Ser escritor y no ser revolucionario, debiera ser también una
contradicción hasta biológica. Vivimos tiempos oscuros, ya lo sabe Europa
De niña, en el
Chile de los setenta y los ochenta, padecí tres grandes terrores nocturnos. El
primero era el ruido de los helicópteros que sobrevolaban mi barrio. Los
milicos se paseaban para ir a allanar la villa que estaba cerca de mi casa.
Nunca vi lo que ocurría, pero mi imaginación infantil se desataba entre las
sábanas de mi cama recreando persecuciones y detenciones, con golpes, gritos y
balaceras. Desgraciadamente mi imaginación no estaba tan errada.
El segundo terror
que padecí fue el de los apagones. Una vez cada tanto explotaba una torre de
alta tensión en algún lugar de la ciudad y todo quedaba a oscuras. En ese
escenario encendíamos un par de velas y pasábamos la noche así, con el peso de
la oscuridad sobre la espalda, escuchando una radio a baterías que intentaba
rastrear las noticias del apagón.
El tercer terror, y
el que más me interesa revelar, es ese miedo atávico que siempre tuve a las
monjas. Estudié en un colegio religioso. Había una de ellas en cada rincón.
Eran amables, estaban lejos de ser la caricatura de la rigidez y lo estricto,
pero sus hábitos oscuros y sus tocas me ponían muy nerviosa. Sus cabezas
cubiertas levantaban mis sospechas, me hacían imaginar que escondían algo.
Quizá una calvicie o una gran cicatriz o un tercer ojo en la nuca o algún otro
rasgo inquietante y peligroso.
Cuando hace un año
me anunciaron al teléfono que mi novela La Dimensión
Desconocida me hacía ganadora del Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2017, un carrusel de
instantáneas insospechadas apareció en mi cabeza. Entre ellas resucitó una
escena en la biblioteca de mi colegio, en la que alguna de aquellas monjas, Sor
Dora, para ser justa, me habló de una antigua hermana mexicana que escribía
poemas. Debo haber tenido ocho años cuando leí con ella uno de esos poemas.
Mentiría si dijera que recuerdo cuál, pero debe haber sido la lectura de mis
primeros versos. Y en la felicidad del anuncio, pensé que quizá ahí había
partido todo para mí, en esa escena inaugural, en la inoculación de esos
versos, y que finalmente todo era una paradoja porque mis terrores de niña
estaban secretamente emparentados a este reconocimiento a mi escritura. Qué
enigma escondían aquellas monjas de mi infancia bajo sus velos, nunca lo supe.
Pero debajo del velo de Sor Juana se escondía un poema. Mis sospechas no
estaban erradas. Sin duda había que temerles. Qué más inquietante y peligroso puede
haber que un poema.
Siempre imaginé
a Sor Juana encerrada en la tranquilidad de
su claustro, con un espacio sagrado para escribir y leer. En ese paraíso su
genialidad no podía más que robustecerse como lo hizo. Cuánto hemos fantaseado
las mujeres con la idea de un espacio permanente y profesional para la
escritura, una celda silenciosa donde ejercer a tiempo completo el oficio, sin
el agobio del “Ángel de la casa”, como lo llamaba Virginia
Wolf, ese agobio de lo doméstico, también de lo familiar, lo profesional, lo
económico, incluso de lo estético. Un paraíso de escritura sin costos ni
culpas. Pero también imagino el infierno del encierro en el claustro, la
incomodidad del disfraz de la monja, la molestia de ese velo sobre la cabeza. Y
entonces vuelve el terror de mi infancia. Y vuelve la paradoja. Porque la
gozosa escritura fue, y sigue siendo para las mujeres, una zona incómoda. Aún
escribimos reclamando visibilidad, exigiendo que no se nos catalogue, que no se
nos rotule, que no se nos deje fuera de las grandes discusiones, de los grandes
anaqueles. Aún nos castigamos con el cilicio por todas las ausencias domésticas
y familiares que cometemos cuando escribimos. Y pagamos los costos de tirarnos
al vacío en este ejercicio tan peligroso como ese poema que escondía Sor Juana
bajo su velo. Por eso un premio como este, que lleva su nombre, y que enfoca la
escritura hecha por mujeres, ha tenido y sigue teniendo tanta relevancia. En él
se premia el terror y la paradoja. Porque a eso se resume la escritura. De qué
se trata finalmente si no es de meter la pluma en los miedos antiguos,
presentes y futuros, pagar el precio que la vida nos cobra por hacerlo y
correrles el velo, mirarlos a la cara, intentar descubrir el enigma, la
cicatriz, el tercer ojo. Hacerle frente a la oscuridad del apagón y escribir,
aunque nos cueste.
Nací el año 1971.
Crecí en ese tiempo oscuro y extraño que fue la dictadura chilena, y salí al
mundo entre marchas, helicópteros y funerales. Soy parte de una generación
medio perdida, que no fue protagonista de nada, pero que observó con ojos
adolescentes e intentó movilizarse. Creo que estamos un poco condenados al recuerdo.
Quizá por eso, sin plan, como un acto orgánico, cada libro que he escrito lo he
hecho resucitando historias que viví, que escuché, que se cruzaron en mi
camino. Hago el intento de darles un espacio en el ahora porque creo firmemente
en la posta de la memoria. Me interesa construir una memoria colectiva. No
oficial, no anquilosada en museos. No la de los buenos y los malos. No la que
tranquiliza y apacigua. Creo en la memoria viva, esa que asalta, que golpea,
que se sale de libreto y nos ilumina para entender que el pasado no existe, que
es tan sólo una inquietante dimensión del presente.
El 2 de diciembre
de 1972, hace casi cuarenta y seis años, el presidente chileno Salvador
Allende, en la Universidad de Guadalajara, tan cerca del lugar donde fui
premiada, dio uno de los discursos más sólidos de su interrumpida carrera. En
él se dirigió a los jóvenes estudiantes, y lanzó aquella frase tremenda, y a
estas alturas tan manoseada, de que ser joven y no ser
revolucionario es una contradicción hasta biológica. Habló, entre
otras cosas, de los privilegios del estudiante universitario, de su
responsabilidad histórica, de su necesario compromiso con su época. Y yo, que
ando convocando muertos y escenas pasadas en mi escritura, cité en el auditorio
de la Feria del Libro esas palabras, porque tuve la fantasía de que alguno de
esos jóvenes estudiantes estuviera ahí esa noche. Y estaban. Varias manos se
levantaron. Esos jóvenes envejecidos recordaron conmigo el discurso y me
ayudaron a lanzarlo al presente. Jugué a ser Allende desde ese podio de
premiación, e invité a los jóvenes escritores y escritoras a escribir bien.
Muy, pero muy, bien. Pero a hacerlo con responsabilidad histórica. Abriendo la
ventana a esta época delirante que es nuestro presente. Tenemos el privilegio
del manejo de la pluma, hagamos con él algo que dinamite, que nos explote en la
cara y nos haga reaccionar. Ser escritor y no ser revolucionario, debiera ser
también una contradicción hasta biológica. Vivimos tiempos oscuros, ya lo sabe
Europa. Ya lo sabe América Latina. Y cómo lo sabe Chile. Los nuevos fascismos
avanzan y otra vez se escuchan los temidos helicópteros sobre el techo de
nuestras casas. Otra vez los gritos, las balaceras y el apagón. El pasado no
existe, lo repito, es tan sólo una inquietante dimensión del presente. Entonces
cómo no meter la pluma en ese terror antiguo y nuevo. Es un deber dinamitar con
un poema, como los que escondía sor Juana bajo su velo, esa extrañeza y esa
oscuridad que nos cubre como en un déjà vu.
Nona
Fernández, escritora chilena, ganó en 2017 el premio Sor Juana Inés de la
Cruz de la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara por la
novela La dimensión desconocida.
(El País / 24-11-2018)
(El País / 24-11-2018)
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