París,
28 de mayo de 1933
A
J. P.
Este obstinarse en que
los personajes hablen de sentimientos, pasiones, apetitos e impulsos de orden
estrictamente psicológico, y donde una sola palabra suple a innumerables
ademanes, es causa de que el teatro haya perdido su verdadera razón de ser, y
que hayamos llegado a anhelar un silencio en el que podamos escuchar mejor la
vida. En el diálogo se expresa la psicología occidental; y la obsesión por la
palabra clara que lo exprese todo concluye en el desecamiento de las palabras.
El teatro oriental ha
sabido preservar un cierto valor expansivo de las palabras, pues en la palabra
el sentido claro no lo es todo; hay también una música de la palabra, que habla
directamente al inconsciente. Y así es como en el teatro oriental no hay un
lenguaje hablado sino un lenguaje de gestos, actitudes, signos, que, desde el
punto de vista del pensamiento en acción, tiene tanto valor expansivo y revelador
como el otro. Y así es cómo en Oriente este lenguaje de signos se valora más
que el otro, atribuyéndosele poderes mágicos inmediatos. Se le invita a que le
hable no sólo al espíritu sino a los sentidos, a alcanzar regiones aun más
ricas y fecundas de la sensibilidad en pleno movimiento.
De tal manera, si el
autor es quien ordena el lenguaje de las palabras y el director es su esclavo,
hay aquí una simple cuestión verbal. Hay aquí una confusión de términos, pues
para nosotros, y de acuerdo con el sentido que se atribuye generalmente al
vocablo director, este no es más que un artesano, un adaptador, una especie de
traductor eternamente dedicado a traspasar una obra dramática de un lenguaje a
otro. En cuanto deje de entenderse que el lenguaje de la palabra es superior a los
otros, y el único que el teatro admite, no habrá más confusión, y el director
no se verá ya obligado a desaparecer ante el autor.
Pero que se vuelva brevemente
a las fuentes respiratorias, plásticas, activas del lenguaje, que se relaciones
las palabras con los movimientos físicos que las han originado, que el aspecto
lógico y discursivo de la palabra desaparezca ante su aspecto físico y
afectivo, es decir que las palabras sean oídas como elementos sonoros y no por
lo que gramaticalmente quieren expresar, que se las perciba como movimientos, y
que esos mismos movimientos se asimilen a otros movimientos directos, simples,
comunes a todas las circunstancias de la vida -aunque bastante lo ignoren los
actores del teatro-; y he aquí entonces que el lenguaje de la literatura se
reconstituye, revive, y, paralelamente, como en las telas de algunos antiguos
pintores, los objetos mismos se ponen a hablar. La luz, en vez de parecer un
decorado, tendrá la calidad de un verdadero lenguaje, y los elementos
escénicos, grávidos de significación, se ordenarán revelando una estructura. Y
ese lenguaje inmediato y físico está enteramente a disposición del director,
que tiene aquí la oportunidad de crear en una suerte de total autonomía.
























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