Los mitos vivientes
La obra de Joseph Campbell está
indisolublemente asociada al mito y su relación con las religiones, la
filosofía y la literatura. Precisamente, lejos de pensarlo como una serie de
leyendas o intuiciones primitivas, siempre le interesó asociarlo a las producciones
más complejas del hombre. El volumen La
dimensión mítica, que acaba de publicar la editorial El Hilo de Ariadna
junto con la Fundación Campbell, reúne una selección de ensayos escritos por el
autor entre 1959 y 1987 que permiten seguir las líneas de sus interpretaciones
alrededor de la obra de Joyce y Thomas Mann, con especial atención a las
teorías de Freud y Carl Jung. Aquí se publica el fragmento “La creación de
mitos vivientes”, basado principalmente en el Retrato del artista adolescente de Joyce.
EL CABALLERO, LA MUERTE Y EL DIABLO, DE
DURERO
En Retrato del artista adolescente Joyce
representa en sus sucesivas etapas el proceso de liberación de un mito
tradicional y la creación de un mito personal conveniente para perfilar una
vida como entidad individual. Desde la primera página, la atención se centra en
los sentimientos y los pensamientos que experimenta un adolescente ante lo que
ve, las sensaciones, enseñanzas, personajes e ideales de su contorno católico
irlandés, su hogar, las escuelas a las que asiste y su ciudad. La clave del
desarrollo de la novela está puesta en lo interno. Por consiguiente, las
circunstancias exteriores de los sentimientos-juicios internos, quedan vaciados
de fuerza intrínseca, mientras que su eco en el interior del adolescente –y
luego del joven– se enriquece, y combinan entre sí en un contexto cada vez
mayor de asociaciones subjetivas observadas conscientemente.
Progresivamente se va
formando así un sistema de sentimientos distintos y cada vez más lejanos de los
que tienen sus congéneres, y él tiene el coraje de respetarlos y, en última
instancia, de atenerse a ellos. Como esos juicios de valor tienen que ver no
sólo con la vida en la Dublín de finales del siglo XIX sino también con lo que
hay de “grave y constante” en los sufrimientos humanos, y con los dogmas y la
iconografía de la Iglesia Católica Romana –además de los clásicos del mundo
occidental, desde Homero hasta la época del protagonista– esa vida y ese viaje
interiores no son de manera alguna una mera aventura aislada peculiar de una
idiosincrasia sino un vuelo pleno de misterio desde las estrechas fronteras de
la vida personal hasta el vasto reino de los universales.
En las primeras
páginas la novela tiene un epígrafe de las Metamorfosis de Ovidio: “Y lanzó su
espíritu hacia las artes ignotas”. Ovidio se refiere al artesano griego Dédalo,
quien habiendo construido el laberinto para albergar al Minotauro, corría el
peligro de que el rey Minos no lo dejara partir de Creta. En esa situación,
aplicó su espíritu a artes desconocidas y armó un par de alas para él y para su
hijo Ícaro, a quien advirtió:
“Recuerda / Que no
has de volar demasiado bajo / Porque se mojarán tus alas con agua salada y
pesarán en exceso, / Y no has de volar demasiado alto porque el calor del / sol
las quemará en tus flancos. Vuela entonces / a una altura intermedia”.
Sin embargo, Ícaro
desobedeció a su padre, se lanzó a volar a gran altura y cayó al mar. Su padre
consiguió llegar a tierras. Análogamente, Joyce volaría en alas del arte desde
la provinciana Irlanda hasta la Tierra Firme cosmopolita, desde el catolicismo
hasta alcanzar el legado mítico universal del cual el cristianismo no es sino
una versión, y desde la mitología hacia su propia inmortalidad.
En su novela corta Tonio Kröger, Thomas Mann también habla
de un joven que, guiado por su propia brújula interna, se aleja en primer lugar
de su familia –en este caso, alemanes protestantes– y luego de los monstruos
literarios de su época, “esos seres fríos y orgullosos” –dice el protagonista–
“que se aventuran por senderos de enorme belleza demoníaca y desprecian a la humanidad”.
Por lo tanto se siente “entre dos mundos, y en ninguno de ellos como en casa”,
está en la zona más oscura, por así decirlo, donde no hay ni caminos ni
huellas; o, como Dédalo, en vuelo entre el mar y el cielo.
En su obra maestra La montaña mágica, publicada poco
después de terminada la Primera Guerra Mundial, Thomas Mann modificó ese tema
mitológico del itinerario interior entre opuestos y pasó a la representación de
una metamorfosis psicológica, esta vez no la de un artista sino la de un ingenuo
y joven ingeniero naval, Hans Castorp. Este personaje había arribado en plan de
visita breve a una tierra de la que no se retorna –el atemporal patio de juegos
de Afrodita y la muerte (un sanatorio para tuberculosos emplazado en los
Alpes)–en el cual se quedó durante siete años y donde experimentó una suerte de
trasmutación alquímica. Mann amplió la importancia de esa aventura para que
sugiriera la situación de la Alemania de su época, un país situado entre dos
mundos: entre el Occidente racional y positivista y el Oriente metafísico y
semiconsciente, entre Eros y Thánatos; entre el individualismo liberal y el
despotismo socialista; entre la música y la política, entre la ciencia y la
Edad Media, el progreso y la aniquilación. El majestuoso grabado de Durero que
se titula “El caballero, la muerte y el diablo” podría ser un emblema de la
tesis de Mann en esta obra. Él amplió más la imagen para que abarcara al ser
humano, ese “delicado hijo de la vida” que camina por la inclinada cornisa que
separa el espíritu de la materia, siendo en su pensamiento las dos cosas aunque
en su Ser y su Devenir sea algo distinto, imposible de captar en una
definición. Luego, en la tetralogía bíblica José
y sus hermanos, Mann pasa francamente a la esfera de los arquetipos mitológicos
y entona una vez más, esta vez en fortíssimo, la canción de toda su vida sobre
el hombre de Dios, Homo Dei, que se aventura a recorrer el pasaje que comunica
los dos polos del nacimiento y la muerte, que va desde ningún lugar a ningún
lugar, por decirlo de algún modo.
Como ocurre en las
novelas de James Joyce –desde el autobiográfico Retrato del artista adolescente hasta la pesadilla mitológica de Finnegans Wake (que gira sin cesar),
pasando por el Ulises– en las obras
de Thomas Mann, desde la aventura vital de Tonio, desde el joven dotado pero
sin pretensiones que es Hans Castorp hasta los héroes de sus historias sobre
Jacob y José, desvergonzadamente interesados, estafadores pero imponentes y
bienamados, podemos seguir paso a paso el valor de un artista de elevada
conciencia, erudito y sumamente competente, desde que escapa de “Creta”
(permítanme el símil) de la imaginería naturalista propia de su accidental
lugar de nacimiento hasta que hace pie en la “Tierra Firme” de los arquetipos
mitológicos permanentes que alberga su ser interior en cuanto ser humano.
Como en las novelas
de Joyce, en las de Thomas Mann la clave de ese proceso radica en el énfasis en
lo interior que ponen los dos escritores. Las experiencias externas
representan, no obstante, los distintos contextos externos de las relaciones
históricas, sociopolíticas y económicas, a los cuales se orienta por lo general
el intelecto de los personajes menores. En todas estas obras los autores no
sólo reconocen que esas relaciones tienen fuerza y que incluso reclaman la
lealtad de los protagonistas, sino que son elementos fundamentales para lo que
acontece en la trama. Dice Stephen Dedalus, el héroe de James Joyce: “Cuando el
alma de un hombre nace en este país, se encuentra con unas redes arrojadas para
detenerla, para impedirle la huida. Me estás hablando de nacionalidad, de
lengua, de religión. Estas son las redes de las que yo he de procurar
escaparme”. Es evidente que un intelecto orientado hacia el exterior, que solo
reconoce esos fines y reclamos históricos, correría el peligro de perder
contacto con su fondo natural y quedaría comprometido totalmente en la
realización de “significados” pueblerinos, ligados solo a su época y su
comarca. No obstante, quien quiera preste atención exclusiva al interior, a las
disposiciones del sentimiento, correría igualmente el riesgo de perder contacto
con el único mundo en el cual tendrá la posibilidad de vivir como ser humano.
Una característica importante, tanto de James Joyce como de Thomas Mann, es que
en el desarrollo de esas obras épicas se mantuvieron atentos a los hechos y el
contexto del mundo externo y también al mundo interno. Por otra parte, los dos
eran conocedores de la cultura y las ciencias de su época. Por eso pudieron
enriquecer y ampliar de manera equilibrada la correlación entre lo externo y lo
interno de su propia esfera de experiencia, elaborando sus obras cumbres de
manera tal que el orden de lo externo y lo interno adquiriera la categoría, la
majestad y la validez de mitos contemporáneos.
En su análisis de la
estructura psíquica, Carl Jung distinguió cuatro funciones psicológicas que nos
vinculan con el mundo externo: sensación, pensamiento, sentimiento e intuición.
La sensación es la función que nos informa sobre la existencia de algo; el
pensamiento nos dice qué es; el sentimiento es la función que valora las cosas,
y la intuición es la función que nos permite estimar las posibilidades
inherentes al objeto o la situación. Por consiguiente, el sentimiento es
nuestra guía interna para valorar, pero habitualmente sus juicios se refieren a
circunstancias externas, empíricas. Sin embargo, es necesario destacar que Jung
distingue también cuatro funciones psicológicas que nos dan acceso
progresivamente a las cámaras profundas de nuestra naturaleza. Se trata de 1)
la memoria, 2) los componentes subjetivos de nuestras funciones conscientes, 3)
los afectos y las emociones y 4) las invasiones o posesiones, fenómenos en los
que los componentes del inconsciente irrumpen en la esfera consciente y se apoderan
de ella. “El área del inconsciente es enorme y es siempre continua, mientras
que el área de la consciencia es un campo restringido de visión momentánea”. De
todos modos, ese campo restringido es el campo de la vida histórica; no es
cuestión de perderlo de vista.
Jung distingue dos
órdenes o niveles de profundidad del inconsciente: el personal y el colectivo.
Para él, el inconsciente personal está integrado en su mayor parte por
elementos adquiridos personalmente, potenciales o disposiciones individuales,
contenidos olvidados o reprimidos que son producto de la experiencia personal.
El inconsciente colectivo, en cambio, corresponde más bien a la biología que a
la biografía personal: en lugar de los accidentes de la experiencia personal,
lo componen los instintos, los procesos de la naturaleza tal como se encarnan
en la anatomía del Homo Sapiens y que son, por lo tanto, comunes a toda la
humanidad. Además, cuando la conciencia se descarrila y ejerce violencia sobre
el orden natural en aras de un ideal o de una idea, los instintos,
trastornados, protestarán inevitablemente. Como ocurre con un cuerpo enfermo,
la psiquis enferma intenta resistir y expulsar la infección; según su vigor,
esa protesta podrá expresarse como locura o, en casos más leves, como angustia
morbosa, dificultades para dormir o sueños terroríficos. Cuando las imágenes de
esas visiones de advertencia surgen del inconsciente personal, su significado
se puede interpretar mediante asociaciones personales, recuerdos y reflexiones;
sin embargo, cuando esas imágenes emergen del inconsciente colectivo, no es
posible decodificarlas de esa manera. Tendrán un perfil más similar a los
mitos; en muchos casos coincidirán con imágenes míticas de las que el sujeto no
ha oído hablar jamás (opino que la psiquiatría ofrece pruebas indiscutibles ya
de que es así). Por ende, serán versiones de los arquetipos de la mitología que
tienen significado en algún contexto de la vida contemporánea, y solo será
posible descifrarlas comparándolas con los motivos y la semántica de la mitología
en general.
Es de sumo interés
destacar que, en el periodo inmediato posterior a la Primera Guerra Mundial,
apareció una serie espectacular de obras históricas, antropológicas, literarias
y psicológicas en las que se reconocían los arquetipos del mito, no ya como meros
vestigios irracionales de un pensamiento arcaico, sino como elementos
fundamentales para estructurar la vida humana y, en ese sentido, proféticos
además de reparadores del presente y elocuentes acerca del pasado. El célebre
poema de T. S. Eliot La tierra baldía,
Tipos psicológicos de Carl Jung y Paideuma de Leo Frobenius se publicaron
en 1921; el Ulises de James Joyce, en
1922; La decadencia de Occidente de
Spengler, en 1923; La montaña mágica de
Thomas Mann en 1924. En buena medida era como si, en una coyuntura decisiva de
nuestra civilización, un grupo de sabios, maestros de la sabiduría que emergen
de las profundidades del ser, hubieran hablado desde sus respectivas ermitas
para hacernos llegar sus advertencias y orientación. Pero ¿qué hombre de acción
ha escuchado jamás a los sabios? Para los hombres de acción pensar es actuar, y
basta un único pensamiento. Además, cuanto más fácil de comunicar sea ese
pensamiento, mejor y más eficaz. Así, las naciones aprenden con sangre, sudor y
lágrimas lo que pudieron aprender en paz. Como dice el héroe de Joyce en Retrato del artista adolescente, esos
pensamientos y esos protagonistas no representan un camino a la libertad; son,
por el contrario, las redes que atraen, entrampan y hunden de nuevo en el
laberinto a quienes buscan la libertad. Pues apelan precisamente a los
sentimientos de deseo y temor que impiden la entrada al paraíso. Inspiran un
tipo de arte caracterizado por el didactismo y la pornografía (¡de los
escritorzuelos que los cultivan diría simplemente que son un hato de
pornógrafos didácticos!); en lugar de anunciar buenas nuevas, sus héroes son
los monstruos que debemos vencer.
Llego así al último punto
Hay dos clases
distintas de mitología (y aparentemente siempre ha sido así): la mitología de
la Aldea y la del Bosque de las Aventuras. Los imponentes guardianes de los
ritos de la aldea son aquellos querubines puestos a vigilar las puertas del
jardín –su Señoría el Temor y su Señoría el Deseos– con otros dos personajes
que los apoyan, su Señoría el Deber y su Señoría la Fe. Las metas de esos
cultos de moda son la salud, una progenie numerosa, una larga vida, la riqueza,
la victoria en la guerra y la bendición de una muerte indolora. En cambio, no
es posible transitar los senderos del Bosque de las Aventuras hasta no superar
a esos guardianes, y la manera de superarlos es darse cuenta de que su aparente
poder es una ilusión, producto del restringido ámbito de la conciencia
egocéntrica. La manera de superarlos es no enfrentarlos como “realidades”
externas (pues si los matamos “ahí afuera” su poder se transmite a otro
vehículo) sino desplazar el centro del propio horizonte de preocupaciones. Como
dice en Ulises el personaje de Joyce:
“pero es aquí adentro donde tengo que matar al sacerdote y al rey”.
Entretanto, quienes
están dominados por esos poderes están, por así decirlo, bajo un hechizo: ese
es el significado del tema de La tierra
baldía en el célebre poema de T. S. Eliot, como lo era en el texto que
inspiró a su autor, la leyenda del Grial, de los siglos XII y XIII. En esa
época, todos estaban obligados a profesar creencias que quizás no compartieran,
creencias impuestas por un clero cuya moral era el mayor escándalo de la época.
Son testimonio de ello las palabras del Papa Inocencio III (que no era ningún
santo): “nada tan frecuente como ver que incluso los monjes y los canónigos se
despojan de su hábito y se dan a los juegos de azar y la caza, que tienen
tratos con concubinas y se vuelven juglares o curanderos”. El rey de la leyenda
del Grial no se había ganado la posición de guardián de ese símbolo supremo del
espíritu; había heredado el título y lo habían ungido como tal. Cierto día, mientras
cabalgaba durante una juvenil aventura de amor (que no estaba fuera de lugar en
un joven caballero, pero sí en el rey custodio del Grial), se trabó en combate
con un caballero pagano a quien terminó matando aunque antes su rival alcanzó a
herirlo con su lanza y castrarlo. A partir de ese momento, mágicamente, todo el
reino cayó bajo el hechizo de la esterilidad, del cual solo habría de librarlo
un joven noble con coraje suficiente para no dejarse llevar por los dogmas
sociales y clericales de la época sino por los dictados de su piadoso y leal
corazón. En la versión más famosa de la leyenda, escrita por el poeta Wolfram
von Eschenbach, cada vez que el héroe, Perceval, procedía como le habían
enseñado, el mundo empeoraba. Solo cuando aprendió, por fin, a seguir los
dictados de su propio y noble corazón, reunió las condiciones para suplantar al
rey ungido, incluso para curarlo, rompiendo el hechizo en que había caído el
cristianismo, una mitología en la que la vida no se alimentaba de la
experiencia y la virtud sino de la autoridad y la tradición.
Alienta en el poema
de Eliot una idea similar, referida ahora a una tierra baldía moderna, afligida
por una vida secular, no religiosa, inauténtica: “Ciudad irreal / bajo la parda
niebla de un amanecer de invierno/ una multitud fluía sobre el puente de
Londres; eran tantos / jamás hubiera creído que la muerte destruyera a tantos”.
Una vez más, la
respuesta al hechizo de la muerte es de índole psicológica, entraña un
desplazamiento radical del centro de las preocupaciones conscientes. Eliot
busca una señal en la India, en ese mismo Bhadaranyaka
Upanisad del que provenía la figura que destaqué antes, ese ser primigenio
que dijo “yo” y produjo el universo. En el poema de Eliot habla con voz de
trueno el mismo Prajapati, el padre de las criaturas: Da, dice, y las tres
clases de criaturas, los dioses, los hombres y los demonios, oyen cosas
distintas. Los dioses oyen damyata (controlaos), los seres humanos oyen datta
(dad) y los demonios oyen dayadhvam (sed compasivos). En el texto se dice que
esa lección resume todas las enseñanzas sagradas que destruyen el hechizo del
ego que nos ata y engaña. Análogamente, en el poema de Eliot hay una voz de
trueno que desencadena una lluvia de gracia revitalizadora, más allá de los
infiernos y los cielos del ego. En el Ulises
Joyce también evoca un trueno (que luego habría de resonar en todos los
capítulos de su obra siguiente, Finnegans
Wake), para quemar la máscara autodefensiva de su joven héroe, Stephen
Dedalus, cuyo corazón se abre entonces por obra de la compasión a una
experiencia de “consubstancialidad” con otra criatura sufriente, Leopold Bloom.
Por último, para cerrar este recorrido por obras modernas que remozan temas
mitológicos atemporales, al héroe de Thomas Mann, Hans Castorp, lo mueven las
mismas fuerzas que habían tentado a Buda: la muerte y el deseo, pero
impertérrito ante las advertencias de peligro, él sigue con valentía lo que le
indica su corazón y aprende así a actuar desde el centro mismo de su vida
interna, para usar palabras Nietzsche, “como una rueda que gira sobre su eje”.
Y entonces, una vez más, se oye un “trueno”, el rugido de los cañones de la
Primera Guerra Mundial, y el mismo joven que antes se había sentido abrumado
por un empleo de oficina, tiene el coraje de ir voluntariamente al campo de
batalla y así retornar a la vida.
Pues esas relaciones
que para el alma joven son redes “arrojadas para retenerla”, puede convertirse
en las prendas, libremente elegidas, que vestirá en la aventura que emprenda luego,
cuando haya encontrado su propio centro.
Para concluir, citaré
un poema breve del californiano Robinson Jeffers, Natural Music, que resume toda mi argumentación sobre el camino que
se abre entre los dos guardianes del jardín y lleva a la experiencia jubilosa
del punto inmóvil de este mundo que gira, la voluntad que anima todas las
cosas. Según James Joyce, la alegría es la emoción que corresponde a la
comedia, y en la Divina Comedia de
Dante, la verdadera beatitud solo se alcanza en la contemplación de ese amor
luminoso que sustenta todas las penas del infierno, las faenas del purgatorio y
los éxtasis del cielo: el asombro jubiloso ante las maravillas de las cosas que
es, en suma, el inmortal don del mito.
A Jeffers, entonces,
(al leer estos versos, conviene recordar que las colinas de California tienen
color amarillo en verano y que en invierno son verdes):
“La antigua voz del
océano, el parloteo de los arroyos/ (el invierno ha trocado en oro la plata/ de
sus aguas y el tono parduzco de sus orillas en verde vegetal) / recitan una
misma lengua con tonos diferentes. / Por eso creo que si tuviéramos la
fortaleza de escuchar/ sin deseo ni temor / la tromba de las naciones enfermas,
la furia de las ciudades hambrientas, también hallaríamos esas voces / límpidas
como las de un niño, como la de una muchacha que danza a solas / junto al mar
soñando con enamorados”.
(RADAR LIBROS / 2-12-2018)
(RADAR LIBROS / 2-12-2018)
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