por Agustín Sánchez
Vidal
Miguel Hernández es un escritor tan
insólito que ni siquiera lo parece, y a menudo nos cuesta hacernos cargo de sus
peculiaridades, más allá del pintoresquismo del poeta pastor o de su ignominiosa
muerte en la cárcel. Ciertamente, se trata de alguien de origen popular, cuando
las barreras de clase aun eran muy operativas. Pero lo que singularizó su
trayectoria fue que la encarrilase asimilando las tradiciones más cultas (Góngora,
Quevedo, Calderón) o las vanguardias más complejas (Gómez de la Serna, el
ultraísmo, el surrealismo de Aleixandre, la poesía impura de
Neruda). Y no para quedarse en ellas, sino para rehumanizarlas, desandando el
camino hasta hacerlas asequibles a todos.
Uno de los muñidores de la
llamada Generación de 1927, Dámaso Alonso, pretendió neutralizar
tan peculiares coordenadas unciéndolo al equívoco de “genial epígono” de dicho
grupo. Otros, más atentos a la cronología, han preferido adscribirlo a la
promoción de 1936, aquella cuya obra queda a caballo entre el antes y el
después que marca la guerra civil (cuando, en su caso, no puede decirse que
hubiera un después). Aunque tanto da. Claro que mantiene vínculos con unos y
con otros. Su relación con los escritores que le preceden es clara. De ellos
toma elementos creacionistas (en particular, de Gerardo Diego), gongorinos
(mucho menos de lo que suele decirse), neopopularistas, surrealistas, etc. Pero
su impronta no supera los débitos respecto a Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de
la Serna o Gabriel Miró. Y el núcleo de su etapa de maduración es típico
de la década de los treinta: el rumbo que debe tomarse tras la fase resolutiva
de las vanguardias, que en su caso se saldó con la integración en discursos estéticos
de orden neorromántico, expresionista, neobjetivista, neocasticista o más
comprometidos desde el punto de vista político.
Lo que lo hace irrepetible hay que buscarlo en otros factores. Tampoco
el injerto de lo culto y lo popular resulta raro en latitudes ajenas (en las
nuestras es tan habitual que ha podido ser considerado una constante). Sólo que
no siempre resulta convincente. Cuando se hace de arriba abajo corre el peligro
de caer en la demagogia y el reduccionismo paternalista. Y cuando se acomete de
abajo arriba tampoco escasea el quiero y no puedo. El poeta culto cree hablar
el lenguaje del pueblo poniéndose soez, y el popular se supone culto echando
mano del rebuscamiento y el diccionario. El resultado es una baldía tierra de
nadie, el recíproco gangrenamiento por fricción.
Hernández ha sido víctima frecuente de este tipo de malentendidos. El
cliché del poeta cabrero ha solido derivar hacia el encefalograma plano,
incluso cuando se esgrimían las mejores intenciones. El caso más extremo fue
aquella visión que proporcionaba a sus lectores un corresponsal inglés de la
guerra civil española, al referirse como algo exótico a una especie de pastor
semianalfabeto que había roto a componer versos en las trincheras poco menos
que de un modo instintivo, urgido por el combate y el silbido de las balas.
Conviene cuestionar ese tópico, al que no fue ajeno el propio Hernández
para captar la benevolencia de los intelectuales y otras gentes bien situadas
que podían ayudarle, cuando quedó claro que la atmósfera republicana propiciaba
un ambiente más abierto, más interclasista.
No ayudó a ello la cuarentena en la
que fue sumida su obra, de la que sólo terminaron esgrimiéndose algunas piezas
muy centradas en determinados tonos y registros. Cuando murió, con treinta y un
años, apenas había publicado unas quinientas páginas. El franquismo redujo
drásticamente ese acervo a las ciento sesenta que tenía El rayo que no
cesa de Austral, a las que se añadió alguna antología. Hubo que
esperar a los años 1950 para acercarse al medio millar de páginas de la edición
de Aguilar. Y otra década más para que la argentina de Losada rozara el millar.
En el cincuentenario de su muerte, en
1992, las Obras completas de Espasa acrecentaron ese caudal en
más de dos mil quinientas páginas. Y ahí ya surge otro escritor. Cuando se
reconstruye su trayectoria paso a paso, la conversión ideológica cobra otro
sentido. No procede ni de una "revelación", ni de tal o cual
patrocinio, ni de la guerra civil, ni cualquier otro camino de Damasco. Se
muestra como un proceso mucho más amplio y complejo, desarrollado a mitad de
camino entre sus vivencias y su oficio de poeta, según las necesidades que le
iba demandando la escritura.
Vista con perspectiva, hay una clara evolución desde una literatura de
segunda mano a otra obtenida de forma directa de su entorno cotidiano, para
luego categorizarla desde lo ascético y neocatólico, hasta concluir en algo
mucho más objetual y matérico, que le permitirá la exaltación del amor y del
trabajo, de la gente que se entrega a la tierra y a la fecundación. De ahí su
rara coherencia, su credibilidad. No se estancó en el mero realismo socialista,
aunque en alguna ocasión incurriera en él.
Considerado el conjunto de su obra
--no sólo las quinientas páginas publicadas en vida del poeta, sino también las
otras dos mil quinientas que dejó inéditas-, lo que se observa en ese
ingente tanteo de manuscritos es un quemar etapas y auscultar el idioma sin
tregua, buscando una voz propia. Debutando en la poesía con uno de los libros
más herméticos que se ha publicado en España, Perito en lunas (1933), tan
complejo que ni siquiera los especialistas se ponen de acuerdo sobre el
significado de muchas de sus composiciones. E irrumpiendo en el teatro con un
auto sacramental neocatólico de insólito corte calderoniano, sustituyendo las
viejas alegorías del pecado por las voces de los sindicalistas.
Esos cientos de manuscritos permiten rellenar los huecos, por muy
diversos que se muestren. Están, por un lado, los cuadernillos de adolescencia,
con una cuidada caligrafía de plumier, donde se advierten de inmediato los
respectivos modelos usados como falsilla. Siguen los apresurados apuntes a
lápiz, hechos seguramente sobre las rodillas o el zurrón de pastor, mientras
cuida las cabras. Vienen luego los poemas cuidadosamente pasados a máquina, con
una mecanografía lustrosa y oronda, añadiendo horas en la oficina del notario
para el que trabajaba como pasante. Y después no hay reglas que valgan, desde
los escritos de la guerra que llegan a mantener la urgencia de una crónica
hasta los frágiles soportes de la etapa carcelaria, con una letra ya
convulsa.
Sin embargo, y a pesar de su diversidad, cuando esos papeles se ordenan
en la secuencia adecuada, se observa dónde el poeta se ha empleado a fondo,
convocando todo su aprendizaje. Como sucede con el deslumbrante “Hijo de la luz
y de la sombra”, del que se han conservado hasta seis extensos borradores.
Quien desee saber el modo en que surgen sus versos, todo el laborioso proceso que
le supusieron, debería rastrear ese ímprobo trabajo donde se aúnan un dominio
del idioma que tuvo mucho de innato y una técnica adquirida en un incesante
acopio, y adiestrada sin pausa.
El tiempo jugó en contra suya, no le
permitió acometer en vida un proceso de depuración que, sin duda, habría
llevado a cabo. Las circunstancias lo lastraron de un modo acuciante, dejando
mucha ganga en su obra. Y eso ha podido transmitir una idea falsa de él. O,
como poco, parcial. A veces esa mezcolanza de voces -casi cacofónicas- se
indujo con la intención de rescatarlo, como hizo en la posguerra el grupo de
falangistas ilustrados o católicos más aperturistas, integrado por José María
de Cossío, Rafael Sánchez Mazas, Dionisio Ridruejo, Luis Rosales, Antonio Tovar
o Luis Felipe Vivanco. Algunos de ellos habían compartido con Miguel revistas
de preguerra como Cruz y Raya o El Gallo Crisis. Y
así consiguieron editar en Austral El rayo que no cesa (1936),
pero apuntalado por las versiones anteriores de El silbo
vulnerado. O avalado por los sonetos de Hernández a la
Virgen y otros productos muy condicionados por su época, cuando las fuerzas
conservadoras que tramaron la guerra civil se hallaban en una actitud defensiva
contra la República.
También es cierto que cuando llegó el
golpe de Estado del 18 de julio de 1936 y Miguel Hernández publicó hojas
volanderas o versos de combate -cuya selección daría como resultado Viento
del pueblo (1937)- no le faltaron los reproches de los intelectuales
republicanos. Y en revistas como Hora de España se le echó en
cara que rebajase la calidad de su escritura.
Visto el quiebro final que
experimentó su obra, cabe pensar que él mismo habría sabido sortear ese lastre,
si hubiese contado con el tiempo y la perspectiva adecuados. Una inflexión que
ya se observa en la etapa posterior a El hombre acecha (1939).
Es decir, la que suele recopilarse bajo las denominaciones de Cancionero
y romancero de ausencias y Últimos poemas.
A falta de esa mano suya, el lector avisado puede llevar a cabo la
selección por sí mismo. Y lo que resulta es un poeta mucho más matizado que esa
especie de trovero instintivo y retórico, arrastrado por su caudalosa estirpe
levantina. Se le ofrecerá la otra cara, ese envés que no ha logrado traspasar
el muro de equívocos cernido en torno suyo. Un escritor obsesivo, concienzudo y
perfeccionista, que trabaja los versos una y otra vez, hasta llegar a la
palabra justa, esa expresión feliz que se nos queda enredada en la
memoria.
Ni que decir tiene que sus arranques
distaban de encaminarse en una dirección tan clara. El Miguel Hernández
anterior a su primer viaje a Madrid, a finales de 1931, dependía de modelos
regionalistas como Gabriel y Galán o Vicente Medina, cuyas peculiaridades
campestres y dialectales salpimentaban de costumbrismo unos recuelos que iban
de Espronceda, Bécquer, Zorrilla u otros románticos a modernistas como Rubén
Darío. Aquí o allá, asomaba alguna voluntariosa adaptación de los Machado. Y lo
más moderno a lo que se llegaba era Gabriel Miró y, en lo pastoril los poemas
de este registro de la Segunda Antolojía Poética de Juan Ramón
Jiménez.
El medio año que pasó en la capital fue el primer gran giro que
experimentó su obra. No sólo se trataba del salto de la clerical Orihuela al
ambiente republicano que allí se respiraba, sino de los posromanticismos y
modernismos a las vanguardias, que ya habían hecho balance de la su etapa
“deshumanizada”, la de las dos primeras décadas del siglo, para promover en
aquel inicio de los años treinta un rearme en todos los órdenes.
Una cita a la que él llega en 1933
con considerable retraso, a través de su primer libro de poemas, Perito
en lunas. Quizá conviniera matizar que se incorpora tarde para la época,
pero no de cara a su consumo interno. Debería haber bastado este escueto
conjunto de cuarenta y dos octavas reales para postular este otro Hernández, el
clasicista, contenido y de palabra embridada, más cercano a Jorge Guillén, Paul
Valéry o el nocentisme dorsiano que al barroquismo posterior.
Algo que no debe extrañar, porque sabemos que traduce del francés algunos
autores que cubren el arco post-simbolista que arranca con Mallarmé. Y los
manuscritos dan fe de cómo brega con esa opaca materia verbal, así como su
esforzada mecánica de trabajo, auxiliándose con un diccionario de la rima, el
de la Real Academia Española y otro de mitología. Sin embargo, como ese Miguel
no encajaba con la posterior imagen canónica, la contradicción se zanjó escribiendo
que se mentía a sí mismo al seguir ese camino. Nada más lejos de la verdad.
Basta con comparar sus composiciones antes y después de este filtro depurador.
Como propugna su amigo y mentor Ramón
Sijé en el prólogo de Perito en lunas -parafraseando la poesía
pura del abate Brémond, pero también a Baudelaire, José Bergamín y
Ortega y Gasset-, en sus páginas se promueve una poesía que rehuye a ciencia y
conciencia el nombre cotidiano de las cosas. Estas ya no valen bajo su
vestidura habitual, gastada por el uso. Los objetos deben ser abordados por el
dorso y explorados a través de otras facetas poco o nada frecuentadas.
Verdad es que a Miguel se le fue la mano en el hermetismo y la
pirotecnia metafórica. Sus octavas reales se asientan sobre unas estructuras
tan cerradas, están tan armadas y trabadas con su andamiaje de viñetas que a
menudo resultan impenetrables. Pero le mostraron a su autor una lección que
nunca olvidará: la verdadera poesía es capaz de transmutar el mundo porque
puede averiguarlo de otro modo. Y si su instrumental está lo suficientemente
afinado no son los objetos o los temas lo que cuenta, sino el modo de
acometerlos y manifestarlos.
A partir de ahí, su pequeño huerto oriolano será todo un cosmos, y su experiencia de pastor la puerta a una Naturaleza metamorfoseada. Ya no necesita situaciones preestablecidamente poéticas para componer sus versos (leyendas moriscas, pasionales melodramas campesinos a lo Blasco Ibáñez, crepúsculos, nenúfares…). Habrá un crecimiento hacia adentro a partir de lo más cotidiano, capaz de redimir la dura realidad a la que debe enfrentarse a diario.
No obstante, desde el punto de vista
práctico, ese libro inicial fue un absoluto fracaso. Apenas le supuso
reconocimiento alguno. Y seguramente fue uno de los factores que explican
la disponibilidad a merced de la cual queda alguien que sólo
cuenta con veintitrés años y ningún apoyo dentro de casa. Todo lo contrario: su
padre será uno de sus más firmes detractores. Y ahí es donde entra la figura tutelar
de Ramón Sijé, más maduro intelectualmente, a pesar de contar con tres años
menos que Miguel.
El poeta ya estaba en esa órbita. No
debe olvidarse que Perito en lunas lo había financiado Luis
Almarcha, canónigo de la catedral de Orihuela. Ni que apareció en las ediciones
del periódico La Verdad, de Murcia. De modo que no debe
extrañar que en esta tesitura sea apadrinado por algunas facciones del nuevo
catolicismo español, como la que abanderaba José Bergamín. Éste y Sijé explican
los modelos de la poesía pura, San Juan de la Cruz o Calderón,
de donde surgen entre 1933 y 1935 el ciclo de los Silbos y el
auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que
eras.
Sólo que Miguel era demasiado poeta
para que le satisficiesen las directrices meramente ideológicas. Siempre
pesaron más los modelos literarios. Decisivo fue al respecto Ramón Gómez de la
Serna, cuyo ejemplo incidió tan de lleno en su matriz creadora que
muy a menudo los borradores de sus poemas empiezan siendo una colección de
greguerías, apuntes sueltos, esbozos de metáforas que poco a poco van
articulándose, y encajan hasta cobrar la peculiar textura hernandiana.
Esta influencia se advierte de lleno
en su obra de teatro El torero más valiente. Por un lado, por
gravitar sobre ella la novela El torero Caracho (1926) de
Gómez de la Serna. Pero también porque éste aparece como uno de los personajes,
y de tanto en tanto dictamina, comenta, propone y tercia a la hora de trasladar
a la literatura lo que va sucediendo ante ellos: “He aquí la realidad –viene a
decir--; y véase el modo de enunciarla por escrito”.
Estamos inmersos, de lleno, en la
etapa más compleja, muy difícil de desglosar: la que media entre 1933 y 1936,
entre su primer y segundo libro de poemas, el trayecto entre Perito en
lunas y El rayo que no cesa. Hay que hilar muy fino
para acotarla, por la simultaneidad de estímulos a los que se atiende, en
frentes tan diversificados como los versos, la prosa o el teatro. Seguramente cabe
separar el primer Silbo vulnerado y el auto sacramental
(compuestos entre 1933 y 1934, bajo la tutela de Ramón Sijé), de El
torero más valiente y el segundo Silbo vulnerado (1934-1935),
ligados a la Escuela de Vallecas y la relación con Bergamín, Cossío,
Aleixandre, Neruda y Raúl González Tuñón. Con estos últimos se entraría ya en
la etapa de la poesía impura y el compromiso político de
izquierdas que a lo largo de 1936 le conduce a la etapa bélica. Y la transición
bien podría marcarla la pieza dramática El labrador de más aire.
Para complicar aún más las cosas, las
influencias no le llegan sólo desde las letras, sino también del mundo
plástico, a través del grupo integrado por artistas como los pintores Benjamín
Palencia y Maruja Mallo o el escultor Alberto Sánchez, absolutamente decisivos
para los logros de El rayo que no cesa. Y sobre las cuales se
asienta la otra gran mutación del poeta, que se matizará y llegará a buen
puerto gracias al magisterio añadido de Vicente Aleixandre y Pablo Neruda. De modo
que su transformación ideológica no deriva de la coyuntura de la guerra civil,
sino de este eslabonado, cuyas pautas van apareciendo con relativo orden y
concierto.
El rayo que no cesa clausura en
1936 el tono espiritualista de los Silbos y el clasicismo que
Hernández venía manteniendo desde tres años atrás, para ser sustituido por la
técnica parasurrealista, el verso libre, imágenes visionarias, enumeraciones
caóticas y toda una nueva iconografía que resulta de su contacto con estímulos
más modernos y un compromiso social que le llevará hasta el comunismo. De
manera que -conviene insistir-cuando estalla la guerra civil ya se han
producido en él todos los cambios que le permitirán estar a la altura de
aquellas graves circunstancias. Y ese proceso, puesto en limpio, contrastado
con la realidad de las trincheras, es el que da como resultado todo el ciclo
de Viento del pueblo.
Ahora lo público y lo privado se
interpenetran hasta hacerse inseparables en los mejores momentos, como sucede
con poemas como “Las abarcas desiertas”, “El niño yuntero” o la “Canción del
esposo soldado”. Las dos primeras remiten a la propia biografía de infancia y
adolescencia, mientras que en la segunda ya se dibuja uno de los más
persistentes elementos de continuidad a partir de este momento: la experiencia
de la paternidad. Porque el 19 diciembre de 1937, mientras participa en la
batalla de Teruel, nace su hijo Manuel Ramón, y pide permiso para ir a verlo de
inmediato, llevando consigo los primeros ejemplares de Viento del
pueblo.
La muerte del niño a los diez meses
de vida da lugar a composiciones como "Era un hoyo no muy hondo" y
"Te has negado a cerrar los ojos, muerto mío", así como otras que
irán engrosando su libro póstumo Cancionero y romancero de ausencias.
Fue un duro golpe para el joven matrimonio, Y ese tono elegíaco ya está
presente en su segundo poemario bélico, El hombre acecha, en
cuyo prólogo su autor se dirige a Neruda con estas palabras: "Pablo: un
rosal sombrío viene y se cierne sobre mí, sobre una cuna familiar que se
desfonda poco a poco, hasta entreverse dentro de ella, además de un niño de
sufrimientos, el fondo de la tierra".
Este libro, el último que logra dar a
la imprenta, queda abandonado en la Tipografia Moderna de Valencia, con los pliegos
tirados, aunque sin encuadernar perdiéndose en su práctica totalidad con la
derrota republicana. Su título ya habla de un tono más desalentado. Frente al
optimismo de Viento del pueblo, El hombre acecha arroja un
estremecedor saldo de odios, cárceles y heridos. Y aunque no faltan
composiciones de gran aliento y exaltación bélica, el tono más auténtico se
confunde ya con el del Cancionero y romancero de ausencias, y
no es raro que retroceda hasta metros breves, como sucede con la “Canción
primera”, “Canción última” o “Las cartas”.
El 4 de enero de 1939 había nacido su
segundo hijo, Manuel Miguel, que le compensa de la anterior pérdida. A él irán
dedicadas otras composiciones más esperanzadas del Cancionero, que
supone el último gran esfuerzo de integración de sus versos en un conjunto
orgánico. Se trata de un conjunto de poemas que empezó a escribir en una
pequeña libreta, compuesto entre octubre de 1938 y las "Nanas de la
cebolla", enviadas a su mujer desde la cárcel de Torrijos en septiembre de
1939.
Gran parte de este ciclo está escrito, por tanto, en la cárcel, en las
diversas prisiones que le corresponden, tras haber pasado a Portugal, ser
detenido allí por la policía y devuelto a España el 7 de mayo de 1939. Como
suele sucederles a quienes viven encerrados, los objetos más humildes, las
anécdotas más triviales y cotidianas, se convierten en salvavidas, trascienden
y se elevan a auténticas categorías. La dicción se adelgaza y troquela hasta
alcanzar una engañosa sencillez, donde se quintaesencia todo lo que realmente
importa. En un intenso proceso de interiorización, ya sólo va quedando
sitio para lo imprescindible. Ahora se habla a tiro derecho, sin la ganga
barroca ni esas palabras con “funda” que le reprochó Juan Ramón Jiménez. Ello
otorga a estos poemas una verdad y un grado de necesidad que le hace topar con
las palabras más desnudas y principales. Como dirá sentencioso, "Después
del amor, la tierra. / Después de la tierra, todo". Hasta reducir su
caudalosa dicción a esas tres palabras o heridas primordiales: vida, amor y
muerte.
A finales de 1941 la salud de Miguel Hernández se había deteriorado
gravemente, en el Reformatorio de Adultos de Alicante. La única
posibilidad de curación pasaba por su traslado al sanatorio antituberculoso de
Porta Coeli, en Valencia. Pero sólo acceden a llevarlo allí si reniega de sus
ideas revolucionarias. Ese fue el inicuo chantaje al que fue sometido por el
capellán de la cárcel para que se convirtiera. Y el sábado 28 de marzo de 1942
moría sin haber cumplido los treinta y dos años de edad.
Si se echan cuentas, sorprende lo
fulgurante y precipitado de su trayectoria, una vez que supera el estadio
inicial de desorientación, quemando etapas con una rapidez pasmosa. En 1933
publica en provincias y sin pena ni gloria su primer libro de poemas, Perito
en lunas. Al año siguiente remata un auto sacramental que ve la luz en
Madrid en una de las revistas más prestigiosas, Cruz y Raya. En
1936 su segundo poemario, El rayo que no cesa, lo consagra
como el gran poeta del momento, hasta el punto de convertirse en la voz de
referencia de nuestra guerra civil, con Viento del pueblo.
Es decir, que en tres años pasa de ser un completo desconocido al grupo
de cabeza de la poesía española de su época. Y eso a pesar de llegar con no
poco retraso a uno de los momentos más brillantes de nuestra poesía. Algo
especialmente arduo en su caso, dado su autodidactismo y humilde procedencia,
frente a esos escritores de origen acomodado y que, en más de un caso,
mantenían un trato profesional y profesoral con la literatura.
Ello le obligó a recorrer un largo camino para hacerse con una voz culta
en una de las etapas más complejas, la que hubo de subsumir los hallazgos de
las vanguardias en una dicción más llana. Lo hizo, además, en muy dramáticas
circunstancias: entre 1933 y 1936, debatiéndose en la mayor penuria; de 1936 a
1939, con urgentes responsabilidades en la guerra civil; y de 1939 a 1942, en
una docena de cárceles, muy debilitado y enfermo.
¿Qué queda de eso más allá de esas
coyunturas, a los cien años de su nacimiento? Todo lo que se esté en
condiciones de otorgarle mediante una transposición de su mundo y vivencias a
los actuales. Por ejemplo, no parece que “El niño yuntero”, haya perdido vigencia,
a la vista de la explotación infantil, los niños soldados o tantos atropellos
como se siguen cometiendo contra la infancia. Tampoco “El hambre” o “Las
cárceles” carecen de sentido, en la actualidad. Pero en muchos otros casos ni
siquiera resulta necesario ese ejercicio de traslación. Versos como los de la
“Elegía” a Ramón Sijé, las “Nanas de la cebolla” o “Hijo de la luz y de la
sombra” seguirán hablándonos por derecho propio, porque en ellos el idioma
alcanza un grado de intensidad, vibra con tal capacidad de reverberación que
convierten a Miguel Hernández en un poeta imprescindible.
(Lecturas TURIA)
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