1ª edición / Caracol
al Galope 1999
1ª edición WEB /
elMontevideano Laboratorio de Artes 2018
PARTE
1
5
(4)
Volvió a la pensión
arrastrando los pies y con una sensación de alivio, como si hubiera compartido
su problema y alguien lo estuviera ayudando a cargar con él. Al día siguiente
llegó el frío. Lo supo en la mitad de la noche, cuando se despertó con los
huesos helados y tuvo que levantarse y buscar medias de lana, una bufanda y
otra frazada. Pero los otros no parecían darse cuenta de nada y siguieron roncando.
Un tiempo frío, lluvioso y gris que parecía adelantar el invierno amaneció
detrás de los vidrios empañados, y tuvo que aguantar las bromas y los
comentarios de los otros cuatro, que se fueron uno por uno, a distintas horas,
hasta dejarlo solo. El último de ellos, Sebastián, vino y se le sentó al lado
en la cama.
-¿Cómo estás?
-Bien. Apenas es un
principio de pulmonía, resultado de aquella gripe fuerte, sólo eso.
-¿Sólo eso? Eso puede ser
grave, si no te cuidás.
-Me estoy cuidando. Por eso
voy a quedarme en reposo por unos diez días.
-Eso es bueno. Descansar
un poco no le hace mal a nadie. Y más con este frío.
-Y tomar los remedios que
me mandaron -se encogió de hombros. -No se puede hacer más.
-Eso depende.
-¿Depende de qué?
-Quiero decir, cada uno
tiene que hacer lo que le parece que tiene que hacer. Eso es lo que quise
decir.
-En tu caso, por ejemplo,
¿qué es lo que harías?
-Bueno -el otro pareció
dudar. -Mi caso es diferente. Yo tengo mi religión. Puedo ayudarme de otra
forma. Rezando, por ejemplo.
-¿Rezando?
-Sí, lo que se acostumbra
a hacer cuando uno va a la iglesia.
-¿Vas a la iglesia?
-Siempre, por lo menos
una vez por semana. ¿Por qué esa sorpresa?
-No tengo esa costumbre.
¿Para qué vas?
-Para rezar, justamente.
-A mí nunca me
interesaron esas cosas. Para mí es muy extraño todo eso. Rezar, por ejemplo. No
sé.
-Aprendemos a cuidar de
nuestros cuerpos, pero también precisamos cuidar nuestras almas.
-Para eso hay que creer.
Y pienso que sólo cree el que lo precisa.
-Tal vez eso sea verdad.
¿Pero cuándo sabemos que lo precisamos? Lo que importa, de cualquier manera, es
cuidar el alma. Porque el cuerpo se cuida solo, hay remedios y médicos que se
ocupan de él.
Cuando se quedó solo
Ángel estuvo mirando el techo, distraído. “Yo y mis abejas” se dijo, tocándose
el pulmón izquierdo, que era donde las sentía más y mejor en agitación incansable,
girando y girando entre el espacio de sus costillas, con la sensación acogedora
de no tener que moverse, de pasarse todo el día debajo de las frazadas con sus
libros, sus anotaciones, levantándose apenas para ir al baño o para comer. Y al
mediodía, cuando bajaba al restaurante y tomaba el remedio se imaginaba que estaba
matándolas, liquidándolas una por una, y se palpaba durante el resto del día
creyendo realmente que lo que tomaba cada doce horas las estaba haciendo
desaparecer, lo que aparentemente lo dejaba dormir ahora de noche. También
estaban las quejas de los otros cuatro sobre el mal tiempo, la lluvia y el frío
que él no sentía bajo las mantas, sonriendo al verlos salir y volver. Se bañaba
cada dos o tres días, dependiendo del frío que hubiera, de las ganas que
tuviera o no de observar en el espejo cómo los 20 kilos y pico que le faltaban
le habían trabajado el torso, reduciéndolo a sombras obtusas e irregulares que
ya no podía reconocer y que le parecían de otro, un sacerdote hindú o un
refugiado africano. Lo peor era el ombligo: le daba el aspecto de un hombre
triste, derribado, cubierto por una bolsa de carne.
Intentó escribir una
carta, sin lograrlo. En los últimos meses las cartas que siempre habían sido
semanales pasaron a ser quincenales, para terminar reduciéndose a una por mes,
con el nombre de los tres incluido. El comienzo era fácil: “Queridos Cristina,
mamá y papá”, pero a partir de ahí la hoja en blanco parecía no querer
continuar, ni decir más nada. Con esfuerzo escribía media docena de líneas que
dejaba para continuar después, cuando tuviera más voluntad de contarles algo. “O
tal vez” pensó, acostado todavía, el cuerpo arrollado debajo de la manta, “me
esté volviendo loco, loco rabioso. Tal vez la enfermedad sea la pérdida del
motivo, de lo que me hizo vivir hasta el momento. El estudio, por ejemplo, yo
quería estudiar y ser un agrónomo. ¿Cuándo fue que tuve esa idea? Basta mirar
los libros apilados al lado de la radio para confirmarlo. Y ahora resulta que
la agronomía no significa nada para mí. Tal vez sea la enfermedad, la verdadera
enfermedad no sea nada más que eso: convertir en polvo todo lo que se creyó,
las cosas que nos hicieron caminar y avanzar. O tal vez fue apenas retroceder,
esconderse de la verdad que, ahora, recién ahora, es revelada con su verdadera
cara por la enfermedad”.
Dos días después, al
despertar, tenía una quemazón enloquecedora en todo el cuerpo, y al levantarse
la manga del pijama miró incrédulo y sorprendido las ronchas rojas, las mismas
que tenía en la pierna. Tuvo que esperar a que se fueran todos para ir al baño
y desnudarse frente al espejo, viendo las mismas ronchas subiéndole por el
cuello hacia la cara. De noche esperó a que entrara Roche y lo llamó.
-¿Qué hay, haragán? -le
dijo el otro, sentándose en la cama y golpeándole la rodilla. -Tenés mucha suerte
de no estar obligado a salir en un día como hoy. ¿Cómo pasaste?
-Bien. Necesito tu
opinión -levantó la cabeza y se bajó la camiseta, mostrándole el cuello. -¿Qué
te parece que pueda ser esto?
-Caramba, parecés un
camarón. ¿Qué remedio estás tomando? -levantó el frasco de la mesa de luz.
-Este remedio es muy fuerte. Es posible que sea algún tipo de alergia.
-Y qué hago.
-Volver al médico para
que te recete otra cosa. Tan simple como eso.
-Es una pena porque este
remedio le iba a solucionar el problema -le dijo el médico, el brazo levantado,
la nube de humo rondándole la cara. -Una pena. Ahora lo que nos queda son las
inhalaciones. Le voy a dar esta autorización para que pueda retirar los
medicamentos. Son gratis, no se preocupe, una prueba de que este gobierno de
vez en cuando funciona. Tiene que hacerse 21 inhalaciones, una por día.
Volvió cargando la bolsa
de plástico con las cajas de remedios y caminó por calles solitarias y heladas
de regreso a la pensión. Y cuando de noche, tirado en la cama y escuchando música
las sentía debajo de su piel, moviéndose incesantes, más vivaces que nunca,
como si aquel remedio las estuviese fortaleciendo, pensó que ellas ya no lo
abandonarían más. Ya ni recordaba cómo era antes, cuando no las tenía. Tal vez,
como tantas otras cosas, fuera inevitable que ellas hubieran elegido justo sus
pulmones para refugiarse, para ejecutar sus danzas, como para hacerle saber que
ya no estaba solo. Y cada vez que salía de noche en dirección al dispensario, abrigándose
como un oso, sentía la inutilidad de todo ese esfuerzo, las seis cuadras hasta
la parada, los 15 o 20 minutos que tenía que esperar el ómnibus en medio del
viento helado, el zangoloteo de 30 minutos
o más que le molía los huesos mientras las ruedas pasaban por arriba de
todo lo que fuera agujero o irregularidad de la calle, repercutiéndole en el esqueleto,
la espera para ser atendido en el dispensario y después los 25 o 30 minutos
haciéndose la inhalación, lo que lo dejaba más malhumorado todavía y con un
gusto extraño en la boca, acentuándose una continua sensación de fracaso, y
después el regreso. Cuando se metía en la cama y todos dormían ya era cerca de
la medianoche, prendía la radio y colocándose la mano debajo del pijama
continuaba sintiendo el run-run de las abejas, con la molesta y rabiosa sensación
de no valer nada, de lo inútil de todas las cosas, de no saber por qué estaba
en la situación que estaba, ni el problema que tenía. “Esto es todo” se
preguntaba casi sin escuchar las melodías dulzonas que la radio derramaba en el
silencio del cuarto: “¿Esto es todo? La sufrida carne, el dolor, la pena de
cargar en silencio con lo que no se puede nombrar. Pero tiene que haber algo
más, la comprensión, la aceptación aunque sea a contramano de ese mismo dolor,
de esa pena. ¿Qué es lo que falta ahora? Un poco de tiempo, algunos segundos
más, no querer cerrar los ojos y terminar. Como si supiéramos que no hay nada
más del otro lado, como si no pudiéramos creerlo”. En el silencio del mundo de
afuera y en la resonancia de la música y las respiraciones de los otros cuatro
descubrió con sorpresa que lo que estaba buscando inadvertidamente podía ser
relacionado con el alma, con la suya por lo menos, aunque nunca se hubiera
preocupado por eso. El alma, se dijo, recordando la conversación con Sebastián
apenas unos días antes, y se quedó en suspenso como si de pronto le faltara el
aire. “El alma”. Y la música que escuchaba, dulzona y lejana, pareció girar en
al aire de su asombro. “Viniste a la ciudad para aprender sobre los frutos de
la tierra, y terminás descubriendo que tenés un alma”.
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