domingo

EL VIENTO DE LA DESGRACIA (SIDA + VIDA) - DANIEL BENTANCOURT (11)


1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018

PARTE 1

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Comenzó con las inhalaciones un lunes. Al día siguiente, esperando en el corredor que le trajeran el remedio preparado, una muchacha gorda y de lentes que estaba sentada al lado suyo torció el cuerpo y lo miró:

-¿También vino a hacerse inhalaciones?

-Sí.

-Yo vine con una amiga. Ella se la está haciendo en este momento.

-Ah -y miró para otro lado, desinteresado de la conversación.

-¿Qué es lo que tiene, eh?

Se volvió hacia ella y estuvo a punto de contestarle algo agresivo, pero la adivinó inocente o ingenua, meramente curiosa, y de pronto empezó a hablar como si lo necesitara. Ella era gorda y fea, con mejillas redondas y rojas por el frío, un sombrero de lana en la cabeza, las manos cruzadas sobre los muslos como dos chanchitos durmiendo uno sobre otro, y el desparpajo natural de no darse cuenta de lo que podía o no podía decir, o preguntarle a un desconocido.

-Un principio de pulmonía.

-Ah -ella lo miró con curiosidad. -¿Por eso está tan flaco?

-Yo siempre fui flaco. Pero la verdad es que desde que me enfermé adelgacé un poco más.

-Ese problema yo lo conozco muy bien. Un hermano mío se murió de eso.

Ahora él torció la cabeza para mirarla.

-Estaba cada día más flojo, no comía nada. Lo internaron y después volvió a casa. Lo único que quería era tomar agua todo el día. No quería comer nada. Y un día se murió.

-¿De pulmonía?

-Y sí, de lo mismo que usted tiene. Volvió del hospital y ocho días después se murió. Flaco como un palito. También, no comía nada. Y eso que mi mamá sabe cocinar, no se crea. Por eso le digo, mucho cuidado con eso que usted tiene. Mata, eh.

La enfermera salió del consultorio y lo llamó.

-Bueno, me tocó a mí. Hasta luego.

-Chau -le dijo ella en voz alta, desde lejos. -Que se mejore.

Después, sentado en la camilla y respirando en el inhalador, la espalda apoyada en una almohadilla contra la pared, pensó en el hermano de la muchacha gorda. Había estado en el hospital, y tal vez lo mandaron para la casa porque sabían que no tenía solución. “Es así de fácil la cosa, entonces” se dijo. “No se puede hacer nada, se lavan las manos y entonces te mandan a casa para que uno se muera. Tan simple como eso. Y mientras llega ese momento podés entrar en conversación con cualquier desconocido en un corredor, de la misma manera como se podría estar comentando cualquier cosa intrascendente y sin importancia, apenas para pasar el tiempo”. Y, no obstante, aquel muchacho que no había conocido estaba allí, había vuelto en las palabras de su hermana, rescatado del olvido. Tal vez hasta era posible que ella se hubiera olvidado de él, que nunca le hubiese dicho a nadie esas cosas. Tal vez ese recuerdo estaba relacionado con su alma, pensó, cómo saberlo: no ser apagado por completo. Y que la necesidad de respuestas, las dudas, hubiesen pasado hacia él, que ahora lo estaba recordando sin haberlo visto ni sabido de él nunca antes, y de quien apenas había escuchado algo cinco minutos atrás. Entonces, sin dejar de llenarse los pulmones con aquel aire cargado que le dejaba un mal gusto en la boca, percibió a aquel muchachito desconocido como si ambos compartiesen la misma pena o lástima, para la que no tenía explicación todavía.

Pero ahora, doblado sobre sí mismo, las manos sobre los muslos, eastaba en casa, podía cansarse de repetirlo sin parar: casacasacasacasa, hasta que no significaba más nada. “Yo y mi alma que no cree en nada, pero que está aquí por si acaso somos algo más que carne y hueso, algo más que el dolor que nos sofoca. Tal vez es eso, el alma sólo puede ser descubierta cuando se sufre. Y es en el dolor después de la desolación de la carne, que ella comienza, tal vez”. Fue en ese momento que lo sintió. Escuchando con cuidado, lo supo viniendo de pronto, indomable, imprevisible. Lo presintió creciendo, gritando desde la inexistencia de un eco extraviado hasta el casi golpeteo en su tímpano, lo sintió escurrirse a través del aire pesado y vacío de la noche en busca de un desagüe que iba cayendo como una catarata desde las alturas hasta las vertientes naturales de los valles. Y mientras descendía, arrastrando con su furia cansada, hija del desaliento y del sinsentido, sobre las primeras laderas deshabitadas, duras en el silencio de su inhospitalidad, y luego sobre las primeras casas en los oídos atentos de los que, bajo los techos inclinados y entre cuatro paredes, se evadían o eran arrancados del descanso al escucharlo llegar. Podía oír cómo los dedos huesudos y torpes de las ramas de los árboles arañaban el sueño contra los vidrios de las ventanas, insistiendo en despertar la ansiedad de los miedos que confluían, todos juntos, en el vacío de no tener respuestas, del fin de toda ilusión de encontrarlas, y de la triste espera del día siguiente, a la misma hora, un poco más o menos, cuando volviera inexorable, el viento.

“Es por eso, entonces” se dijo. “Es por eso”. Se lo repitió varias veces mientras el viento se arrastraba, valle abajo, sacudiendo levemente la casa en sus cimientos, se quejaba al agitarse contras las ventanas, continuaba derrumbándose ciego y rabioso entre la gloria efímera de su vida escasa, como el insecto que tiene su existencia presa en los restos de la luz del día que ya se desvanece. “Es por eso que ese es el viento de la desgracia”.

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