Al día siguiente,
el campo todavía humeaba, pero el fuego ya se había extinguido. Con su azada
tan afilada como una navaja, mi tío despellejó las ennegrecidas raíces y los rastrojos diseminados aquí y
allá, dejando la tierra todavía más al descubierto.
-¿Veis esa tierra ardiente y
renegrida? -dijo mi tío-. Muy pronto obtendremos mucho de ella, tanto que no os lo vais a
creer.
-¿Qué sembrarás allí? -le pregunté.
-No sembraré nada -contestó él.
No lo comprendí.
Ya habíamos quemado la tierra otras veces, pues la ceniza fertilizaba el
terreno cansado.
-¿Por qué vas a dejar la tierra
vacía y sin sembrar, tío?
-Para que sea una invitación, niña
mía.
Mi tío me explicó
que los pinos y los robles no se propagan en los campos ni se desarrollan
creando nuevos bosques a no ser que se deje el terreno sin sembrar. Mi tío
soñaba con que aquella tierra estéril se convirtiera en un nuevo bosque de
sublime belleza en el que nosotros pudiéramos descansar.
-Si uno es pobre y
carece de árboles, es la persona más necesitada del mundo. Si uno es pobre y
tiene árboles, es inmensamente rico en algo que el dinero no puede comprar.
Los árboles, decía, no saldrían si
se plantaran semillas en la tierra.
-Las semillas de
la nueva vida no hallarán hospitalidad ni razón alguna para descansar aquí a
menos que dejemos la tierra sin labrar y desnuda de tal forma que un bosque de semillas
la encuentre acogedora.
Tiempo atrás, el
padre de mi tío había tenido un buen amigo que le había dicho esas palabras que
ahora él me transmitía a mí: hachmasat orchim. Significan
«hospitalidad», especialmente con los forasteros. El tío me explicó que éste
era el principio por el que trataban de regirse antes de la guerra, el
principio al que in-tentaron atenerse durante la guerra y también ahora,
después de la guerra, el principio que tendríamos que seguir para intentar vivir una vez más (8).
Mi tío dijo que
era una bendición acoger al forastero, dar consuelo al caminante y muy en
especial al viajero cansado.
-De la misma
manera que la risa hospitalaria aguarda un chiste con el que poder expresarse, de
la misma manera que los moribundos se muestran hospitalarios en la confiada
espera del Único, así también la tierra se muestra hospitalaria y acogedora,
tal como corresponde a un verdadero anfitrión.
»Porque la tierra
es paciente, ¿sabes? Recibe la semilla, la mala hierba, el árbol, la flor; recibe
la lluvia, el grano, el fuego. Permite y favorece la entrada. Es la anfitriona
perfecta -concluyó mi tío.
Y yo lo comprendí.
Las semillas de la tierra, las criaturas de la tierra, las estrellas en el firmamento
y nosotros mismos... todos éramos huéspedes en ese campo.
Así pues, dejamos
la tierra baldía para que las semillas encontraran el camino que conducía hasta
aquel campo. Serían transportadas por las bocas de animalillos, que tal vez supieran
que aquel campo los estaba esperando y dejarían caer las semillas. El mapache comería
y depositaría en el campo lo que quedara. El venado que se rascara contra una
estaca soltaría las semillas que llevara adheridas a la piel. Tal vez las
palomas que sobrevolaban el campo soltaran las semillas que llevaban en el
pico. Las condiciones climáticas y el aire contribuirían también a transportar
las semillas con el viento.
-Ya lo verás,
gracias a la impresionante hachmasat orchim de esta tierra, aquí
ocurrirá un prodigio.
»¿Sabes cómo
conseguir que los árboles crezcan tan libres y hermosos como los más bellos que
hayas visto en tu vida? Permitiendo que la tierra sea hospitalaria. ¿Y eso cómo
se hace?
»No tiene nada de
asombroso. Tal como se hace con un huésped, primero le ofreces agua. Bueno, eso
Dios ya lo ha hecho por nosotros. Aquí, en los campos, Dios nos ha dado esta lluvia.
¡Qué gran anfitrión es Dios!
»Después añades un
poco de sol y un poco de sombra. Pero Dios ya se encarga de eso, con las nubes
y el sol. ¡Qué gran anfitrión es Dios!
»Finalmente, dejas
la tierra en barbecho. ¿Y eso qué quiere decir? Quiere decir que la dejas arada
pero sin sembrar. Quiere decir que la haces pasar por el fuego con el fin de prepararla
para su nueva vida.
»Esa es la parte
que Dios no hace solo. Dios pide colaboración. De nosotros depende echar una
mano a lo que Dios ya ha empezado. A nadie le gusta esta clase de incendio,
esta clase de fuego. Queremos que el campo siga siendo lo que siempre fue, en
toda su singular belleza, de la misma manera que queremos que la vida siga
siendo lo que siempre fue.
»Pero viene el
fuego. A pesar de nuestro miedo, aparece de todos modos, a veces por casualidad,
a veces de manera intencionada, a veces por razones que nadie acierta a comprender...
unas razones que sólo son asunto de Dios.
»Pero el fuego
también puede encauzarlo todo en una nueva dirección, hacia una vida nueva y
distinta, una vida con una fuerza propia y una manera propia de configurar el
mundo.
Yo ya estaba
empezando a comprender que, en cierto, aquello era verdad. Podía ver con mis
propios ojos que de la noche a la mañana el campo había recuperado la vida, una
minúscula forma de vida: unas criaturas que semejaban bastones para caminar y
asomaban como verdes briznas de paja contra la negra ceniza del campo, al
tiempo que unos hombres que parecían hormigas paseaban por doquier, ataviados
con pantalones negros y chalecos rojos.
-Quiero contarte
un cuento -dijo mi tío-, un cuento acerca del tiempo de la paz y el tiempo de las cenizas, acerca de cómo el
jo-ven y el viejo llegan a conocer aquello que jamás puede morir.
El tío sacó un
enorme y tosco puro de la bolsa de algodón que llevaba alrededor de la cintura
cuando salía al campo. En aquella bolsa guardaba entre otras cosas su navaja,
un
pañuelo de
repuesto, unos cuantos clavos de hierro para los árboles frutales, (9) unas cerillas
de madera y un pequeño frasco envuelto en piel de cabra con un «remedio
líquido». Mi tío me había explicado qué era:
-Este remedio
sirve para verterlo sobre una herida, por si me corto. Si tengo suerte y no me
hago daño, me lo bebo cada día para conservar la salud.
Cortó de un
mordisco el extremo del cigarro y lo recortó con la navaja. Después dio varias
chupadas para encenderlo.
Clavó la navaja a
su lado en el suelo y allí nos sentamos, en el límite del pequeño campo
ennegrecido, rodeado de otros campos más altos llenos de maíz en fase de maduración.
Los largos pantalones tableados de mi tío se agitaban alrededor de sus botas.
Un sombrero de ala ancha protegía su rostro del sol. Yo me senté con las piernas
estiradas, las punteras de mis gastados zapatos marrones vueltas hacia adentro
y los viejos cordones de los zapatos curvados en los extremos tras haber pasado
por las oxidadas hebillas.
-Verás -prosiguió mi tío-. Érase
una vez hace mucho, mucho tiempo, en la época en que
los benditos
animales aún podían hablar...
Notas
(8) Muchos
miembros de nuestra familia pensaban que en todos los cristianos se conservaban
todavía las raíces del antiguo credo judío del siglo 1 o incluso de períodos
muy anteriores. En las raíces de nuestro viejo país se conservan muchos
conceptos de carácter hebreo, por ejemplo, el concepto del mitzvah, la
bendición, y, en particular, el mitzvah de acoger a los huéspedes en nuestro
espacio vital.
(9) En aquel
tiempo creíamos que el hecho de clavar en la corteza de un árbol frutal
debilitado clavos de hierro podría infundirle nueva vida. No pasábamos por alto
el simbolismo de la madera viva traspasada por los clavos.
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