EL ÚLTIMO VIERNES
En cuanto lo hicieron pasar, Carner comprendió que aquel viernes iba a
ser distinto. Creyó recordar tímidas premoniciones, trató de protegerse
despidiéndose de la larga sala de espera que acababa de dejar, de la noche o el
día eternos que imponían los tubos fluorescentes, de la humanidad pobre y
silenciosa que se rozaba los hombros en los bancos sin respaldo, conservando
rígidos los cuerpos durante horas, temiendo que su abandono significara la
renuncia a su esperanza.
Se despidió de tantas semejantes, confundibles tardes de viernes que
había elegido para visitar a Miller o ya, desinteresadamente, para visitar la
Jefatura, atravesar el saludo de policías de uniforme; y perder la noción del
tiempo entre los hombres y mujeres que llenaban la sala de espera, sin rostros,
sustituibles, tal vez diferenciados en secreto por anécdotas de la desgracia.
Había elegido los viernes porque era su día franco en el diario y porque
Hilda lo usaba para ir a la iglesia. Había olvidado la probabilidad de un gran
empleo en provincias, y gastaba en paz los viernes oyendo fanfarronear a
Miller, fumándole los cigarrillos, midiéndole la miseria, haciéndolo feliz con
su atención y aceptándole los billetes doblados que le ponía en la mano al
despedirlo.
Comprendió que aquel viernes iba a
ser distinto, y acaso el último, porque Miller modificó de manera absoluta la
farsa de la recepción y también el papel que le había asignado. No lo esperaba
sonriente en el medio de la habitación, pequeño, cordial, gordo,
juvenil, alargando los brazos para tomarle una mano y palmearla mientras
recitaba con lentitud su discurso de bienvenida y sorpresa, en el que las erres
inevitables arrastraban su húmeda blandura. El Miller de aquella tarde estaba
sentado detrás del escritorio, fingiendo leer y corregir, en mangas de camisa y
sin corbata, sudando apenas en el primer calor de la primavera. “Me va a decir
que es inútil que siga viniendo, aunque hace tantos viernes que no hablamos del
empleo ni pensamos en él. No va a cumplir con la cuota semanal, no me va a dar
un solo peso, justamente hoy, la primera vez que hice planes contando con los
billetes colorados”. Carner armó una sonrisa tranquila, indiferente, y estuvo
esperando a que el otro lo mirara; dos pisos más abajo, en el patio embaldosado,
sonaron botas, culatas, órdenes, removiendo el aire tibio de la tarde que
empezaba a declinar, asustando a los insectos que anidaban en las hojas muertas
de la victoria regia.
-Siéntate -dijo Miller sin alzar los ojos.
Con calculadora violencia, Carner tiró el sombrero sobre el escritorio y
ocupó la silla de brazos. Alzó la tapa de la pesada caja de madera siempre
llena de cigarrillos ingleses, tomó uno y la dejó abierta. Tironeó la cadenita
del encendedor del escritorio y sopló el humo hacia delante, hacia la cabeza
inclinada y redonda, de pelo rubio y escaso. Miller cerró la carpeta e
introdujo de nuevo la lapicera en el tintero; miró la caja de cigarrillos
abierta y eligió uno.
-Gracias -dijo con ironía y sin sonreír. Lo encendió con un fósforo,
recostó la cabeza en el respaldo de cuero del sillón y chupó el cigarrillo, una
vez, con los ojos cerrados, sin tragar el humo. Luego abrió los ojos y estuvo
examinando la sonrisa de Carner, ya un poco ajada, desprovista de sentido
visible.
-¿Qué te pasa? -preguntó.
-Nada -dijo Carner-.Vos sabés que hace años que no me pasa nada, nada
que importe de veras. Pero soy feliz, por si vas a preguntarlo. Me cago en
todas las cosas y en todas las cosas que se te puedan ocurrir. Prontuario de
Carner, José, de treinta y un años de edad, casado o viudo, periodista.
Entonces Miller sonrió, pero era la sonrisa dulzona, retrospectiva y
deliberadamente nostálgica de las tardes de viernes. “Así debe sonreír cuando
un pobre infeliz, sentado en esa silla empieza a mentirle para salvarse. Así,
con paciencia y seguro, agradeciendo al Dios de las tribus en que debe seguir
creyendo -y sino él, los ---------- del padre y del abuelo que le quedaron como
rastros de barba- estar en ese lado del escritorio y no en este, y creyendo
también que lo merece.
-Apasionado y no del todo exacto -dijo Miller y se inclinó para
acercarle un cenicero-Treinta y dos años. Y la profesión declarada parece no
ser la única. No se trata de full-time. Muchas veces hablamos de Hilda, de una
mujer llamada Hilda.
-Sí. Muchas veces. Vive conmigo, vivo con ella, vivimos juntos. ¿Qué
pasa con ella?
- Poco, nada extraordinario. Hasta llegaría a decirte que no pasa nada
si no fuera tu mujer.
-Mi mujer -Carner rehizo su sonrisa, clara, insultante, pero no estaba
dirigida a Miller-. Nunca tuve, conocí o toqué a una mujer que fuera mi mujer.
Hay una pieza de pensión que pagamos a medias, dormimos juntos, suceden con
frecuencia momentos que me autorizan a decir sin mentira que vivimos juntos. En
uno de ellos pensaba cuando lo dije recién. Puedo contártelo. O tal vez me
ordenes que te lo cuente, comisario.
Miller echó la cabeza hacia atrás y contempló al otro desde el respaldo,
hizo con los labios una mueca dulce y misteriosa.
-Me impresiona haberlo sabido hoy -dijo-, las coincidencias me
llenan de sospecha. No traté de averiguarlo, vino sólo. ¿Hilda Montes? Libertad
954. El informe dice, sin originalidad, que ejerce la prostitución. Y al
parecer el 954 no contiene más que prostitutas y cafishios. Tu casa.
-Vivo ahí. En el F del segundo piso. Hasta te invité, creo, a que fueras
una noche. No me importa lo que haga Hilda para ganar dinero. Es decir, no me
importa en ningún plano moral. En el plano que cuenta, me interesa, la escucho
y a veces le hago preguntas. Tampoco es por razones morales que pago la mitad
del alquiler y como de mi dinero. Algunas noches, es cierto, y también por
coincidencia en noches de viernes, salimos de paseo y ella paga todos los
gastos. Si la quisiera, viviría sin escrúpulos del dinero que gana. Sólo un
imbécil, y no lo sos de esa manera, podría creer que exploto a una puta
habiéndome mirado una vez el traje, la camisa, los zapatos. Todo esto es
ridículo y aburrido. A vos, pienso, debe bastarte con mirarme la cara.
Miller tosió el humo y se puso a reír, nervioso, entornando los ojos,
mostrando los blancos dientes de muchacho. Se puso de pie, rodeó la mesa y
apoyó una mano en la espalda de Carner.
-Es la maldita coincidencia -dijo-. Bendita, si preferís. Ya veremos.
-Sí. Y la coincidencia de que sea este el primer viernes que vengo a
visitarte pensando en los veinte pesos habituales, con un destino concreto para
ellos.
La presión de la mano fue sustituida por una palmada; Miller caminó
lentamente y acomodó una nalga en la esquina del escritorio. Encendió otro
cigarrillo y estuvo mirando con una novedosa curiosidad la cara flaca y oscura
de Carner.
-Esta coincidencia y la de que Lucía se esté muriendo. Con diez
pesos iba a comprar un libro de posturas para mirarlo esta noche con Hilda. Los
otros diez los iba a guardar, no por mucho tiempo, según me avisaron, para
comprarle flores a Lucía. Esta es la coincidencia de hoy; no es plata el
contraste del destino de los dos billetes de diez pesos que esperaba. Recién
ahora pienso en eso y me resulta natural, gris, desprovisto de trascendencia.
Sonó un timbre en el escritorio y Miller dijo una palabra sucia.
-Esperá -fue a ponerse el saco y la corbata, salió por la puerta del
fondo, de madera pesada y brillosa, rodeada por el panel trabajado y profundo.
Entonces Carner se apoyó en la mesa y pensó sin amor en el viernes, en
el reiterado, escondite idéntico y cambiante viernes que acababa de terminar
para siempre.
NOTAS
El manuscrito está acompañado de unos apuntes de Onetti:
1) ¿Fue el mismo día del entierro de S.-calor, humedad, y B. es allí, en
la casa mortuoria, un desconocido- que B. Concurrió al departamento de Policía,
donde lo habían citado para su empleo?
Si aceptamos esto tendremos:
a) ...
2) Pastor y su mujer, (no ella; el capitalista, gentleman calvo en
franela gris, suave) como primera tentación divina.
3) En el interrogatorio a la mujer fea, cuando ella está cansada, el
placer de depositar en ella cualquier cosa, que ella acepta, el placer de
construirla. Como en el amor. Su fealdad, ancha.
OTRAS PRECISIONES
María Isabel Onetti (“Litty”), hija del escritor Juan Carlos Onetti,
entregó el pasado 21 de marzo un manuscrito inédito de su padre a la Biblioteca
Nacional de Uruguay, donde se ha constituido un archivo personal donado hace
dos años por su viuda, Dorotea Muhr. En una ceremonia en la que participaron la
ministra de Educación y Cultura, María Simón; el director de Cultura, Hugo
Achugar, y el director de la Biblioteca Nacional, Tomás de Mattos,
"Litty" Onetti subrayó la importancia del cuento “El último viernes”,
redactado alrededor de 1950, que se está deteriorando pues: "Está escrito
a lápiz y se está diluyendo, se está deshaciendo mientras hablamos; por eso,
qué bueno que tenga su refugio en esta casa". Por su parte, el Director de
la Biblioteca afirmó que "no estamos ante un borrador de una obra
importante del escritor, es el primer esbozo de una narración, que no fue
publicada porque Onetti consideró que no tenía los valores requeridos para ser
editada”.
(Lecturas TURIA)
(Lecturas TURIA)
1 comentario:
Buen artìculo. saludos
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