Las escolas de samba de Salgueiro y
Portela, con toda la voz que tienen, más la que les suman los amplificadores,
rivalizan desde dos disquerías separadas por veinte metros de asfalto cubiertos
totalmente de VW. Un heladero grita “Kibon” batucando sobre la madera del
carrito. “Kibon que é, foi e será bon”, y los termómetros marcan 36°, pero, ¿a
quién le importa? Es domingo y el mar está allí nomás, verde y fresco. Bandadas
de muchachas sin zapatos y casi ninguna otra cosa saltan entre los autos, en
camino hacia el agua. Mientras espera la luz verde una pareja se besa como si
estuviera en el preludio de lo que las leyes púdicamente llaman la “conjunción
carnal”. Con el verde que se enciende se apaga el beso. Toda la pasión se
concentra en el acelerador y el auto arranca chillando. El aire está lleno de
gritos de niños, romper de olas, ruido de motores, voces de pájaros, bocinas y
ritmos de zambas. Con el carnaval que viene llegando las músicas recién nacidas
invaden las calles de Río. “Vou morar no infinito, vou virar constelaçao”,
repite una y otra vez entre dientes el taximetrista que me lleva. “Está
realmente con ganas de volverse constelación”, le digo. Me mira riendo con su
cara canela y brillante. “Me gustaría, allá nadie trabaja”, dice y se vuelve
tamborileando con los dedos sobre el volante. “ ¿Usted busca el 300? Es
aquí”.
Un edificio de color ceniciento,
impersonal y antiguo. No era la casa colonial, rodeada de palmeras y cubierta
de enredaderas que había, no sé por qué, imaginado. Atravesé corredores
silenciosos y brillantes de cera, iluminados por una luz artificial,
amarillenta y escasa. De la vitalidad agresiva de afuera no llegaba hasta allí
más que una masa indiscernible de sonidos apagados. Clarice misma me abrió la
puerta y me hizo pasar. La melancolía de los corredores se prolongaba adentro a
pesar de la ventana grande, pero cerrada sobre la calle ruidosa. Todo hacía
pensar en un pasado brillante y amado que no se deseaba olvidar. Los viejos
sillones de estilo, las mesas y mesitas de madera labrada, los dibujos, las
esculturas, los cofres y cajas de bronce o porcelana. Y ese color que da a las
cosas el mucho tiempo y el cariño. Si no hubiera sido por los chillidos de los
pájaros y la gran mancha de luz filtrándose a través de persianas y cortinas
habría pensado en el living de una casa del norte de Europa, inolora y
melancólica. Me senté en un sillón, preparé mis cosas y esperé que ella se
sentara a su vez. Pero ella daba vueltas tras un perro viejo y consentido al
que hablaba con tono pausado, monocorde y un poco ausente. Pensé que parecía
muy cansada y desde hacía mucho tiempo. Finalmente se sentó y me miró con unos
ojos grandes y fijos. Los mismos que reproducían varios retratos suyos colgados
entre paisajes y naturalezas muertas. Las técnicas y la edad de las modelos
variaban, pero los ojos enormes y fijos eran siempre los mismos. Tenían ya,
hasta en sus días más lejanos, ese aire desdichado que hoy se mezclaba con el
del tedio. Desde antes de empezar sabía que no hablaría fácilmente. Y así fue.
Durante una larga media hora hilvanamos frases divagantes sobre Río, el calor,
el carnaval, el perro, los perros. Buenos Aires, el frío y otra vez el perro;
un fox terrier muy astuto que se complacía en manejarla. Una y otra vez volvía
a mi memoria la historia de Eloy Martínez sobre los periodistas que luego de
pasar dos horas con ella, llegaban a su mesa con una cinta donde sólo se
escuchaba el sonido de sus propias voces. La primera pregunta, entonces, debía
ser construida de manera tal que si ella no daba con la respuesta adecuada
quedara entrampada, en mis manos.
—Su fama en Buenos Aires parece no
coincidir con usted misma.
—¿Por qué? —dijo fijando en mí sus
ojos castaños.
—Bueno, se dice que usted es evasiva,
difícil, que no habla. A mí no me parece así —dije y esperé un bendito “No soy
así, no, por supuesto, no soy así”.
—Evidentemente tenían razón.
—¿Entonces?
—¿Usted conoce mis libros? Todo está
allí.
—Sus libros me han dejado llena de
interrogantes.
—Seguramente yo no podré aclarárselos.
—Bueno, habrá algunos que sí podrá,
cuándo empezó a escribir, por ejemplo. Me miró sonriendo.
—Esa pregunta no puede haberle
surgido de la lectura de mis libros.
—No, en realidad, era una manera de
entrar en materia.
—Encontraría la respuesta en
cualquier biografía mía. Empecé a escribir a los 7 años.
—Me pregunto sobre qué escribía una
niña de esa edad. ¿Hadas, brujas, piratas?
—No, no. Eran cuentos sin hadas, sin
piratas. Y por eso ninguna revista quería publicarlos. Yo los enviaba, pero no
los publicaban. Porque no se referían a hechos sino a sentimientos. Ellos no
querían eso, querían historias donde ocurrieran cosas.
—¿Sentimientos? Pensando en la edad
que tenía me cuesta imaginarlo. Deme un ejemplo.
—No, no puedo, no me acuerdo. A los
nueve años escribí una pieza de teatro, pero sentí un gran pudor y la escondí.
—¿Cuál era el tema?
—El amor... Tuve vergüenza.
—Usted es rusa.
—Nací en Ucrania, llegué a Brasil
cuando tenía dos meses.
—Estaba pensando en su acento, en las
erres. Son muy extrañas. ¿Le viene del ruso? Aunque parecen francesas.
—Simplemente tengo frenillo. Podría
solucionarlo con una operación bastante simple, pero tengo miedo. Por otra
parte mis erres no me molestan; vivo con ellas desde que nací.
—Sus erres me parece que dan origen a
algunas de las leyendas que la gente teje en torno suyo.
—Sí, muchos lectores me escriben
preguntando si soy rusa o brasileña. Soy brasileña, claro, sólo que no nací en
Brasil. Mi infancia transcurrió en Recife.
—Es muy brasileña, entonces, es
nordestina.
—Sí, eso es. Es muy importante para
mí haberme criado en Recife.
—¿En qué sentido?
—El nordeste es más profundamente
brasileño que el sur: Río o San Pablo. Está más ajeno a influencias extranjeras
—dijo, y volvió a fijar sus ojos en mí, aunque no como las otras veces, sino
mirándome realmente.
—Le gusta pensar en Recife.
—Sí, de allí son mis canciones
predilectas, las canciones que más amo.
—En una entrevista que le hicieron
aquí, en Brasil...
—¿Una entrevista? Son tan escasas,
casi no existen.
—Se trata de una especie de
entrevista que prologa una selección de textos suyos.
—Sí, ya sé a qué se refiere —dijo y
se levantó. A los pocos minutos me alcanzaba un libro. Allí, en un trabajo que
Renato Carneiro Gómez denominaba Texto-Montaje, Clarice respondía a varias
preguntas, al correr de la máquina. “Aquí tiene —dijo señalándome un párrafo—
mi actitud frente a las entrevistas”. El párrafo era casi un acápite del
trabajo. Decía: “No me gusta dar entrevistas; las respuestas me constriñen, me
cuesta responder y, todavía, sé que el entrevistador va a deformar fatalmente
mis palabras”.
—Sí, eso ya lo sé ahora por
experiencia. Las entrevistas no le gustan... pero yo querría hablarle de esta
pregunta que le hace Carneiro aquí: “La gente nace para alguna cosa de la cual
vamos tomando conciencia a medida que transcurre nuestra existencia. ¿Para qué
naciste, Clarice? Usted responde largamente. Sintetizando, dice que nació para
tres cosas: amar a los otros, escribir y criar a sus hijos. Recordaba esta
respuesta suya y lo que quería preguntarle ahora es si considera que se
relaciona bien con los demás.
—Más o menos. ¿Por qué?
—Pensaba cómo se conciliaría esa
vocación suya de amar y “recibir algunas veces un poco de amor en cambio” y su
reticencia en los contactos personales, por lo menos conmigo ahora y con otros
periodistas otras veces.
—Soy tímida, muy reservada.
—Y muy ajena al mundo que la rodea,
¿o no? Usted me mira fijamente cada vez que le hablo pero yo siempre pienso que
no me ve, que más bien está asomada sobre sí misma.
—Puede ser. Pero no estoy ajena al
mundo que me rodea. Llévese este libro, en él va a encontrar esa respuesta y
otras.
Tomo el trabajo de Carneiro en el
libro: “Soy una persona muy ocupada: cuido del mundo. Lúcidamente apenas hablo
de las miles de cosas y personas de quienes cuido. Pero no se trata de un
empleo, pues dinero no gano con eso. Quedo apenas sabiendo cómo es el mundo”. Y
luego: “Es que yo nací así, incumbida. Y soy responsable por todo lo que
existe, incluso por las guerras y por los crímenes de leso cuerpo y de lesa
alma. Incluso soy responsable por el Dios que está en constante cósmica
evolución para mejor”.
—Al leerla me he preguntado, muchas
veces, si cuando escribía pensaba en sus lectores posibles.
—Cuando escribo no atiendo a los
lectores ni a mí.
—No pretende, en definitiva,
comunicarse con alguien concreto.
—No, sólo atiendo a lo que escribo.
—¿Y cuando la obra está terminada?
—Cuando está terminada y publicada
entonces sí pienso en el lector.
—Piensa en su relación con el lector.
—Aunque la obra ya no me parece mía.
Aunque la siento separada, ajena.
—Tal vez por eso justamente puede
pensar en esa relación. ¿Y cuál es en general su conclusión, considera que se
comunicó con el lector?
—Creo que hay comunicación, que me
comuniqué.
—Sin embargo una parte de su obra es
bastante impenetrable, zonas de su obra. No los cuentos, en los cuentos usted
es muy clara y tiene un gran poder de comunicación. Las zonas oscuras
pertenecen fundamentalmente a las novelas. Por lo menos yo lo siento así.
—Sé que algunas veces exijo mucha
cooperación del lector, sé que soy hermética. No querría, pero no tengo otra
manera. Del trabajo de Carneiro: “Muchas veces tomo un aire involuntariamente
hermético que me parece bien idiota en los otros. ¿Después que la obra
está escrita podría fríamente tornarla menos hermética, más explicativa? Pero es
que respeto cierto tono peculiar al misterio de la creación no sustituible (ese
misterio) por claridad alguna?
—Vuelvo, entonces, a su necesidad o
vocación de dar amor... Su lejanía, su natural misterio dificultan seguramente
esa posibilidad. La mayor parte de lo que escribe es para élites, ¿no cree?
—Ya no. Durante mucho tiempo escribí
para pocas personas. Últimamente soy cada vez más popular. Creo que estoy de
moda. Hay gente que me imita.
—¿Mujeres?
—¿Por qué mujeres?
—Su literatura es esencialmente
femenina. Pensaba que sobre todo las mujeres se sentirían inclinadas a
imitarla.
—Usted cree que mis libros no podría
haberlos escrito un hombre.
—Como los de Emily Bronte o Carson
McCullers o Katherine Mansfield.
—Yo también creo eso, pero no me
imitan solamente las mujeres, sino escritores jóvenes en general dijo, y quedó
un momento callada acariciando al perro. Y finalmente: “Ellos toman todos mis
defectos”.
—¿Cuáles son sus defectos?
—Manierismos que me limitan y los limitan
sin necesidad para ellos.
—¿Cuáles por ejemplo?
—Nooo.
—¿Por pereza?
—Soy muy perezosa —dijo sonriendo
apenas.
—Al leer sus novelas a veces siento
que usted vive a través de ellas fantasías que le son muy entrañables. Experimento
cierto pudor por la impresión de estarla espiando por una cerradura.
Sin mirarme asintió con la cabeza.
Insistí.
—¿Está de acuerdo?
Fijó los ojos en mí y volvió a
asentir con la cabeza.
—¿Está de acuerdo?
—En la primera parte que dijo estoy
de acuerdo. En cuanto a la segunda...
—Hay cosas en sus libros de las que
me gustaría hablar con usted. Cosas que usted dice de algún personaje femenino.
Mire aquí en Manzana en lo oscuro. Escúcheme, página 119: “Lo que
no quería decir que no fuera dueña de sí. Pero, como si ignorase imparcialmente
la importancia del acontecimiento, tenía tiempo para tomar varias actitudes que
parecían quitar esa importancia: arreglaba sus cabellos, como si su peinado
fuera indispensable, hacía una boca pequeña y unos ojos grandes como en el
dibujo de una mujer inocente y amada, recreando con mucha emoción amores
célebres. Mientras tanto, por dentro, desfallecí perpleja. Es que sabía que
estaba arriesgando mucho más de lo que superficialmente parecía: estaba jugando
con lo que sería más tarde un pasado para siempre”. Dígame algo más de esto que
dice aquí.
Dijo “Yo no hablo”, con un aire tan
desvalido, que me vinieron ganas de reírme.
—Dios mío, qué mezcla de cosas. Ahora
parece una niña. Está bien.
—No sé criticar mis cosas. No soy
autocrítica. No sé explicar.
—¿Se resiste?
—No me interesa. Un libro después de
hecho, no me interesa. Estoy cansada de él.
—Como si no lo quisiera, como si no
le importara perderlo.
—Una vez hecho ya no es más mío. No
puedo perder lo que no me pertenece. Guardo en la memoria recuerdos: algunos
recuerdos de mis sentimientos mientras lo escribía —dijo, y llamó al perro que
giraba en torno a mi sillón y me olfateaba. Pero el perro era sordo a sus
llamados y se escurría cuando ella extendía una mano para arrastrarlo a su
lado.
Esperé que llegaran a un acuerdo.
Este se produjo finalmente cuando el perro se desinteresó de mí y, eludiendo la
mano que intentaba apresarlo, volvió con ella voluntariamente.
—Me gustaría verla escribir.
Me miró sorprendida pero no dijo
nada.
—Quiero decir que me gustaría ver
cómo va hilvanando tantas y tantas cosas. Se tiene la impresión de que las
ideas no tuvieran ningún proceso de elaboración, de que le llegaran a la cabeza
como un río.
—Cuando estoy trabajando escribo de
mañana; de tarde tomo notas. De las ideas que se me van ocurriendo. Me viene
una idea y la apunto. Al otro día la traspongo al libro. Pero, por supuesto, la
mayoría a medida que escribo. Escribir, para mí es una manera de entender.
Escribiendo comprendo. A veces tengo la sensación de que escribo por simple
curiosidad intensa. Es que, al escribir yo me doy las más inesperadas
sorpresas. Es en la hora de escribir que muchas veces me vuelvo consciente de
cosas que no sabía que sabía.
—Daniel Moyano me dijo en una
entrevista una cosa parecida: “Empecé a escribir para entender esa ciudad
monstruosa que era para mí Córdoba” —le dije. Y esperé su respuesta
complaciente: “¡Ah sí, a mí me ocurre lo mismo!” Pero ella no dijo nada. Ni
siquiera sé si me oyó. Se puso de pie y dijo:
—Tal vez vaya a Buenos Aires este
invierno. No olvide llevar el libro que le dí. Allí encontrará el material para
su nota.
Muy alta, con el pelo y los ojos
castaños, en mi recuerdo llevaba un vestido largo de seda marrón. Pero tal vez
me equivoco. Cuando salíamos me detuve junto a un retrato al óleo de su rostro.
—De Chirico —dijo antes de que le
preguntara. Y luego, junto al ascensor: “Discúlpeme, no me gusta hablar”.
(12-12-2010)
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