lunes

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (81)


BURLA-LA-MUERTE (3 / 17)


Aquel día debía de ser hasta la noche una fantasmagoría para Eugenio, quien a pesar de la fuerza de su carácter y de la firmeza de su razón, no sabía cómo clasificar sus ideas cuando se encontró en el coche al lado de papá Goriot, cuyas palabras demostraban una alegría inusitada y resonaban en su oído, después de tantas emociones, como si las oyera en sueños.

-Esta mañana se ha acabado todo. Comemos los tres juntos, ¡juntos! ¿Comprende usted? Hace cuatro años que no como con mi pequeña Delfina, que va a ser mía toda la noche. Estamos en su habitación desde la mañana. He trabajado como un obrero, en mangas de camisa, y ayudé a llevar los muebles. ¡Ah, usted no sabe lo cariñosa que ella es en la mesa! Se ocupará de mí diciéndome: “Papá, coma usted esto, que está bueno.” Y entonces yo ya no podré comer. ¡Oh, cuánto tiempo hacía que no estaba tranquilo con ella como voy a estarlo esta noche!

-Pero ¿se ha trastornado hoy el mundo? -preguntó Eugenio.

-¿Trastornado? -dijo papá Goriot-. En ninguna época ha estado tan bien el mundo. Yo no veo más que caras alegres en las calles, gentes que se dan apretones de manos y que se abrazan, y personas felices como si fuesen a comer a casa de sus hijas; devoraremos una buena comida que Delfina misma encargó delante de mí del Café de los Ingleses. Pero, ¡bah!, al lado de ella el acíbar sería dulce como la miel.

-Creo volver a la vida -dijo Eugenio.

-¡Pero apure usted, cochero! -gritó papá Goriot abriendo la ventanilla de adelante-. Vaya más aprisa, y si me lleva en diez minutos donde usted sabe, le daré cinco francos de propina.

Al oír esta promesa, el cochero atravesó París con la rapidez del rayo.

-¡Qué poco arrea este cochero! -decía Goriot.

-Pero ¿adónde me lleva usted? -preguntó Rastignac.

-A su casa -dijo papá Goriot.

El coche se detuvo en la calle de Artois. El buen hombre bajó primero y le dio diez francos al cochero con la prodigalidad de un viudo que, en el paroxismo de su placer, no tiene nada en cuenta.

-Ya podemos subir -dijo a Rastignac, haciéndolo atravesar un patio y conduciéndolo a la puerta de una habitación situada en un tercer piso, en la parte trasera de una casa nueva y de hermosa apariencia.

Papça Goriot no necesitó llamar. Teresa, la camarera de la señora de Nucingen, les abrió la puerta.Eugenio se encontró en una deliciosa habitación de soltero compuesto de una antesala, un saloncito, un dormitorio y un gabinete con vistas a un jardín. En el saloncito, cuyo mobiliario y adornos podía sostener la comparación con lo más hermoso y elegante que se conocía, vio a la luz de las bujías a Delfina, que se levantó de un sofá colocado al lado del fuego, dejó su abanico sobre la chimenea y le dijo con cariñosa voz:

-¿Conque, ¿ha sido preciso ir a buscarlo, señor que no entiende nada?

Teresa salió. El estudiante tomó a Delfina en sus brazos, la estrechó fuertemente contra su corazón y lloró de alegría. Este último contraste enrtre lo que veía y lo que acababa de ver en el mismo día, en que tantas emociones habían fatigado su corazón y su cabeza, desencadenó en Rastignac un acceso de sensibilidad nerviosa.

-Ya sabía yo que te quería -dijo papá Goriot en voz baja a su hija mientras Eugenio, abatido, yacía en sl sofá sin poder pronunciar palabra y sin darse cuenta siquiera de las sensaciones que sufría.

-Pero venga usted y verá -le dijo la señora de Nucingen tomándolo por la mano y llevándolo a un cuarto cuyas alfombras, muebles y menores detalles le recordaban, en pequeño, el mobiliario de Delfina.

-Aquí falta una cama -dijo Rastignac.

-Sí, señor -dijo ella ruborizándose y estrechándole la mano.

Eugenio la miró y aunque joven, compredió todo el pudor verdadero que encerraba el corazón de una mujer amante.

-Es usted una de esas criaturas a quienes se debe adorar siempre -le dijo a Delfina al oído-. Sí, puesto que nos comprendemos tan bien, me atrevo a decírselo: cuanto más vivo y sincero es el amor, más misterioso y velado debe de ser. No descubramos nuestro secreto a nadie.

-¡Oh, yo prometo no ser alguien! -dijo papá Goriot gruñendo.

-Usted sabe que es nosotros.

-¡Ah, eso es lo que yo quería! ¿No haréis caso de mí, verdad? Yo iré y vendré como un espíritu que está en todas partes y que se sabe que está presente sin verlo. Bien, Delfina, bien. ¿No tuve razón en decirte: “¡Hay una habitación muy bonita en la calle de Artois, alquilémosla”? Tú no querías. ¡Ah, yo soy el autor de tus goces, como soy el autor de tus días! Los padres tienen que dar siempre para ser felices. El dar siempre es lo que hace a un padre.

-¡Cómo! -dijo Eugenio.

-Sí, ella no quería; temió que dijesen tonterías, como si el mundo valiese lo que vale la dicha. Pero todas las mujeres sueñan con hacer lo que ella hace.

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