1ª edición WEB /
elMontevideano Laboratorio de Artes 2018
PARTE
1
5
(1)
Entró en el cuarto sin
prender la luz y sin mirar para los costados. Fue hacia la cama y empezó a
sacarse la ropa. El pijama estaba sobre la colcha escocesa, y debería haberse
dado un baño, pero prefirió dejarlo para la mañana siguiente. Entonces se
acostó estirando las piernas, y fue recién en ese momento que miró la pared que
estaba frente a la cama. Ella, claro, estaba ahí. Como todas las noches, en los
últimos meses. Antes de mirar y verla, apenas había entrado al cuarto, ya la
había sentido en el frío de los huesos, en el aire muerto de su inmovilidad,
idéntica a todas las noches, repetida e igual como la había visto por primera
vez recostada en la columna contra la pared, el vestido rojo, el gesto lánguido
de no importarle nada, el farol haciéndole agujeros negros en la cara, los ojos
sin brillo. Ella, pensó, la Maldita, otra vez. “Ya estás ahí, puta” dijo en voz
alta. “Me siguió hasta aquí” pensó sin sorpresa. Y continuaba ahí, recostada,
sin moverse, apenas mirándolo, pero ni siquiera eso, no podía saber si lo
miraba, si alguna vez lo había mirado, si miraría a alguien o sólo estaba
interesada en cualquiera que pasara por aquella esquina. Sabía ahora lo que
ella hacía: esperaba. Entonces, recostando la cabeza en la almohada, se puso a mirarla
de la misma manera neutra, opaca, casi con indiferencia, pensando: “Maldita,
vas a tener que esperar, ahora. No voy a ir contigo tan fácil. Ahora voy a
luchar, estoy entre los míos, este es mi territorio”. Pobre Muerte, pensó: no
sabe lo que es tener un alma. O será porque la tiene tan oscura, negra y apagada.
O porque la Muerte es justamente eso, la seguridad de haberla perdido
definitivamente, de no haberla tenido nunca. Ella, ahí, inmóvil, como si lo
supiera todo, como si supiera que no había nada más para saber. Él sabía que Ella
sabía, por eso podía permanecer inmutable, sin moverse y apenas mirándolo,
esperando. Y él entonces supo que el juego era que Ella no tenía apuro, no
estaba maquinando nada, no hacía nada para apresurar el proceso. Esperaba,
conforme tal vez con persistir en el vacío, con la certeza de saber cómo son y
serían las cosas, las que ya nadie podía alterar o modificar. En ese momento él
se dio vuelta contra la pared, para no tener que verla más. Alguien empezó a
golpear suavemente la puerta y él pidió que pasara. La vio cruzar el cuarto
corriendo y saltar sobre la cama, acostándose al lado suyo debajo de la
frazada.
-Pensé que estabas
durmiendo a esta hora, Cris.
-Tenía que ponerme el
pijama y lavarme los dientes. Y hacer lo que hago todas las noches a esta hora,
por supuesto.
-¿Qué es?
-No sé si decírtelo. Me
parece que te vas a enojar.
-No, no voy a enojarme.
¿Qué es lo que hacés?
-Rezar.
-¿Rezar? ¿Y desde cuándo?
-Ya hace algunos meses.
¿Querés ver?
Ni esperó la respuesta.
Salió de la cama, se arrodilló sobre la alfombra y juntó las manos, los codos
apoyados en la frazada escocesa. Mirando el techo, él la escuchó modulando a
media voz las frases entrelazadas que se sabía de memoria y que masticaba con
fervor y concentración. Y después una última frase que evidentemente no tenía
nada que ver con la oración propiamente dicha, y que ella dijo abriendo los
brazos y levantando los ojos al techo: “Te agradezco Señor por cuidar de esta
familia así como cuidás de los niños pobres para que tengan comida y salud amén”.
Y se levantó.
-Caramba -dijo abriendo
la frazada y dejándole lugar para que se acostara. -¿Dónde aprendiste eso?
-En el curso dominical de
la iglesia.
-¿Y eso de los niños
pobres?
-Los que están por ahí,
en el mundo, y que no tienen casa ni comida ni nadie que los quiera. Lo vi en
la televisión.
-Pero ese asunto de dios
y todo el resto-
-Dios hizo el mundo y
todas las cosas, por eso.
-¿Por qué pensaste que no
iba a gustarme?
-Mamá me dijo que no
creés en Dios.
-No, no creo. Pero eso no
quiere decir que otras personas no puedan creer. Y ahora a dormir. Un beso.
Ella lo besó y salió
corriendo. Escuchó sus pasos alejándose por el corredor. La otra seguía allí,
chupando su cigarro, indolente, cansada, hasta aburrida parecía, el vestido
rojo apoyado contra la pared, los círculos negros de la cara mirando el vacío. “Tampoco
sabés de eso, puta. De los que tienen fe, de los que creen, de los inocentes
que no te conocen todavía y para los que no existís”. Pero hasta eso era
inútil, lo sabía. Porque todos, más temprano o más tarde, tendrían que saberlo
y enfrentarla.
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