domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (85)


BURLA-LA-MUERTE (3 / 21)

La señora de Nucingen estaba en el baño, y Rastignac la esperó en el gabinete con esa impaciencia propia de un joven ardiente que ambiciona tomar posesión de una amada que ha sido objeto de dos años de deseos. Esta clase de conmociones no se repiten dos veces en la vida de los jóvenes. La primera mujer, realmente mujer, a la que se adhiere un hombre, es decir, la que se presenta con todo el esplendor de los ornamentos que exige la sociedad parisiense, esta no tiene nunca rival. El amor en París no se parece en nada a los demás amores. En este país una mujer no debe satisfacer únicamente el corazón y los sentidos, y sabe perfectamente que tiene mayores obligaciones acarreadas por las mil vanidades de que se compone la vida. Allí es donde el amor de muestra esencialmente jactancioso, descarado, gastador, charlatán y fastuoso. Si todas las mujeres de la corte de Luis XIV envidiaron a la señorita de Vallière el arrebato de la pasión que hizo olvidar a aquel príncipe que los encajes de sus mangas costaban mil escudos para facilitar al duque de Vermandois su entrada en la escena del mundo, ¿qué se puede pedir del resto de la humanidad? Sed, jóvenes, ricos y nobles: sed más si podéis, y cuanto más granos de incienso queméis ante vuestro ídolo, más favorable os será. El amor es uan religión, y su culto debe costar más caro que el de todas las religiones; pasa pronto, y pasa como niño travieso que deja huellas en sus pasos por sus devastaciones. El lujo del sentimiento es la poesía de las buhardillas. Sin este sentimiento, ¿qué sería del amor? Si hay excepciones de estas leyes draconianas del código parisiense, se encuentran en la soledad, en las almas que no se han dejado arrastrar por las doctrinas sociales, que viven cerca de algún manantial de agua clara y fugitiva, pero incesante, y que, fieles a sus verdes sombras y felices de poder escuchar el lenguaje de lo infinito, escritos para ellas en todas partes y en su propio corazón, extienden pacientemente sus alas compadeciendo a los de la tierra. Pero Rastignac, como la mayor parte de los jóvenes que han gustado de antemano las grandezas, quería presentarse armado en la lid del mundo, sentía su fiebre, y se creía tal vez con fuerzas para dominarlo, aunque no conocía los medios ni el objeto de su ambición. A falta de un amor puro y sagrado que tiene la vida, esta sed de poder puede ser una buena cosa, y basta para ello con despojarse de todo interñes personal y proponerse la grandeza de un país. Pero el estudiante no había llegado aun a esa edad en que el hombre puede contemplar el surco de su vida y juzgarla. Hasta entonces no había sacudido por completo el encanto de las frescas y suaves ideas que rodean como follaje a la juventud de los hombres educados en provincias. Había dudado continuamente en franquear el Rubicón parisiense, y a pesar de su ardiente curiosidad, seguía conservando algunas preocupaciones de la vida feliz que hace el verdadero hidalgo en su castillo. No obstante, sus últimos escrúpulos habían desaparecido la víspera cuando se había visto en su habitación. Gozando de las ventajas materiales de la fortuna, como gozaba hacía tiempo de las ventajas morales que procura el nacimiento, se había despojado de su piel de provinciano y se había establecido complacientemente en una situación desde la cual descubría un hermoso porvenir. Y mientras esperaba a Delfina, cómodamente sentado en aquel bonito gabinete que se parecía un tanto al suyo, se veía ya tan lejos del Rastignac llegado a París, que se preguntaba si se parecía a sí mismo.

-La señora está en su cuarto -fue a decirle Teresa, haciéndolo estremecer.

Eugenio encontró a Delfina tendida sobre un sofá en el rincón del fuego, fresca como una rosa.

-¿Conque ya estamos aquí? -le dijo ella con emoción.

-¿A que no sabe usted lo que le traigo? -dijo Eugenio sentándose a su lado y tomándola del brazo para besarle la mano.

La señora de Nucingen dio muestras de alegría al leer la invitación, fijó en Eugenio sus ojos y se abrazó a su cuello llevada de un delirio de vanidosa satisfacción.

-Y ¿es a usted (a ti -le dijo al oído-; pero Teresa está en mi tocador y debemos ser prudentes), es a usted a quien debo esta dicha? Sí, me atrevo a llamarla dicha. Obtenida por usted, ¿no es algo más que un triunfo de amor propio? Nadie ha querido presentarse en ese mundo. En este momento tal vez me encduentre usted ligera, pequeña y frívola como una parisiense; pero piense usted, amigo mío, que estoy dispuesta a sacrificárselo todo, y que si deseo más ardientemente que nunca frecuentar el barrio Saint-Germain, es porque usted lo frecuenta.

-¿No opina usted que la señora de Beauséant cuenta con no ver al barón de Nucingen en su baile? -dijo Eugenio.

-Es claro -dijo la baronesa devolviendo la carta a Eugenio-. Esas mujeres tienen el genio de la impertinencia; pero no importa, iré. Mi hermana tiene que ir también y sé que se prepara un traje delicioso. Eugenio -le dijo en voz baja-, Anastasia va para disipar espantosas sospechas. ¿No sabe usted los rumores que corren? Esta mañana vino Nucingen a decirme que ayer se hablaba mucho de ella en el círculo con gran descaro. ¡Oh, Dios mío, de qué poco depende el honor de las mujeres y de las familias! Me he sentido atascada y herida en mi pobre hermana. Según ciertas personas, el señor de Trailles ha firmado letras por valor de cien mil francos y, como han vencido, iba a ser perseguido. En esta situación se dice que mi hermana vendió sus diamantes a un judío; aquellos hermosos diamantes que le ha visto usted y que provienen de la madre de Restaud. En fin, hace dos días que no se habla más que de esto, y pienso que Anastasia desea atraerse todas las miradas en casa de la señora de Beauséant presentándose con todos los diamantes. Pero yo no quiero quedar por debajo de ella, porque siempre ha querido rebajarme y nunca ha sido buena conmigo, a pesar de que le hecho muchos favores y de que siempre le daba dinero cuando ella no lo tenía. Pero dejemos el mundo. Hoy quiero ser completamente feliz.

A la una de la mañana Rastignac estaba aun en casa de la señora de Nucingen, la cual, al darle el adiós de los amantes, ese adiós lleno de futuros goces, le dijo con melancólica expresión:

-Soy tan miedosa, tan supersticiosa (dé usted el nombre que quiera a mis presentimientos), que temo pagar mi dicha con alguna espantosa catástrofe.

-¡Niña -le dijo Eugenio.

-¡Ah! ¿Me toca a mí esta noche ser la niña? -dijo Delfina riéndose.

Rastignac volvió a la cada Vauquer con la determinación de abandonarla al día siguiente, y por el camino se entregó a esos hermosos sueños que tienen todos los jóvenes cuando sienten aun en los labios el gusto de la dicha.

-¿Qué hay? ¿Qué tal? -dijo papá Goriot cuando Rastignac pasó delante de su cuarto.

-Mañana se lo diré todo -respondió Eugenio.

-Todo, ¿verdad? -gritó el buen hombre-, Acuéstese usted, que mañana encontraremos nuestra vida feliz.

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