domingo

EL JARDINERO FIEL (14) - CLARISSA PINKOLA ESTES


Noche tras noche el abeto se entregaba a aquel acto. Se alegraba tanto de ser útil y de vivir de aquella manera, que siguió ardiendo hasta que no quedó nada de él, excepto las cenizas que cubrían el suelo del hogar.

Y, mientras los viejos retiraban sus restos, pensó que jamás habría podido imaginar una gloria superior a la que había experimentado hasta entonces y que jamás habría podido desear una existencia superior a la que había tenido hasta aquel momento.

Los ancianos tuvieron mucho cuidado y, con sus sabias y viejas manos, barrieron delicadamente todas las cenizas del hogar, y las colocaron en una suave bolsa muy gastada y las guardaron para la primavera.

En cuanto empezó a calentarse la tierra, el viejo y la vieja sacaron la bolsa de las cenizas, salieron a sus huertos y sus campos, y esparcieron cuidadosamente las cenizas del abeto por todas partes, por encima de las parras, y mezclaron las cenizas del abeto con toda su tierra. Con el paso del tiempo, cuando cayeron las lluvias primaverales y empezó a brillar el sol, las cenizas del abeto percibieron una especie de rápido movimiento debajo de ellas.

Aquí y allá, por debajo, entre ellas y a su alrededor surgieron unos minúsculos y brillantes brotes verdes y entonces el abeto esbozó mil sonrisas y lanzó mil suspiros, alegrándose de poder ser útil una vez más.

«Oh, nunca hubiese imaginado que pudiera convertirme en ceniza y producir de nuevo semejante vida. Qué gran suerte me ha deparado la vida, Crecí allí arriba, en la soledad del bosque. Más tarde, qué días y noches tan agradables entre el tintinear de los vasos y la luz de las velas y los cantos que aprendí. En mis momentos de soledad y necesidad en la más oscura de todas las noches, me hice amigo de unos seres desconocidos que querían ser una familia y algo más. E incluso mientras el fuego me desgarraba, descubrí que podía emitir una luz inmensa y un reconfortante calor desde mi corazón. Qué gran suerte he tenido.

»Ah -suspiró el abeto-, de entre todo lo que se levanta y cae y vuelve a levantarse, sólo el amor a una nueva vida, sólo este amor, es el que perdura. Ahora estoy en todas partes. ¿Veis hasta dónde llego?»

Y aquella noche, mientras la gran estrella atravesaba el cielo nocturno del universo, el abeto descansó en la bendita tierra, muy cerca de todas las raíces y las semillas para darles calor, pues sus cenizas alimentarían para siempre todas las cosas que crecen y éstas, a su vez, alimentarían a otras que, a su vez, alimentarían a otras a lo largo de todas las generaciones futuras.

En aquella generosa tierra de la que él procedía y a la que de nuevo había regresado, durmió profundamente y tuvo muchos sueños, rodeado -como antaño en lo más profundo del bosque- por aquello que es mucho más grande, mucho más majestuoso, mucho más antiguo que ninguna otra cosa que jamás se haya conocido.

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