por Dionisio Alejandro Vera (DAVY)
ATRÁS, ENTEREZA DE MACHOS; ADELANTE, JUEGO PULIDO, FINO Y
GENIAL
RÍO DE JANEIRO. (Por vía aérea). – Miramos hacia atrás y nos parece
imposible este presente de estrellas y de luces y de consagración plena. El 8
de junio llegamos a Río con el encargo severo de montar una información sobre
el cuarto Campeonato del Mundo. Eso era lo de menos pese al trabajo agobiador.
Estamos acostumbrados al duro trajín diario no por obligación sino por una
vocación profunda. Y mientras tendíamos las redes de cables y corresponsales,
de fotógrafos y aviones, de combinaciones Constellation y de rápidos de la
Panair -que dieron triunfos únicos a EL PAÏS- pensábamos solamente en el
problema deportivo. Nuestro seleccionado no tenía preparación.
La pequeña política lo había deshecho desde el mismo momento en que se
habló del torno Magno. Luchas recientes decían que el cuadro nacional no rodaba
bien. Y mientras los cronistas de Río nos bombardeaban con preguntas, nosotros
meditábamos sobre la dura y delicada tarea a cumplir. ¿Qué nos depararía el
porvenir? Era negro ese porvenir. Negros nubarrones hacía tiempo habían
oscurecido el sol olímpico y ya corrían veinte años largos con más amarguras que
victorias. Estábamos aquí para cumplir una tarea histórica que, lo confesamos,
debía ser ingrata. Hacer crónicas de la actuación del seleccionado nacional
frente a los seleccionados de añejo y casi legendario prestigio. Inglaterra, la
única, abandonaba su isla en procura de la Ciudad Maravillosa. Italia, doble
campeón de dos torneos mundiales, llegaba a la Bahía de Guanabara. España,
entonada como nunca -no sabemos aun por qué-, llega seria y empacada, como si
tuviera ceñida en su frente la corona olímpica. Yugoeslavia, técnica por
excelencia, vicecampeón olímpico; Suecia, olímpico su team; muchos otros
aureolados por prestigios firmes o ficticios pero son el serio respaldo de su
crítica que nos contaba maravillas. Brasil, por fin, con el sumum de los
últimos adelantos científicos aplicados a un scratch mimoso, pero fuerte y
respetado, respaldo de una afición única por su pasión y su fervor. Estaba en
su tierra, ellos, los brasileños, con su estadio grandioso y su prefecto
pidiendo una tarde el título de campeón del mundo, porque él ya había hecho el
colosal monumento.
¿Qué podían hacer los muchachos de Montevideo llegados de un pequeño país,
donde la crítica es agria, sereno su pueblo y honrados sus periodistas?
Temblamos por el éxito de nuestra misión, no por cobardía sino porque
nuestra responsabilidad nos envolvía. No flaqueamos un segundo, pero vimos que
el trabajo sería arduo e ingrato. Decir la verdad en Montevideo poco cuesta.
Decirla desde aquí, desnuda y valientemente era otra cosa. Los uruguayos somos
patriotas sólo cuando debemos serlo. Y
en los grandes momentos lo somos más que nadie. Uruguay en Brasil era para los
uruguayos ya otra cosa. Para el cronista no. Era el mismo equipo con sus fallas
y sus titubeos. Teníamos que decirle a nuestro público enardecido -justo en el
fondo, pero patriota como nosotros- que sus “muchachos” parecían alejarse de
las glorias olímpicas y de los pergaminos mundiales. Belho Horizonte fue una
clarinada de victoria. Bolivia engreída por una victoria raquítica frente a un
seleccionado de cuarto orden, fue pulverizada en medio tiempo. Conformó el
cuadro celeste. Pero, ¿hasta dónde conformaba una victoria frente a un
combinado bisoño y torpe en su rodaje? Uruguay ganó por un score récord pero
esperamos otro partido. Podíamos haber imitado a los brasileños propiciando una
campaña de optimismo. No lo hicimos porque hubiéramos roto nuestra pluma. Seguimos
nuestra ruta, buscando defectos, alabando virtudes, sopesando chances. Dijimos
nuestra verdad y esperamos, mientras observábamos atentamente el trabajo pulido
y fino de los rivales.
ESPAÑA, LA COMPARACIÓN. – Mucho se ha hablado aquí sobre tácticas. Es aun
el momento de euforia de los técnicos que hablan sobre planes de ataque y
defensa trazando W W y M M sobre un papel. Nosotros vimos lo de España frente a
Uruguay. Dijimos otra vez lo que habíamos dicho en largos meses de campañas
bien recordadas. Uruguay no precisaba cambiar de juego, pero sí sistematizar un
poco su estrategia. Ordenamiento en la cancha, disciplina en la marcación,
movilidad en el avance, sin ceder un ápice en el juego artístico y clásico de
nuestro padrón olímpico.
España se traía a sus tres zagueros y a sus halves volantes. Había
amalgamado lo estricto de los ingleses con algo de improvisación latina
aprendido de las tournées de los rioplatenses. Era bueno ese equipo. Decir lo contrario
después de su match épico contra Inglaterra habría sido una tontería.
Uruguay jugó medio tiempo mal y medio tiempo mejorando sin convencernos.
Pero surgió algo grande y nítido. Los sistemas europeos podían caer frente al
juego improvisado. Un juego genial, desconocido en el Viejo Mundo, rico en sus
facetas más diversas, bello como espectáculo. Europa nos presentaba la frialdad
de un accionar de máquina, perfección en el trabajo, pero faltaba ese algo
nuestro, que en un instante puede definir un partido y que no cabe en los
planes previos y en los pizarrones de los entendidos en la nueva ciencia del
fútbol.
El choque no fue exitoso. Se empató. Pudimos ganar pero pudimos perder. El
resultado de dos goles por bando era justo pero dimos la voz de alerta. Uruguay
podía ser invencible -dijimos- con un poco de ordenamiento: la marcación rápida
y arriba del hombre, la colaboración de los delanteros en la defensa y su
desmarcación continua. Siempre con el juego nuestro, sin abandonar para nada el
sello olímpico de nuestros viejos campeones. Más entrenamiento, de modo que se
pudiera hacer todo lo nuestro de una manera más perfecta. Siendo así, seríamos
otra vez invencibles y desaparecería para siempre la sombra de las derrotas que
empañaban muchos triunfos inolvidables en todas las canchas del mundo. España
había sido un ejemplo. Tanto hablar de España, de su furia, de sus virtudes y
tanto criticar lo nuestro, sin métodos, resultaba mejor. No eran tan grandes
los grandes rivales…
SUECIA, EL SUSTO. – Teníamos por qué creer en un triunfo holgado de los
celestes en la tercera prueba. Pensábamos que nuestra carrera hacia el
campeonato no podía ser detenida por un equipo batido días antes por una suma
gruesa en Río de Janeiro. Suecia, olímpica, estaba deshecha hacía dos años por
el profesionalismo voraz de Italia y de España. Quedaba la caricatura del
cuadro olímpico y glorificado en los Juegos de Londres. Fuimos a ver su última
práctica y así como hablamos con Juan López sobre España le dijimos: “¡Cuidado!”
así esta vez le infundimos optimismo: “Ganaremos fácil”. La prueba fue dramática
y bien saben los lectores de EL PAÏS cómo se ganó: “Jamás habíamos visto a un
seleccionado celeste jugar tan mal. Nunca había demostrado tanta abulia, tanta
desorientación y falta de nervio. El coraje tradicional de nuestros bravos combinados
apenas rondando por unos segundos en Pacaembú. El cuadro era el vivo desorden
de una cosa sin consistencias. Suecia no hacía nada y nosotros hacíamos menos.
Tenían ellos otra vez los tres zagueros muy abiertos y un volante pesado. Cada
vez que hacíamos algo bueno, Suecia se abría. Pero llegaba el error nuestro que
ponía a Suecia en el camino del triunfo… Se ganó al final con angustias y con
muchos sustos. Tan mala fue esa actuación que todos los muchachos lloraron en
el vestuario. “No puede ser”, se repetía. ¿Era general el desconsuelo y justa
nuestra desorientación? ¿Qué había pasado? Juan López, con quien estuvimos
siempre hablando sobre juegos y sobre rivales, nos dijo: “Los nervios. Sabían
ellos que Suecia estaba mal y actuaron temor de no hacer las cosas bien. Y nada
salía bien. Pero los muchachos son buenos, Davy… son como los viejos de
Colombes… cuando el rival es grande ellos también son grandes…” Nosotros
abrazamos fuerte a Juancito, que tenía un optimismo que nos estaba faltando a nosotros.
Él titubeaba a veces, pero tenía una fe ciega. La desorientación no lo dominaba
pero… “Eso de Suecia…”
“Cuando los rivales son grandes, ellos se agrandan…” Tenía razón Juan y
teníamos razón nosotros. Dijimos después de este casi desastre: “Si Uruguay
juega como contra Suecia no podemos ganar. Bastará que el seleccionado celeste
juegue como sabe y muy bien -que sabe esto y mucho más- para lograr la hazaña”.
BRASIL. LA CONSAGRACIÓN. – Estamos en Maracaná, frente a doscientas mil
personas con una euforia enfermiza, nacida del momento histórico y las
performances brillantes de Brasil. Los diarios han acuciado esa euforia en
forma contraproducente. Para las doscientas mil personas hay una sola cosa:
Brasil ganará por más de cuatro goles. Nosotros hemos dicho en nuestro
comentario previo algo que es muy importante. Brasil ganó a Suecia y a España porque
el juego sudamericano es hecho a la medida para vulnerar las defensas en M. El
sistema europeo es bueno entre sí. Frente a la improvisación, debe caer fácil.
No vimos la estruendosa victoria de los locales frente a España, pero discutimos
a nuestra llegada a Río sobre esto. Brasil iba a tener muchas complicaciones
frente a Uruguay porque Uruguay no usaba tres zagueros, no tenía volantes y
adelante se improvisaba en lugar de jugar noventa minutos con el mismo sistema
estricto. Uruguay es la sombra de Brasil, se nos dijo siempre en Río: ªQueremos
cualquier equipo para la final menos Uruguay”, nos dijeron convencidos los
colegas cariocas y paulistas. Nosotros teníamos una esperanza: que los celestes
jugaran bien. Siendo así, nos veríamos las caras en la cancha. A los quince
minutos, en nuestra bancada, hablamos con los señores Carlos Scheck y Luis
Franzini. Nos dimos vuelta y explicamos: “Uruguay está marcando como nunca.
Está tranquilo. Podemos ganar. A la media hora, el intercambio de palabras con
estos señores era este: “Ya no perdemos. Por lo menos empatamos. Ellos ya no
ganan.” ¿Por qué el optimismo? Había que estar así. Uruguay jugaba tranquilo,
pero con rabia. En las trancadas, saltaban los brasileños. En los choques caían
ellos. El primer lesionado fue Chico. A Pérez lo revolcaron y se levantó
furioso. Obdulio gritaba y reía. Máspoli era una estatua de acero. Schiaffino
-por primera vez- toreaba y se iba, Ghiggia era una tromba y ya Bigode estaba
en el suelo, vencido. Uruguay dominaba. Cuando nos metieron el primer gol, el
cuadro levantó con coraje único, tal vez como lo hicieron las viejas glorias en
Holanda. El primer tiempo fue de ellos, pero sabíamos ya que ganaríamos. El
público siguió gritando, pero más bajo. Los cohetes reventaron menos. A los
quince minutos el público se había callado. A la media hora se iban muchos.
Uruguay estaba dictando su dicción olímpica. Los viejos laureles de dos
olimpíadas reverdecían en Maracaná. ¡Gol de Schiaffino! La apoteosis entre el
puñado de uruguayos aun sin llanto en los ojos. Sólo en el trepidar acelerado
de los pobres corazones nuestros. ¡Gol de Ghiggia! La angustia con el alborozo.
La amalgama de lo dulce y lo amargo, eso inexplicable en los momentos tremendos
de la historia. El final después. ¡Uruguay campeón del mundo!
Había caído un mito y había resurgido la calidad olímpica. Después de
veinte años estaba allí la bandera nuestra al tope, flameando orgullosa,
acariciada por la brisa caliente de las sierras. Los campeones llorando. Y
nosotros, jóvenes y viejos, abrazados, también llorando. Simplemente se había
aplicado por una sola vez en el campeonato el sistema nuestro: adelante, juego
pulido y fino, artístico y profundo, genial, inteligente. Y atrás, fuerza, coraje,
energía, entereza de machos. Eso queríamos para ganar otro título. Y así jugaron.
¡Uruguayos campeones de América y del Mundo!
(El País / 17-7-1950)
(El País / 17-7-1950)
1 comentario:
Gracias por este aporte, es inverosimil lo que sucede con el futbol en Uruguay no tiene punto de comparacio'n con las poblaciones mas grandes del mundo..
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