lunes

EL TALLER DE LA VIDA / confesiones (21)


HUGO GIOVANETTI VIOLA

Primera edición: Caracol al Galope / elMontevideano Laboratorio de Artes (2009)
Primera edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes (2018)
Retrato de portada: Horacio Herrera.

DOS: EL AMOR DEL PURGATORIO

28 / LOS SECRETARIOS

Saúl se desexilió con la gente de El Galpón, y hubo una gigantesca caravana que recorrió la rambla igual que cuando llegó Zitarrosa y en poco tiempo se reorganizó El Seccional de la Cultura del Partido y yo terminé reafiliándome en el 84 y me propuse trabajar en la fundamentación teórica del acercamiento empírico que vivían a nivel continental el cristianismo y el marxismo y Guillermo Fernández me miraba con pena, aunque ni discutíamos.

La prensa partidaria era un pasquín llamado La Hora, y en el 85 se reabrió El Popular con forma de semanario y agarré la página musical y con el tiempo me transformé en el reportero predilecto el Chancho, y lo saqué hasta del trance de entrevistar a mismísimo Presidente del Banco de Cuba. Él sabía que yo me las arreglaba para hacer hablar a la gente y después inventaba las preguntas y novelaba todo y listo. Un 34 oriental no se achica por eso.

Un par de años antes Claudio Caprio me había prestado Dialéctica de lo concreto de Karel Kosik, un checo condenado como factótum de la primavera de Praga y ya aparentemente reinvindicado porque Ruben Yáñez y Sandino Núñez, por ejemplo, apenas se enteraron que tenía la edición de Grijalbo, me la sacaron de las manos para fotocopiarla.

Yo me lo devoré y me parecieron talentosísimas y conmovedoras las vueltas que daba para responder la célebre pregunta que el propio Marx no pudo responderse, de por qué la Ilíada nos sigue emocionando con una validez estética supratemporal aunque lo que me tocó fue un pasaje del epílogo donde Kosik plantea, como pisando huevos: Al volver los ojos al mundo exterior e indagar las leyes del proceso natural, el hombre no es por ello menos hombre que al interrogarse dramáticamente sobre sí mismo: Quid ergo sum, Deus meus, quae natura mea?

Y un día me decidí a consultar a Arismendi sobre el tema en la flamante y cementéricamente gris sede del Partido y él me escuchó sonriendo y fue hasta la biblioteca donde se adoquinaba la obra completa de Lenin y me trajo Materialismo y empiriocriticismo y me señaló los dos párrafos de filosofía hecha a los tinterazos que exponen la teoría del reflejo que se papagayeaba en nuestros cursillos formativos y nada más. Y me llevé el libraco y lo leí con disciplina escolar pero nunca más busqué posibilidades de acercamiento teórico entre los calados universales cristianos y marxistas. Porque eso no le interesaba, obviamente, ni el Secretario General.

Intervine, sin embargo, a pedido de León Lev, en un debate organizado en una parroquia donde Esteban Valenti, Secretario de Propaganda del PCU, profesó nuestro ateísmo tolerante de todas las ideologías que confluyan en una democracia avanzada hacia el socialismo y etc. etc. y al final levanté la mano para dar testimonio de que yo era un comunista creyente y el público quedó encantado.

Y cuando fui a saludar al hombre mandibular al estilo Spielberg con el que nunca tuve ni tendré amistad, reconoció: Me viniste fenómeno. Y después de sondearme desde un sótano merecedor de un paneo de Polanski agregó: ¿Sabés que tenés cara de cristiano?

Y ninguno sonrió. Pero una vez que lo cruzamos en un supermercado con Saúl estaba más dicharachero y no me acuerdo con qué comentario encadenó su autodefinición preferida de aquellas épocas: Ustedes saben que yo soy un tano mafioso. Y le parecía un chiste.

Lo que nadie discute es que su influencia disidente, como él lo reconoce ahora con orgullo masónico, terminó por dividir al Partido y yo, lamentablemente, fui unos de los cuzquitos que rabió y metió colmillo mientras los Secretarios asumían la jubilación del Hombre Nuevo soviético con distintos humores.

Porque en setiembre de 1989 entrevisté a Arismendi en su casa de Malvín como candidato del Frente Amplio y me contó con los ojos perlados que cuando tenía dieciocho años y daba exámenes libres y pasaba hambre con otros camaradas de la Estudiantil Roja, la gallega que les alquilaba el bulín les guardaba los orillos de fainá y figazza que vendía en caballetes de Dieciocho de Julio y les aseguraba que Dios iba a iluminarlos, aunque ellos se rieran de los santos que tenía colgados en las paredes.

Entonces Alcira Legaspi me sugirió que preparara otra nota más extensa con el resto del material grabado y tratara de meterlo en el suplemento de La Hora Popular, como se llamaba al nuevo mamotreto, y cuando se lo propuse al Chancho, un incondicional de Esteban, me contestó que Arismendi se podía ir a la mierda.


29 / BUKOWSKI

El viejo Hank fue la última influencia literaria directa que tuve, y me ayudó a salir del empantanamiento posterior a Creer o reventar, cuando llegué a escribir cuarenta páginas lineales y chandlerianas de un Isabelino Pena todavía izquierdista y no católico. Quijotesco, quiero decir.

Y la locura de mi máximo héroe, el viejito con el físico de Leonidas Spatakis que se hace detective para novelar sus propias aventuras y que terminé por genealogizar como padre de Abel Rosso, es pura cordura.

El primer libro que conseguí de Bukowski fue Se busca una mujer y los asombrosos cuentos Deje de mirarme las tetas señor y Todos los ojos del culo del mundo me noquearon. Otro boxeador, por fin.

Y ahora la novedad no pasaba por la rítmica de los significantes, sino por la geometría completamente cinematográfica de los montajes conceptuales capaces de surrealizar en cualquier momento o de saltar arcoíricamente del revolcadero excremental a la curación mística de las hemorroides.

En el congreso de Lahti me di cuenta, además, charlando con Robert Stone, que la zona macanuda del establishment imperial lo rechaza con el mismo hocico levantado de los profesorcitos progresistas, y eso ya es una garantía de genialidad incomprendida en su tiempo a lo Melville o a lo Kafka.

O te dicen: ¿Bukowski? Ah, no: tenés que leer a Carver. Y a mí lo mejor de Carver y de Cheever me deslumbra tanto o más que Chejov, pero cuando la compulsión violadora de Dostoievski es capaz de relampaguear santamente en los trapecios me olvido hasta de Tolstoi. Y El mal tipo de Hank o Una dama muy sabia también enjoyan la carpa de la intemperie, que es el único circo que importa.

Aclaremos que Bukowski no sabe novelar con la misma eficacia aunque yo me zampé hasta Pulp. Bueno, tampoco tendría problema en meterme por cuarta vez con Rayuela o fundamentar que la desestructuración de Moby Dick es su mensaje máximo. Y en el 86 empecé una serie titulada Que se rinda tu madre, lo único que agoté muy rápido en librerías después de Morir con Aparicio. Claro, con el inolvidable amigo y editor y colega Jorge Freccero le pusimos un charrúa verde escrachado en una tapa gris y los temas de los relatos con político-dictatoriales, pero lo que despeinó fue el mecanismo de punch bukowskiano, aparte de que volví a la primera y a la tercera persona de corrido y a tramas casi lineales.

Tuve problemas con mi terapeuta, sin embargo. Demian sobrellevó la prisión de una hermana y un hermano tupamaros y está peleado de por vida con el mundo artístico por los desastres sucesorios que generó la cotizadísima obra de su abuelo, pero además no podemos olvidarnos que en la república de los amansadores de locos el inquisidor sigue siendo Platón y es perfectamente comprensible.

Está muy bien escrito, se dignó a comentar cuando le pregunté qué le había parecido el cuentario: ¿Pero para qué siguen machacando con esas morbosidades? Y fue como si agregara: Si tenés pesadillas contámelas a mí y les buscamos lo símbolos. No tenés la menor necesidad ni el menor derecho a publicarlas.

Yo me la banqué callado, y esa misma semana busqué una excusa y suspendí la terapia un par de meses. Si te pegan, te duele. Lo único que hay que aprender es a no meter un pie descalzo y sucio, por más poesía que le haya impregnado la peregrinación a la única verdad que sos capaz de soñar, abajo de la rueda de una ambulancia.

Creer o reventar demoró bastante en ser aceptada por un editor, y salió al otro año de que el pequeño éxito cuentístico me resucitara en las vidrieras y ni siquiera se agotó. Yo acababa de desafiliarme del PCU con una carta abierta, además, y una rata incondicional del secretario psicótico publicó una nota que le habían rechazado en Brecha a un marica lorquiano heterosexual que precisó un seudónimo para insultarme a nivel personal, y aunque yo sé quién es no lo voy a nombrar. Pietà. Escribía buena poesía ante de conseguir empleo en la mafia semiótica.

Lo importante es que el tinguiñazo bukowskiano me enseñó a condimentar las historias con un ingrediente indecente demasiado humano que ya no dejé de usar nunca, por menos comerciales que se hayan vuelto mis libros. Serrat dixit: Nunca es triste la verdad: / lo que no tiene es remedio.

Cuando Jesús de Nazaret empezó a llamarle hijos del diablo a los hijos del diablo perdió popularidad y está testimoniado que le dolió, carajo. Y hasta terminó asesinando a una higuera. Pobrecito.


30 / LATHI


En el 89 fui invitado a participar en el XIV Reunión Internacional de Escritores de Lahti, Finlandia.

Éramos 42 escritores de 31 países, y apenas me instalé en el hotel Torni tuvimos una hora libre antes de hacer el primer tour por la ciudad y me largué a caminar solo por la calle Yrjönkatu, porque sabía que iba a encontrar el mar.

No había cómo perderse, siempre que fuera y volviera derecho. Helsinki no tiene más de medio millón de habitantes y esa tarde de domingo estaba prácticamente vacía y avancé entre los antiguos edificios de colores pastel que no resplandecían ni siquiera en verano componiéndole un poema a Rosina: Fuese tu transparencia la que me sedara / cuando bajé a besar los pies del mundo. O ese verdor cubierto de verdad / que las gaviotas pescan en los parques. / Siempre habrá enamorados abrazándolo todo. / Y un asombro de mar en la memoria.

Me crucé nada más que con una pareja de adolescentes y después de preguntarles la hora por señas, porque nunca usé reloj, decidí seguir buscando la orilla mientras boxeaba con el poema y enseguida de repechar un par de cuadras muy arboladas donde había un templo con gigantescos tejados verdes vi el Báltico y volví y me salvé por unos metros de un chaparrón brutal.

Y es posible que recién en aquel paseíto, a los cuarentaiún años, solo, me haya sentido feliz por haber nacido.

Pero esa noche soñé que mi padre estaba agonizando en mi apartamento y yo era el único que tenía que vigilarle un cuello horrorosamente agujereado y emparchado por unas vendas plásticas y me quejaba porque ni siquiera me quedaba tiempo para ver la televisión.

Al otro día viajamos a Lahti, una minúscula y acerada ciudad olímpica que queda 100 quilómetros al norte, a orillas del lago Vesijärvi, y tuve que seguir boxeando porque ahora me moría de miedo.

No quería participar en un congreso mundial de escritores ni compartir la pieza de un hotel con nadie ni viajar dentro de una semana a la Unión Soviética ni seguir viviendo ni nada. Era un miedo espantoso a todo.

Y en aquella hora de ómnibus me enloquecí para resolver un poema-oración dirigido a algo que todavía no había visto: Sol de la medianoche / no nos dejes llorar en el festejo / ni tender los muñones del niño acuclillado / ni rodar por el lago hueco de la orfandad. / Sol de la medianoche / déjanos entreabrir esas plumas violetas / que pueblan los caminos / y olfatear el sedoso lomo de tu palabra.

Muchos años antes de incluir de incluir este texto en la segunda edición de Puro verso, en el 99, me di cuenta, escandalizadamente, que era un llamado o la búsqueda de un falo y como ya no estaba en terapia me las arreglaba igual que Guillermo Fernández con aquel mate eclesiástico que se le ponía adelante: lo escondía atrás mío y chau.

Y ayer, mientras dejaba llegar la luz de este capítulo, recordé el primer gran sueño que tuvo Jung a los tres o cuatro años y el análisis que hace Gerhard Wehr en su formidable biografía y entendí.

En el sueño Jung bajaba a una especie de refugio subterráneo donde había un fabuloso falo reinando en una especie de altar y mientras lo observaba paralizado oía aullar a su madre: Sí, contémplalo. Ese es el devorador de hombres.

Y fue recién al volver a Lahti en el 91, ya completamente sumergido en el estudio de San Juan de la Cruz, que eyaculé frente a la noche blanca que coronaba el mismo hotel lacustre donde nos hospedaron en el 89 mi primer poema místico: Hubo un bosque donde nos atrapamos. / Qué lentísimos niños espesaban / el rosedal del sueño. / Y respiramos sin rasgar el aire.

Ahora todo parece tan lógico que asusta. ¿O abriga? En el sueño del Torni no quería ver la muerte de mi padre. Y en el poema que desenrosqué yendo al congreso le pedí a un sol-falo que no me dejara rodar por la orfandad, aunque hasta que no murió mi madre no me sentí libre para sustituir a mi padre por el Padre que ella concebía, desde su sumisión a mi abuela, como un devorador de sus hijos.

En el capítulo 18 de esta segunda parte hablé de una depresión mortal que me mandó el inconsciente para que arregláramos cuentas y todavía no es el momento de desarrollar a fondo ese tema.

Pero la verdad es que a mí me faltaba llorar a mi mejor amigo de todos los tiempos. Y el inconsciente dijo: Hasta que no termines de aceptar que tu padre ya es solamente un hermano tuyo no vas a poder ver al Padre.

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