domingo

EL VIENTO DE LA DESGRACIA (SIDA + VIDA) - DANIEL BENTANCOURT (10)


1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018

PARTE 1

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Volvió a la pensión arrastrando los pies y con una sensación de alivio, como si hubiera compartido su problema y alguien lo estuviera ayudando a cargar con él. Al día siguiente llegó el frío. Lo supo en la mitad de la noche, cuando se despertó con los huesos helados y tuvo que levantarse y buscar medias de lana, una bufanda y otra frazada. Pero los otros no parecían darse cuenta de nada y siguieron roncando. Un tiempo frío, lluvioso y gris que parecía adelantar el invierno amaneció detrás de los vidrios empañados, y tuvo que aguantar las bromas y los comentarios de los otros cuatro, que se fueron uno por uno, a distintas horas, hasta dejarlo solo. El último de ellos, Sebastián, vino y se le sentó al lado en la cama.

-¿Cómo estás?

-Bien. Apenas es un principio de pulmonía, resultado de aquella gripe fuerte, sólo eso.

-¿Sólo eso? Eso puede ser grave, si no te cuidás.

-Me estoy cuidando. Por eso voy a quedarme en reposo por unos diez días.

-Eso es bueno. Descansar un poco no le hace mal a nadie. Y más con este frío.

-Y tomar los remedios que me mandaron -se encogió de hombros. -No se puede hacer más.

-Eso depende.

-¿Depende de qué?

-Quiero decir, cada uno tiene que hacer lo que le parece que tiene que hacer. Eso es lo que quise decir.

-En tu caso, por ejemplo, ¿qué es lo que harías?

-Bueno -el otro pareció dudar. -Mi caso es diferente. Yo tengo mi religión. Puedo ayudarme de otra forma. Rezando, por ejemplo.

-¿Rezando?

-Sí, lo que se acostumbra a hacer cuando uno va a la iglesia.

-¿Vas a la iglesia?

-Siempre, por lo menos una vez por semana. ¿Por qué esa sorpresa?

-No tengo esa costumbre. ¿Para qué vas?

-Para rezar, justamente.

-A mí nunca me interesaron esas cosas. Para mí es muy extraño todo eso. Rezar, por ejemplo. No sé.

-Aprendemos a cuidar de nuestros cuerpos, pero también precisamos cuidar nuestras almas.

-Para eso hay que creer. Y pienso que sólo cree el que lo precisa.

-Tal vez eso sea verdad. ¿Pero cuándo sabemos que lo precisamos? Lo que importa, de cualquier manera, es cuidar el alma. Porque el cuerpo se cuida solo, hay remedios y médicos que se ocupan de él.

Cuando se quedó solo Ángel estuvo mirando el techo, distraído. “Yo y mis abejas” se dijo, tocándose el pulmón izquierdo, que era donde las sentía más y mejor en agitación incansable, girando y girando entre el espacio de sus costillas, con la sensación acogedora de no tener que moverse, de pasarse todo el día debajo de las frazadas con sus libros, sus anotaciones, levantándose apenas para ir al baño o para comer. Y al mediodía, cuando bajaba al restaurante y tomaba el remedio se imaginaba que estaba matándolas, liquidándolas una por una, y se palpaba durante el resto del día creyendo realmente que lo que tomaba cada doce horas las estaba haciendo desaparecer, lo que aparentemente lo dejaba dormir ahora de noche. También estaban las quejas de los otros cuatro sobre el mal tiempo, la lluvia y el frío que él no sentía bajo las mantas, sonriendo al verlos salir y volver. Se bañaba cada dos o tres días, dependiendo del frío que hubiera, de las ganas que tuviera o no de observar en el espejo cómo los 20 kilos y pico que le faltaban le habían trabajado el torso, reduciéndolo a sombras obtusas e irregulares que ya no podía reconocer y que le parecían de otro, un sacerdote hindú o un refugiado africano. Lo peor era el ombligo: le daba el aspecto de un hombre triste, derribado, cubierto por una bolsa de carne.

Intentó escribir una carta, sin lograrlo. En los últimos meses las cartas que siempre habían sido semanales pasaron a ser quincenales, para terminar reduciéndose a una por mes, con el nombre de los tres incluido. El comienzo era fácil: “Queridos Cristina, mamá y papá”, pero a partir de ahí la hoja en blanco parecía no querer continuar, ni decir más nada. Con esfuerzo escribía media docena de líneas que dejaba para continuar después, cuando tuviera más voluntad de contarles algo. “O tal vez” pensó, acostado todavía, el cuerpo arrollado debajo de la manta, “me esté volviendo loco, loco rabioso. Tal vez la enfermedad sea la pérdida del motivo, de lo que me hizo vivir hasta el momento. El estudio, por ejemplo, yo quería estudiar y ser un agrónomo. ¿Cuándo fue que tuve esa idea? Basta mirar los libros apilados al lado de la radio para confirmarlo. Y ahora resulta que la agronomía no significa nada para mí. Tal vez sea la enfermedad, la verdadera enfermedad no sea nada más que eso: convertir en polvo todo lo que se creyó, las cosas que nos hicieron caminar y avanzar. O tal vez fue apenas retroceder, esconderse de la verdad que, ahora, recién ahora, es revelada con su verdadera cara por la enfermedad”.

Dos días después, al despertar, tenía una quemazón enloquecedora en todo el cuerpo, y al levantarse la manga del pijama miró incrédulo y sorprendido las ronchas rojas, las mismas que tenía en la pierna. Tuvo que esperar a que se fueran todos para ir al baño y desnudarse frente al espejo, viendo las mismas ronchas subiéndole por el cuello hacia la cara. De noche esperó a que entrara Roche y lo llamó.

-¿Qué hay, haragán? -le dijo el otro, sentándose en la cama y golpeándole la rodilla. -Tenés mucha suerte de no estar obligado a salir en un día como hoy. ¿Cómo pasaste?

-Bien. Necesito tu opinión -levantó la cabeza y se bajó la camiseta, mostrándole el cuello. -¿Qué te parece que pueda ser esto?

-Caramba, parecés un camarón. ¿Qué remedio estás tomando? -levantó el frasco de la mesa de luz. -Este remedio es muy fuerte. Es posible que sea algún tipo de alergia.

-Y qué hago.

-Volver al médico para que te recete otra cosa. Tan simple como eso.

-Es una pena porque este remedio le iba a solucionar el problema -le dijo el médico, el brazo levantado, la nube de humo rondándole la cara. -Una pena. Ahora lo que nos queda son las inhalaciones. Le voy a dar esta autorización para que pueda retirar los medicamentos. Son gratis, no se preocupe, una prueba de que este gobierno de vez en cuando funciona. Tiene que hacerse 21 inhalaciones, una por día.

Volvió cargando la bolsa de plástico con las cajas de remedios y caminó por calles solitarias y heladas de regreso a la pensión. Y cuando de noche, tirado en la cama y escuchando música las sentía debajo de su piel, moviéndose incesantes, más vivaces que nunca, como si aquel remedio las estuviese fortaleciendo, pensó que ellas ya no lo abandonarían más. Ya ni recordaba cómo era antes, cuando no las tenía. Tal vez, como tantas otras cosas, fuera inevitable que ellas hubieran elegido justo sus pulmones para refugiarse, para ejecutar sus danzas, como para hacerle saber que ya no estaba solo. Y cada vez que salía de noche en dirección al dispensario, abrigándose como un oso, sentía la inutilidad de todo ese esfuerzo, las seis cuadras hasta la parada, los 15 o 20 minutos que tenía que esperar el ómnibus en medio del viento helado, el zangoloteo de 30 minutos  o más que le molía los huesos mientras las ruedas pasaban por arriba de todo lo que fuera agujero o irregularidad de la calle, repercutiéndole en el esqueleto, la espera para ser atendido en el dispensario y después los 25 o 30 minutos haciéndose la inhalación, lo que lo dejaba más malhumorado todavía y con un gusto extraño en la boca, acentuándose una continua sensación de fracaso, y después el regreso. Cuando se metía en la cama y todos dormían ya era cerca de la medianoche, prendía la radio y colocándose la mano debajo del pijama continuaba sintiendo el run-run de las abejas, con la molesta y rabiosa sensación de no valer nada, de lo inútil de todas las cosas, de no saber por qué estaba en la situación que estaba, ni el problema que tenía. “Esto es todo” se preguntaba casi sin escuchar las melodías dulzonas que la radio derramaba en el silencio del cuarto: “¿Esto es todo? La sufrida carne, el dolor, la pena de cargar en silencio con lo que no se puede nombrar. Pero tiene que haber algo más, la comprensión, la aceptación aunque sea a contramano de ese mismo dolor, de esa pena. ¿Qué es lo que falta ahora? Un poco de tiempo, algunos segundos más, no querer cerrar los ojos y terminar. Como si supiéramos que no hay nada más del otro lado, como si no pudiéramos creerlo”. En el silencio del mundo de afuera y en la resonancia de la música y las respiraciones de los otros cuatro descubrió con sorpresa que lo que estaba buscando inadvertidamente podía ser relacionado con el alma, con la suya por lo menos, aunque nunca se hubiera preocupado por eso. El alma, se dijo, recordando la conversación con Sebastián apenas unos días antes, y se quedó en suspenso como si de pronto le faltara el aire. “El alma”. Y la música que escuchaba, dulzona y lejana, pareció girar en al aire de su asombro. “Viniste a la ciudad para aprender sobre los frutos de la tierra, y terminás descubriendo que tenés un alma”.

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