1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018
PARTE 1
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Comenzó con las
inhalaciones un lunes. Al día siguiente, esperando en el corredor que le
trajeran el remedio preparado, una muchacha gorda y de lentes que estaba sentada
al lado suyo torció el cuerpo y lo miró:
-¿También vino a hacerse
inhalaciones?
-Sí.
-Yo vine con una amiga.
Ella se la está haciendo en este momento.
-Ah -y miró para otro
lado, desinteresado de la conversación.
-¿Qué es lo que tiene,
eh?
Se volvió hacia ella y
estuvo a punto de contestarle algo agresivo, pero la adivinó inocente o ingenua,
meramente curiosa, y de pronto empezó a hablar como si lo necesitara. Ella era
gorda y fea, con mejillas redondas y rojas por el frío, un sombrero de lana en
la cabeza, las manos cruzadas sobre los muslos como dos chanchitos durmiendo
uno sobre otro, y el desparpajo natural de no darse cuenta de lo que podía o no
podía decir, o preguntarle a un desconocido.
-Un principio de
pulmonía.
-Ah -ella lo miró con
curiosidad. -¿Por eso está tan flaco?
-Yo siempre fui flaco.
Pero la verdad es que desde que me enfermé adelgacé un poco más.
-Ese problema yo lo
conozco muy bien. Un hermano mío se murió de eso.
Ahora él torció la cabeza
para mirarla.
-Estaba cada día más
flojo, no comía nada. Lo internaron y después volvió a casa. Lo único que
quería era tomar agua todo el día. No quería comer nada. Y un día se murió.
-¿De pulmonía?
-Y sí, de lo mismo que
usted tiene. Volvió del hospital y ocho días después se murió. Flaco como un
palito. También, no comía nada. Y eso que mi mamá sabe cocinar, no se crea. Por
eso le digo, mucho cuidado con eso que usted tiene. Mata, eh.
La enfermera salió del
consultorio y lo llamó.
-Bueno, me tocó a mí.
Hasta luego.
-Chau -le dijo ella en
voz alta, desde lejos. -Que se mejore.
Después, sentado en la
camilla y respirando en el inhalador, la espalda apoyada en una almohadilla
contra la pared, pensó en el hermano de la muchacha gorda. Había estado en el
hospital, y tal vez lo mandaron para la casa porque sabían que no tenía
solución. “Es así de fácil la cosa, entonces” se dijo. “No se puede hacer nada,
se lavan las manos y entonces te mandan a casa para que uno se muera. Tan
simple como eso. Y mientras llega ese momento podés entrar en conversación con
cualquier desconocido en un corredor, de la misma manera como se podría estar comentando
cualquier cosa intrascendente y sin importancia, apenas para pasar el tiempo”.
Y, no obstante, aquel muchacho que no había conocido estaba allí, había vuelto
en las palabras de su hermana, rescatado del olvido. Tal vez hasta era posible
que ella se hubiera olvidado de él, que nunca le hubiese dicho a nadie esas
cosas. Tal vez ese recuerdo estaba relacionado con su alma, pensó, cómo
saberlo: no ser apagado por completo. Y que la necesidad de respuestas, las
dudas, hubiesen pasado hacia él, que ahora lo estaba recordando sin haberlo
visto ni sabido de él nunca antes, y de quien apenas había escuchado algo cinco
minutos atrás. Entonces, sin dejar de llenarse los pulmones con aquel aire
cargado que le dejaba un mal gusto en la boca, percibió a aquel muchachito
desconocido como si ambos compartiesen la misma pena o lástima, para la que no
tenía explicación todavía.
Pero ahora, doblado sobre
sí mismo, las manos sobre los muslos, eastaba en casa, podía cansarse de
repetirlo sin parar: casacasacasacasa, hasta que no significaba más nada. “Yo y
mi alma que no cree en nada, pero que está aquí por si acaso somos algo más que
carne y hueso, algo más que el dolor que nos sofoca. Tal vez es eso, el alma
sólo puede ser descubierta cuando se sufre. Y es en el dolor después de la
desolación de la carne, que ella comienza, tal vez”. Fue en ese momento que lo
sintió. Escuchando con cuidado, lo supo viniendo de pronto, indomable,
imprevisible. Lo presintió creciendo, gritando desde la inexistencia de un eco
extraviado hasta el casi golpeteo en su tímpano, lo sintió escurrirse a través
del aire pesado y vacío de la noche en busca de un desagüe que iba cayendo como
una catarata desde las alturas hasta las vertientes naturales de los valles. Y
mientras descendía, arrastrando con su furia cansada, hija del desaliento y del
sinsentido, sobre las primeras laderas deshabitadas, duras en el silencio de su
inhospitalidad, y luego sobre las primeras casas en los oídos atentos de los
que, bajo los techos inclinados y entre cuatro paredes, se evadían o eran
arrancados del descanso al escucharlo llegar. Podía oír cómo los dedos huesudos
y torpes de las ramas de los árboles arañaban el sueño contra los vidrios de
las ventanas, insistiendo en despertar la ansiedad de los miedos que confluían,
todos juntos, en el vacío de no tener respuestas, del fin de toda ilusión de
encontrarlas, y de la triste espera del día siguiente, a la misma hora, un poco
más o menos, cuando volviera inexorable, el viento.
“Es por eso, entonces” se
dijo. “Es por eso”. Se lo repitió varias veces mientras el viento se
arrastraba, valle abajo, sacudiendo levemente la casa en sus cimientos, se
quejaba al agitarse contras las ventanas, continuaba derrumbándose ciego y
rabioso entre la gloria efímera de su vida escasa, como el insecto que tiene su
existencia presa en los restos de la luz del día que ya se desvanece. “Es por
eso que ese es el viento de la desgracia”.
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