídas,
iguales a las que
vestía yo mismo cuando era
civil.

De pronto soy un anónimo de la multitud.
Tiro de los barrotes
como si pudiese
descuajarlos yo solo.
Se siente maravilloso
todo ese poder
que creo tener y no tengo.

Luego
soy
el rey.
Por la ventana
contemplo, calmado, los hechos,
atento a los dos deberes
que el momento me impone:
no dar a mi guardia
orden de rendirse
antes de las veinte bajas
(sería deshonroso; Dios se apiade
de los caídos de uno y otro bando)
y no abreviarme el regio trago amargo
por medio del suicidio.

En esa parte del sueño
me acuerdo, con algo de envidia,
de mis primos prudentes que abdicaron a tempo,
y han de seguir viviendo cómodamente
de sus rentas,
en Suiza.

VII

Sueño por las noches
otra Montevideo
de lo más diferente
a la que vivo en vigilia.

Hay entre varios de sus barrios altas,
ásperas cordilleras.
Si uno trata
de de llegar a una calle paralela
a veces la distancia
-contra todo pronóstico:
eran dos o tres cuadras
en el mapa
de la memoria-
parece volverse infinita.

Despierto y en las aulas donde me gano el pan
hay algunos alumnos
que sospecho provienen
de la ciudad que sueño por las noches:
las palabras recorren
distancias desmesuradas
y terminan perdiéndose muchas veces,
sin alcanzar la comprensión.

Cuando el timbre nos llama al recreo,
no siento ni de lejos el mismo alivio
que me procura el despertador
cuando me devuelve
a mi ciudad, la diurna

Tendré un día de estos
que hacerme de coraje
y preguntarles a los muchachos
cómo lo viven ellos.

(Temo que me respondan
que ya me han asumido
con esa incómoda resignación
con que se acepta algunas pesadillas,
poco angustiosas pero persistentes).

VIII

Sueño a veces
-casi despierto, casi
cuando está por sonar el despertador-
alguna
pequeñez de la infancia,
con precisión maniática
en el realismo de los detalles
y con una adictiva dulzura
en el sentimiento que me produce.

Suena el despertador y la pesadilla
es tener la absoluta seguridad
de que no ir al trabajo para zambullirme
de nuevo en el sueño tendrá consecuencias
que no podré soportar.

IX

Suelo soñar que estoy
en mi sesión de terapia.

Por la soltura que tengo
para contarle mis sueños al psicoanalista,
colijo que llevo años
en el asunto.

El profesional me escucha,
en apariencia concentrado,
tomando notas en su libretita.

Cada pocos minutos dice "Ahá"
pero no me revela lo que le revela
sobre mí lo que cuento haber soñado.

A la hora de terminar,
pago por la sesión
y, con no poca vergüenza,
le comunico a mi terapeuta
que andaré un tanto escaso de dinero
por cosa de dos meses,
por lo que le propongo
pagarle luego juntas siete u ocho sesiones.

El hombre me mira un momento
y con voz bondadosa me dice
que eso sería contraproducente
para mi proceso,
pero que no me preocupe,
porque, con toda seguridad,
estoy ingresando a un periodo
de sueños irrelevantes
y que en dos meses nos vemos.

Despierto preguntándome
qué significará lo que he soñado.

X

Luego de los cincuenta
he comenzado a soñar a menudo
-cada dos o tres meses, más o menos-
que asisto en plan fantasmal
a mi propio velatorio.

La muerte me sienta bien:
sé que tras despedirme de los mios
-es un decir: no pueden
ni verme ni oírme
pero no me angustia-
he de partir a sitio
donde lo peor que podrían hacerme
sería justicia,
así que yo, tranquilo.

Todos están más o menos dolidos de veras
pero
salvo, como es natural, mi mujer y mi hija,
todos los grupos alternan
en su charla el elogio al difunto
y los asuntos usuales,
esos de seguir viviendo.

Conversan, sobre todo, de trabajo.
Pero yo, tranquilo:
tonto el que no sepa, si ya es mayor,
que el muerto al hoyo y el vivo al bollo.

Y el bollo es tantas veces tan insulso
que es necesario el miedo de la muerte
para que al menos por un rato
parezca un poco más apetecible.

XI

Soñé y en mi sueño sabía que estaba soñando.

Plácida y fácil y dulce
era mi vida soñada,
tanto que casi quise
querer que el sueño me guardase para
ya no soltarme más.

Quise casi querer pero no quise:
juzgué caro el impuesto de abolir la conciencia
que ese reino ficticio me hubiese cobrado
de haber podido yo optar
por hacerme súbdito.

Desperté.

Arduo fue fabricarme la sonrisa
(y sin embargo, la sonrisa fue).

XII

Amanezco,
que no es poco,
dicho sea
para gloria
de Dios.

Pese a los malos agüeros de mis pesadillas,
saldré a mis trajines,
iré a mis labores,
llevando en el pecho
ciertas esperanzas,
que al final del día
habrán resultado ciertas,
al menos en parte.

También las mañanas que siguen a noches de soñar deleitoso
parto a lo mío,
llenas las manos de ganas
de amasar barro cierto
-"y si soñamos fue con realidades",
escribía un poeta,
con no poca razón.

XIII

Poco después de cumplir los cuarenta
comencé a soñar con cierta regularidad
que, sentados a una mesa
de un viejo café del centro,
charlamos largo rato
con un queridísimo amigo,
cuya identidad no logro
discernir en estado de vigilia,
pero en el sueño somos como hermanos

La charla se vuelve profunda,
unos dos o tres whiskys.
Hablamos sobre la vida.
Dice mi amigo algo así como que
la vida en sí misma no tiene valor,
basándose en el hecho de que nos la dan
sin cobrarnos por ella al nacer
y tampoco nos pagan cuando nos la quitan.

(Carson McCullers ocupa sin duda un lugar preeminente
entre las lecturas de mi buen amigo;
lo raro es que en mi sueño
ya le escuchaba esgrimir tal argumento
más de diez años antes
de leer "La balada del café triste".
Cosas raras que pasan en sueños.)

Trato
de refutarlo en sus términos,
diciéndole que es necesario
que estemos vivos para producir
las cosas que se compran y venden por dinero,
de lo que se desprende que la vida
debe tener algún
valor económico.

Añado
que estoy convencido
de que la vida vale para Quien nos la da,
y que en Él continúa tras la muerte.

Alguien
te sacó de la nada -le digo-
y me cuesta creer que valgas nada
y que a la nada vayas a volver.
El dinero no juega en el asunto
ningún papel determinante pero
este es nuestro negocio principal.

Entonces me despierto.

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