Pianista, directora
de orquesta, mentora de Stravinski, Nadia Boulanger formó a los grandes
intérpretes del siglo XX, desde Gardiner, Markévich, Barenboim, Glass,
Bernstein o Menuhin a Piazzolla o Quincy Jones
Nadia Boulanger vivió 92 años en el
mismo piso de París, un amplio espacio en el número 36 de la rue Ballu. Sólo lo
abandonó para dar clase o dirigir orquestas en Estados Unidos o Gran Bretaña
-tuvo el honor de oficiar algunos estrenos absolutos de obras de Stravinski-, y
nunca renovó su interior, así que a su muerte, a finales de 1979, aún parecía
el apartamento abigarrado de una familia burguesa de las que habían hecho la
revolución de dos siglos antes. Su padre había sido Ernest
Boulanger, un compositor famoso en el París de principios del siglo XIX -contemporáneo
de Meyerbeer y Berlioz, nacido cuando Beethoven aún vivía-, y tuvo a sus dos
hijas, Nadia y Lili, con más de sesenta años. La casa, por tanto, era un
depósito de recuerdos, de instrumentos, de objetos antiguos y, sobre todo, de
partituras.
Nadia Boulanger ha sido con toda
seguridad una de las figuras más importantes de la música del siglo XX, pero su
nombre raramente aparece en los libros de historia. Sí aparece el de su
hermana Lili, figura menor -pero no anecdótica- del movimiento impresionista
fallecida en 1914, y el factor preferencial en este caso radica en que Lili
desarrolló una breve carrera como compositora, y Nadia, en cambio, abandonó la
creación musical muy pronto, al darse cuenta de que no tenía el talento para
crear nada que mereciera permanecer en el recuerdo de nadie. Pero al abandonar
la composición y decantarse hacia la pedagogía, ahí sí dejó su verdadera e
imborrable huella en la historia.
Al morir su madre en 1935, Nadia
heredó en solitario la casa familiar, y la convirtió en su academia privada de música,
tras haber impartido durante algunos veranos cursos en Fontainebleau, donde
después de la Primera Guerra Mundial se fundó una escuela a la que asistían,
inicialmente, soldados americanos, como Aaron Copland, que habían luchado en el
frente y tenían inquietudes compositivas. Se calcula que, a lo largo de
cuatro décadas, por el apartamento parisino de Boulanger pasaron más de 1200
alumnos. Un recuento parcial arroja nombres clave del jazz
moderno -Donald Byrd, Egberto Gismonti-, del pop -Quincy Jones, Burt
Bacharach-, de la dirección de orquesta -John Eliot Gardiner, Daniel Barenboim-
y de la composición contemporánea en todos sus lenguajes posibles.
Philip Glass, el compositor
minimalista, explica en su libro de memorias, Palabras sin música, que Boulanger era el vivo ejemplo de la
rectitud y la disciplina. Exigía puntualidad y constancia a sus alumnos, a los
que atendía de manera individual y, una vez por semana, en grupo; siempre
vestía de la misma manera -«de joven le interesaba la moda, pero a partir de
los años 20 descubrió el estilo que mejor le sentaba y desde entonces encargaba
la ropa especialmente para ella, congelada en el tiempo»- y su método pedagógico pasaba por no juzgar el estilo de ningún
alumno, pero sí exigirles un dominio pleno de todos los métodos de composición
de la historia, en especial el contrapuntístico, su verdadera
especialidad. El magisterio que demostraba, y el respeto que infundía, hicieron
que se le conociera simplemente con un apelativo: Mademoiselle.
A finales de los 70, el crítico y
realizador Bruno Monsaingeon quiso saber más sobre la personalidad misteriosa y
la vida de Nadia Boulanger, y empezó a visitarla en su casa de la rue Ballu.
Era la misma época en la que Monsaingeon había trabado una estrecha amistad con
el pianista Glenn Gould, de la que
nacerían varios documentales importantes como El alquimista.
De Boulanger, como de Gould, le atraía la genialidad heterodoxa, la disciplina,
la convicción firme en un proceso: en su caso, el de enseñanza y transmisión
del conocimiento del secreto de casi un milenio de música occidental. Su
primera idea era realizar un documental, pero a la hora de la verdad, lo que
había era mucho metraje, pero ninguna película. De modo que transformó el
material grabado en libro.
Dos años después de la muerte de
Boulanger, en 1981, Monsaingeon publicó Mademoiselle, un
volumen de entrevistas que, con décadas de retraso, se ha editado ahora en
castellano, dentro del catálogo de Acantilado. El libro de Monsaingeon es
visual -está apoyado en múltiples fotos familiares de Boulanger y momentos de
trabajo o de interpretación musical en su salón- y cinematográfico en el
sentido de que es un montaje a partir de diferentes entrevistas, encuentros
personales y momentos extraídos de las cintas originales, y que configuran un
retrato completo de su apabullante personalidad, que en resumen es la de una mujer que entendió la música como algo sagrado.
«Hace poco recibí la carta de un
antiguo alumno que me chocó mucho», explica Boulanger en un momento de Mademoiselle. «Decía: Cuando empecé las clases con
usted, afirmó, de un modo bastante antipático, si me permite decírselo, lo
siguiente: '¡A la música, o se le dedica toda la vida, o se renuncia a
ella'!». Boulanger no juzgaba los métodos de composición ni los
resultados, más allá de dar su opinión personal a partir de su gusto, pero
exigía de los alumnos que salieran de sus clases habiendo comprendido las
herramientas para componer, y los criterios para elegir un camino, y que lo
siguieran hasta el final. Por eso, a ella acudían incipientes
compositores dodecafonistas y trompetistas de jazz, futuros intérpretes de
música barroca y los primeros minimalistas, todos buscando de ella el secreto
más recóndito del genio musical. De modo que, en su vetusto
santuario de París, la música del siglo XX floreció de mil maneras posibles,
una por cada alumno que tuvo.
(EL MUNDO / 19-12-2018)
(EL MUNDO / 19-12-2018)
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