Papá Goriot hablaba solo
ya, porque la señora de Nucingen había llevado a Rastignac al gabinete, donde
se oyó el ligero ruido de un beso. El gabinete estaba en armonía con la
elegancia de todo el piso, en el que no faltaba nada.
-¿Se han adivinado bien
sus deseos, caballerito? -dijo Delfina volviendo al salón para sentarse a la
mesa.
-¡Ay de mí, sí, demasiado
bien! Este lujo tan completo, estos hermosos sueños realizados y las poesías de
una vida de hombre joven y elegante, todo lo siento demasiado bien para
merecerlo; pero no puedo aceptarlo de usted, y soy demasiado pobre aun para…
-¡Ah! ¡Oh! ¿Se resiste
usted ya? -dijo Delfina con cierta autoridad burlona, haciendo una de esas
muecas de que se valen las mujeres cuando quieren burlarse de algún escrúpulo
para disiparlo mejor.
Eugenio se había
consultado demasiado solemnemente aquel día, y la prisión de Vautrin, acababa
de corroborar sus sentimientos nobles demostrándole la profundidad del abismo
en que había estado a punto de caer, para que cediese a aquella cariñosa
refutación de sus generosas ideas. Una profunda tristeza se apoderó de él.
-¡Cómo! -dijo la señora
de Nucingen-. ¿Se negaría usted a aceptar? ¿Sabe lo que significa semejante
negativa? Usted duda del porvenir y no se atreve a unirse a mí. ¿Teme usted
acaso hacer traición a mi cariño? Si me ama usted, si yo… lo amo, ¿por qué
retrocede ante tan poca cosa? Si conociese usted el placer que he tenido en
ocuparme de este hogar de soltero, no titubearía y me pediría perdón. Tenía en
mi poder dinero suyo y lo he empleado bien, eso es todo. Cree usted ser grande
y es pequeño. Además, pide ustede cosas de más importancia -añadió volviéndose
hacia su padre después de una pausa-. ¿Cree usted que no estoy tan celosa de su
amor como él mismo?
Escuchando esta bonita
disputa, papá Goriot sonreía como un salvaje.
-Niño, está usted a la
entrada de la vida -repuso Delfina tomando la mano de Eugenio-. Encuentra usted
una barrera insuperable para muchas gentes, una mano de mujer se la abre, ¿y
retrocede usted? ¡Oh, usted triunfará, hará una brillante carrera, el éxito
está escrito en su bella frente! ¿Y no podrá entonces devolverme lo que yo le
presto hoy? ¿No daban antaño las damas a sus caballeros armaduras, espadas,
cascos, cotas de malla y caballos, para que pudiesen ir a combatir en su nombre
en los torneos? Pues bien, Eugenio, las cosas que yo le ofrezco son las armas
de la época, útiles necesarios para el que quiere ser algo. Lindo es el granero
que usted habita, que se parece al cuarto de papá. Vamos, ¿no comemos? ¿Quiere
usted entristecerme? Responda -añadió sacudiéndole el brazo-. Dios mío, papá,
decídale usted o yo me voy y no vuelvo nunca más.
-Voy a decidirlo -dijo
papá Goriot saliendo de su éxtasis-. Señor Eugenio, iba usted a pedir dinero a
unos judíos, ¿verdad?
-¿Qué remedio me queda?
-contestó el joven.
-Bueno, ya lo he pescado
a usted -repuso el buen hombre sacando del bolsillo una cartera vieja de
cuero-. Yo me he hecho judío y he pagado todas las facturas. Aquí las tiene
usted. No debe usted un céntimo de todo lo que hay aquí, lo que no es gran
cosa, pues asciende a lo sumo a cinco mil francos. Yo se los presto, y a mí
supongo que no me los rechazará, porque no soy mujer. Me extenderá usted un
recibo en un trozo de papel, y ya me devolverá la suma cuando pueda.
Algunas lágrimas brotaron
a la vez de los ojos de Eugenio y de Delfina, que se miraron sorprendidos.
Rastignac tendió la mano al buen hombre y se la estrechó.
-¡Hombre! ¿No sois mis
hijos? -dijo Goriot.
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