1º edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes /
2018
DEL
BARRIO 9
Hace casi treinta años un honesto obrero de la construcción se había
enamorado de una simpática chofer de ómnibus. Le había llevado todo un año
ganarse su amor, otro año conocerse y uno más embarazarse. Esos dos admirables luchadores
de la vida levantaron en un recoveco lleno de humedad un hogarcito de
felicidad. Todo el amor que puede recibir un niño (inteligentemente dosificado)
llegó al alma de Marcos. Muchos amigos, algún juguete y hasta el lujo de paseos.
Pero algo parecía simplemente estar mal en Marcos. Él era uno de esos
extraños casos donde no se les puede echar la culpa a los padres. Sólo tenía
seis años cuando comenzó a juntarse en la plaza con los adolescentes drogones.
A los siete ya hacía pequeñas entregas y a los diez era otro drogadicto
perdido.
Pero lo peor no era la droga. Hace veinte años no existía el Delirio y las
porquerías que se metían los guachos no te destrozaban así de rápido. El
pequeño Marcos era adicto a la violencia (a la adrenalina o al dolor). Siempre
buscaba niños más grandes con los que poder agarrarse a trompadas para terminar
bajo el sermón de su madre y deshinchándose los chichones con el hielo envuelto
que traía su padre.
Otro indicio de su locura incipiente era la fascinación por el llanto de
los bebés. Le resultaba indescriptiblemente placentero asustar a cuanto niño
chico viera hasta explotarle las lágrimas guardadas.
Con cada pelea se volvía peor, aunque nunca parecía conformarse. Los rivales
eran cada vez más sanguinarios y las secuelas en la cara de Marcos cada vez más
profundas (algunas le llegaron hasta el cerebro). Por esto decidió anotarse en
el club de boxeo de un viejo campeón venido a menos. Comenzó a obsesionarse con
el tema de las pesas y de su masa corporal.
Para cuando se ganó el apodo de Mancuerna su camisa estaba mal abrochada y
sus brazos no pasaban por las mangas de ningún buzo. Los potenciales rivales
cruzaban la calle antes de tener que pelear con aquella insaciable máquina
destructiva.
Cuando todas las calles barrosas parecían ser del Mancuerna, una calle se
asfaltó. Y una mansión sin rejas se construyó y una droga nueva entró en el
barrio. El rey Darío le inyectó aquellos ojos verdes en los que si mirás bien,
podés encontrar la destrucción creadora del Big Bang.
Desde ese día supo que iba a pasarse toda la vida a la sombra del rey. El
ya retirado obrero de la construcción y la ya retirada chofer de ómnibus
vivieron aquella decisión como la declaración de fracaso más importante de sus
vidas. Se dice que nunca pudieron salir de su húmedo rancho de barro.
Los mal abrochados botones de su camisa que dejan a la vista una buena
porción de su pecho lampiño, el brillo que le sacó a su calva con un producto
para lustrar muebles y su poderosa motocicleta lo convirtieron en la
personificación del miedo explícito.
Hoy era el desfile. Vio que en la rueda todavía había un pedazo de un perro
al que había atropellado antes de ayer. Hoy seguro que se iba a traer alguna
minita para las sábanas.
El rugido del motor asustó la noche. Hoy era el mejor día del año.
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