BURLA-LA-MUERTE (3 / 21)
La señora de Nucingen
estaba en el baño, y Rastignac la esperó en el gabinete con esa impaciencia
propia de un joven ardiente que ambiciona tomar posesión de una amada que ha
sido objeto de dos años de deseos. Esta clase de conmociones no se repiten dos
veces en la vida de los jóvenes. La primera mujer, realmente mujer, a la que se
adhiere un hombre, es decir, la que se presenta con todo el esplendor de los ornamentos
que exige la sociedad parisiense, esta no tiene nunca rival. El amor en París
no se parece en nada a los demás amores. En este país una mujer no debe
satisfacer únicamente el corazón y los sentidos, y sabe perfectamente que tiene
mayores obligaciones acarreadas por las mil vanidades de que se compone la
vida. Allí es donde el amor de muestra esencialmente jactancioso, descarado,
gastador, charlatán y fastuoso. Si todas las mujeres de la corte de Luis XIV
envidiaron a la señorita de Vallière el arrebato de la pasión que hizo olvidar a
aquel príncipe que los encajes de sus mangas costaban mil escudos para
facilitar al duque de Vermandois su entrada en la escena del mundo, ¿qué se
puede pedir del resto de la humanidad? Sed, jóvenes, ricos y nobles: sed más si
podéis, y cuanto más granos de incienso queméis ante vuestro ídolo, más
favorable os será. El amor es uan religión, y su culto debe costar más caro que
el de todas las religiones; pasa pronto, y pasa como niño travieso que deja huellas
en sus pasos por sus devastaciones. El lujo del sentimiento es la poesía de las
buhardillas. Sin este sentimiento, ¿qué sería del amor? Si hay excepciones de
estas leyes draconianas del código parisiense, se encuentran en la soledad, en las
almas que no se han dejado arrastrar por las doctrinas sociales, que viven
cerca de algún manantial de agua clara y fugitiva, pero incesante, y que,
fieles a sus verdes sombras y felices de poder escuchar el lenguaje de lo
infinito, escritos para ellas en todas partes y en su propio corazón, extienden
pacientemente sus alas compadeciendo a los de la tierra. Pero Rastignac, como
la mayor parte de los jóvenes que han gustado de antemano las grandezas, quería
presentarse armado en la lid del mundo, sentía su fiebre, y se creía tal vez
con fuerzas para dominarlo, aunque no conocía los medios ni el objeto de su
ambición. A falta de un amor puro y sagrado que tiene la vida, esta sed de
poder puede ser una buena cosa, y basta para ello con despojarse de todo
interñes personal y proponerse la grandeza de un país. Pero el estudiante no
había llegado aun a esa edad en que el hombre puede contemplar el surco de su
vida y juzgarla. Hasta entonces no había sacudido por completo el encanto de las
frescas y suaves ideas que rodean como follaje a la juventud de los hombres
educados en provincias. Había dudado continuamente en franquear el Rubicón
parisiense, y a pesar de su ardiente curiosidad, seguía conservando algunas
preocupaciones de la vida feliz que hace el verdadero hidalgo en su castillo.
No obstante, sus últimos escrúpulos habían desaparecido la víspera cuando se
había visto en su habitación. Gozando de las ventajas materiales de la fortuna,
como gozaba hacía tiempo de las ventajas morales que procura el nacimiento, se
había despojado de su piel de provinciano y se había establecido
complacientemente en una situación desde la cual descubría un hermoso porvenir.
Y mientras esperaba a Delfina, cómodamente sentado en aquel bonito gabinete que
se parecía un tanto al suyo, se veía ya tan lejos del Rastignac llegado a París,
que se preguntaba si se parecía a sí mismo.
-La señora está en su
cuarto -fue a decirle Teresa, haciéndolo estremecer.
Eugenio encontró a
Delfina tendida sobre un sofá en el rincón del fuego, fresca como una rosa.
-¿Conque ya estamos aquí?
-le dijo ella con emoción.
-¿A que no sabe usted lo
que le traigo? -dijo Eugenio sentándose a su lado y tomándola del brazo para
besarle la mano.
La señora de Nucingen dio
muestras de alegría al leer la invitación, fijó en Eugenio sus ojos y se abrazó
a su cuello llevada de un delirio de vanidosa satisfacción.
-Y ¿es a usted (a ti -le
dijo al oído-; pero Teresa está en mi tocador y debemos ser prudentes), es a
usted a quien debo esta dicha? Sí, me atrevo a llamarla dicha. Obtenida por
usted, ¿no es algo más que un triunfo de amor propio? Nadie ha querido
presentarse en ese mundo. En este momento tal vez me encduentre usted ligera,
pequeña y frívola como una parisiense; pero piense usted, amigo mío, que estoy
dispuesta a sacrificárselo todo, y que si deseo más ardientemente que nunca
frecuentar el barrio Saint-Germain, es porque usted lo frecuenta.
-¿No opina usted que la
señora de Beauséant cuenta con no ver al barón de Nucingen en su baile? -dijo Eugenio.
-Es claro -dijo la
baronesa devolviendo la carta a Eugenio-. Esas mujeres tienen el genio de la
impertinencia; pero no importa, iré. Mi hermana tiene que ir también y sé que
se prepara un traje delicioso. Eugenio -le dijo en voz baja-, Anastasia va para
disipar espantosas sospechas. ¿No sabe usted los rumores que corren? Esta
mañana vino Nucingen a decirme que ayer se hablaba mucho de ella en el círculo
con gran descaro. ¡Oh, Dios mío, de qué poco depende el honor de las mujeres y
de las familias! Me he sentido atascada y herida en mi pobre hermana. Según
ciertas personas, el señor de Trailles ha firmado letras por valor de cien mil
francos y, como han vencido, iba a ser perseguido. En esta situación se dice
que mi hermana vendió sus diamantes a un judío; aquellos hermosos diamantes que
le ha visto usted y que provienen de la madre de Restaud. En fin, hace dos días
que no se habla más que de esto, y pienso que Anastasia desea atraerse todas
las miradas en casa de la señora de Beauséant presentándose con todos los
diamantes. Pero yo no quiero quedar por debajo de ella, porque siempre ha
querido rebajarme y nunca ha sido buena conmigo, a pesar de que le hecho muchos
favores y de que siempre le daba dinero cuando ella no lo tenía. Pero dejemos
el mundo. Hoy quiero ser completamente feliz.
A la una de la mañana
Rastignac estaba aun en casa de la señora de Nucingen, la cual, al darle el
adiós de los amantes, ese adiós lleno de futuros goces, le dijo con melancólica
expresión:
-Soy tan miedosa, tan
supersticiosa (dé usted el nombre que quiera a mis presentimientos), que temo
pagar mi dicha con alguna espantosa catástrofe.
-¡Niña -le dijo Eugenio.
-¡Ah! ¿Me toca a mí esta
noche ser la niña? -dijo Delfina riéndose.
Rastignac volvió a la
cada Vauquer con la determinación de abandonarla al día siguiente, y por el
camino se entregó a esos hermosos sueños que tienen todos los jóvenes cuando
sienten aun en los labios el gusto de la dicha.
-¿Qué hay? ¿Qué tal?
-dijo papá Goriot cuando Rastignac pasó delante de su cuarto.
-Mañana se lo diré todo
-respondió Eugenio.
-Todo, ¿verdad? -gritó el
buen hombre-, Acuéstese usted, que mañana encontraremos nuestra vida feliz.
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