Aquello que jamás puede morir
... y los seres
humanos aún podían comprender el lenguaje de los animales, un joven abeto que,
a pesar de su escasa altura, tenía un espíritu grande.
Vivía en lo más
profundo del bosque rodeado por árboles mucho más altos, mucho más majestuosos
y mucho más viejos que ninguno de los que hasta entonces se hubiera conocido.
Todos los
inviernos, los padres, las madres y los hijos se adentraban en lo más profundo del
bosque en viejos trineos de madera. Con gran alegría y regocijo cortaban varios
árboles de tamaño mediano y se los llevaban. Los venerables caballos que
tiraban de los trineos resoplaban
y los cascabeles de sus guarniciones tintineaban. Las risas de los niños y de los
mayores resonaban por todo el bosque.
Sí, el pequeño
abeto había oído decir en susurros a los árboles más viejos, a aquellos que
eran demasiado altos y demasiado grandes para que los cortaran con el hacha y
se los llevaran... pues sí, había oído decir que los árboles que talaban los
llevaban a un lugar maravilloso, un lugar que llamaban hogar.
Allí los trataban
con gran respeto, eran acariciados por muchas manos y colocados en un agua
calmante. Después, decían, toda una familia de personas sonrientes se
congregaba a su alrededor.
Adornaban el árbol con pequeños y preciosos objetos, pequeñas bolas confeccionadas
con cintas y nueces peladas en su interior, galletas azucaradas y otras golosinas.
Después encendían unas preciosas velitas y las colocaban en los codos y en los brazos del árbol.
Y al final, con sus guirnaldas de caramelo, sartas de frutas y hasta a veces adornos
de cristal y espejitos de colores, el árbol se convertía en el huésped más
reverenciado de la casa. Era, en efecto, el mayor de los honores que se pudiera
tributar a un árbol.
Los árboles más
viejos, que sabían de estas cosas, aseguraban que para los seres humanos que
participaban en ese acto era un momento de gran alegría, pues unos preciosos chiquillos
entraban cantando en la habitación y el fuego ardía en todas las chimeneas e
incluso las estrellas del cielo parecían brillar con renovado fulgor.
Según contaban los
viejos, se veían por doquier muchachos y muchachas corriendo de un lado a otro
y entrando en el salón con toda suerte de alimentos que compartían con todos los demás. Las
ancianas se ponían sus mejores delantales blancos. Los viejos se ponían sus mejores
trajes negros y sus mejores sombreros negros, y todas las mujeres lucían sus
mejores vestidos negros. Todos los chicos llevaban pantalones que les picaban y
las chicas llevaban las faldas más adecuadas para hacer reverencias. Bueno,
todo parecía ser absolutamente maravilloso. Y eso soñaba nuestro abeto.
Año tras año, el
abeto esperaba que pasara el verano, que llegara el otoño y que, por fin, empezara
el ansiado invierno. Cuando sentía el mordisco de los gélidos vientos, se
llenaba de júbilo. Era entonces más feliz que nunca, envuelto en su gran capa
verde cada año más tupida.
Y también cada
año, en invierno, regresaban los trineos y los hombres volvían a cortar árboles
mientras los niños gritaban y hacían ángeles de nieve en los grandes
ventisqueros.
Y, aunque el
pequeño abeto era muy tímido, no podía contenerse y cada año gritaba con más atrevimiento:
«¡Venid! ¡Elegidme a mí! Me encantan los niños. Me encanta esa famosa fiesta
que celebráis. ¡Elegidme! ¡Por favor! ¡Elegidme!»
Pero pasaban los
años y nadie lo elegía. A muchos de los árboles del bosque que lo rodeaban ya
se los habían llevado. Ahora su pariente más próximo se encontraba muy lejos de
él y el pequeño abeto se sentía solo, pero a pleno sol fue creciendo y
creciendo como jamás había crecido.
Al invierno
siguiente, aparecieron de nuevo unos caballos que tiraban de un trineo cargado
de alegres niños, en compañía de sus padres. Los caballos pasaron haciendo
cabriolas justo por delante del abeto, pues el padre quería echar un vistazo a
la espesa arboleda que había más adelante. «Esperad -gritó uno de los niños-.
Aquél de allí abajo, el que está solo.»
Y el abeto empezó
a temblar de esperanza.
«¡Sí! ¡Acercaos un
poco más! ¡Elegidme a mí! ¡Por favor!» El abeto trató de ponerse lo más tieso
que pudo. Y la familia debió de oírle, pues el trineo se detuvo y los caballos
dieron la vuelta trotando y regresaron, y muy pronto la familia se abrió paso a
través de la nieve para examinar el árbol.
«Mirad qué ramas
tan fuertes tiene», gritó un niño con unas preciosas y arreboladas mejillas.
«Mirad qué verde y
lozano es este árbol», dijo la madre.
«Sí -dijo el
padre-, éste no es ni demasiado alto ni demasiado bajo sino justo lo que necesitamos.»
Y el padre sacó el
hacha que guardaba en el trineo. Al primer golpe, el abeto experimentó el dolor
más intenso que jamás había sentido en toda su vida.
«Oh -gritó el
árbol-, voy a caer.» Y allí mismo se desmayó. El hacha siguió descargando
golpes hasta que el árbol quedó separado de sus raíces y se desmoronó en medio de
una gran lluvia de nieve.
Más tarde, el
abeto fue colocado en la plataforma que avanzaba serpenteando tras el trineo.
Los cascabeles de las guarniciones de los caballos tintineaban y el abeto oía
las conversaciones y las risas de las personas. Ahora se le estaba empezando a
calmar el terrible dolor y, además, recordaba vagamente que se dirigían a un
lugar, un lugar importante, un lugar bello y maravilloso, un lugar que él había
pasado todos los días y los años de su vida deseando ver con toda su alma.
En ese punto, mi tío
se detuvo para recortar su retorcido puro.
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