BURLA-LA-MUERTE (3 / 17)
Aquel día debía de ser
hasta la noche una fantasmagoría para Eugenio, quien a pesar de la fuerza de su
carácter y de la firmeza de su razón, no sabía cómo clasificar sus ideas cuando
se encontró en el coche al lado de papá Goriot, cuyas palabras demostraban una
alegría inusitada y resonaban en su oído, después de tantas emociones, como si
las oyera en sueños.
-Esta mañana se ha
acabado todo. Comemos los tres juntos, ¡juntos! ¿Comprende usted? Hace cuatro
años que no como con mi pequeña Delfina, que va a ser mía toda la noche.
Estamos en su habitación desde la mañana. He trabajado como un obrero, en
mangas de camisa, y ayudé a llevar los muebles. ¡Ah, usted no sabe lo cariñosa
que ella es en la mesa! Se ocupará de mí diciéndome: “Papá, coma usted esto,
que está bueno.” Y entonces yo ya no podré comer. ¡Oh, cuánto tiempo hacía que no
estaba tranquilo con ella como voy a estarlo esta noche!
-Pero ¿se ha trastornado
hoy el mundo? -preguntó Eugenio.
-¿Trastornado? -dijo papá
Goriot-. En ninguna época ha estado tan bien el mundo. Yo no veo más que caras
alegres en las calles, gentes que se dan apretones de manos y que se abrazan, y
personas felices como si fuesen a comer a casa de sus hijas; devoraremos una
buena comida que Delfina misma encargó delante de mí del Café de los Ingleses.
Pero, ¡bah!, al lado de ella el acíbar sería dulce como la miel.
-Creo volver a la vida
-dijo Eugenio.
-¡Pero apure usted,
cochero! -gritó papá Goriot abriendo la ventanilla de adelante-. Vaya más
aprisa, y si me lleva en diez minutos donde usted sabe, le daré cinco francos
de propina.
Al oír esta promesa, el
cochero atravesó París con la rapidez del rayo.
-¡Qué poco arrea este
cochero! -decía Goriot.
-Pero ¿adónde me lleva
usted? -preguntó Rastignac.
-A su casa -dijo papá
Goriot.
El coche se detuvo en la
calle de Artois. El buen hombre bajó primero y le dio diez francos al cochero
con la prodigalidad de un viudo que, en el paroxismo de su placer, no tiene
nada en cuenta.
-Ya podemos subir -dijo a
Rastignac, haciéndolo atravesar un patio y conduciéndolo a la puerta de una
habitación situada en un tercer piso, en la parte trasera de una casa nueva y
de hermosa apariencia.
Papça Goriot no necesitó
llamar. Teresa, la camarera de la señora de Nucingen, les abrió la
puerta.Eugenio se encontró en una deliciosa habitación de soltero compuesto de
una antesala, un saloncito, un dormitorio y un gabinete con vistas a un jardín.
En el saloncito, cuyo mobiliario y adornos podía sostener la comparación con lo
más hermoso y elegante que se conocía, vio a la luz de las bujías a Delfina,
que se levantó de un sofá colocado al lado del fuego, dejó su abanico sobre la
chimenea y le dijo con cariñosa voz:
-¿Conque, ¿ha sido
preciso ir a buscarlo, señor que no entiende nada?
Teresa salió. El
estudiante tomó a Delfina en sus brazos, la estrechó fuertemente contra su
corazón y lloró de alegría. Este último contraste enrtre lo que veía y lo que
acababa de ver en el mismo día, en que tantas emociones habían fatigado su
corazón y su cabeza, desencadenó en Rastignac un acceso de sensibilidad
nerviosa.
-Ya sabía yo que te
quería -dijo papá Goriot en voz baja a su hija mientras Eugenio, abatido, yacía
en sl sofá sin poder pronunciar palabra y sin darse cuenta siquiera de las
sensaciones que sufría.
-Pero venga usted y verá
-le dijo la señora de Nucingen tomándolo por la mano y llevándolo a un cuarto
cuyas alfombras, muebles y menores detalles le recordaban, en pequeño, el
mobiliario de Delfina.
-Aquí falta una cama
-dijo Rastignac.
-Sí, señor -dijo ella
ruborizándose y estrechándole la mano.
Eugenio la miró y aunque
joven, compredió todo el pudor verdadero que encerraba el corazón de una mujer
amante.
-Es usted una de esas
criaturas a quienes se debe adorar siempre -le dijo a Delfina al oído-. Sí,
puesto que nos comprendemos tan bien, me atrevo a decírselo: cuanto más vivo y
sincero es el amor, más misterioso y velado debe de ser. No descubramos nuestro
secreto a nadie.
-¡Oh, yo prometo no ser
alguien! -dijo papá Goriot gruñendo.
-Usted sabe que es nosotros.
-¡Ah, eso es lo que yo
quería! ¿No haréis caso de mí, verdad? Yo iré y vendré como un espíritu que
está en todas partes y que se sabe que está presente sin verlo. Bien, Delfina,
bien. ¿No tuve razón en decirte: “¡Hay una habitación muy bonita en la calle de
Artois, alquilémosla”? Tú no querías. ¡Ah, yo soy el autor de tus goces, como
soy el autor de tus días! Los padres tienen que dar siempre para ser felices.
El dar siempre es lo que hace a un padre.
-¡Cómo! -dijo Eugenio.
-Sí, ella no quería;
temió que dijesen tonterías, como si el mundo valiese lo que vale la dicha.
Pero todas las mujeres sueñan con hacer lo que ella hace.
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