domingo

CLARICE LISPECTOR - SOBRE LAS DULZURAS DE DIOS



Ustedes ya se olvidaron de mi empleada Aninha, mi minera callada, la que quería leer un libro aunque fuese complicado porque no le gustaban las cosas fáciles. Y probablemente ya se olvidaron de que, sin saber por qué, yo la llamaba Aparecida, y que ella me había explicado: "Es porque yo aparecí". Lo que no les dije tal vez fue que, para que ella existiera como persona, dependía mucho de que la quisieran.

Ustedes la olvidaron. Yo nunca la olvidaré. Ni a su voz apagada, ni los dientes que le faltaban adelante y que por nuestra insistencia se colocó, en vano; no se veían porque ella hablaba para adentro y su sonrisa era también para adentro. Olvidé decir que Aninha era muy fea.

Una mañana se demoró mucho en la calle haciendo compras. Al final apareció y tenía una sonrisa tan suave como si sólo tuviera encías. El dinero que había llevado para las compras estaba todo arrugado en su mano derecha, y del puño de la izquierda le colgaba la bolsa de las compras.

Había algo nuevo en ella. Qué, no se adivinaba. Tal vez una dulzura mayor. Y estaba un poco más "aparecida", como si hubiese dado un paso adelante. Ese algo nuevo hizo que le preguntáramos con desconfianza: ¿y las compras? Respondió: yo no tenía dinero. Sorprendidas, le mostramos el dinero en su mano. Miró y dijo simplemente: ah. Algo en ella hizo que miráramos dentro de la bolsa de compras. Estaba llena de tapitas de botellas de leche y de otras, además de pedazos de papeles sucios.

Entonces ella dijo: voy a acostarme porque estoy con mucho dolor aquí -y señaló como una criatura a su cabeza. No se quejó, sólo habló. Allí se quedó en la cama, por horas. No hablaba. Ella que me había dicho que no le gustaba el libro "pueril", estaba con una expresión pueril y límpida. Si hablábamos con ella, respondía que no lograba levantarse.
Cuando me di cuenta, Jandira, la cocinera vidente, había llamado a la ambulancia del Rocha Maia "porque ella está loca". Fui a ver. Estaba callada, loca. Y dulzura mayor nunca vi.

Le expliqué a la cocinera que la ambulancia que había que llamar era la de Emergencias Psiquiátricas del Instituto Pinel. Un poco mareada, un poco automáticamente, telefoneé allí. También yo sentía una dulzura en mí, que no sé explicar. Sé, sí. Era por tanto amor a Aninha.

Mientras tanto llegaba la ambulancia del Rocha Maia. Fue examinada, ya sentada en la cama. El médico dijo que clínicamente no tenía nada. Y empezó a hacer preguntas: ¿para qué había juntado las tapitas y el papel? Respondió suave: para decorar mi cuarto. Hizo otras preguntas. Aninha con paciencia, fea, loca y mansa, daba las respuestas correctas, como aprendidas. Le expliqué al médico que ya había llamado a otra ambulancia, la apropiada. Él dijo: es realmente un caso para un colega psiquiatra.

Esperamos la otra ambulancia. Mientras esperábamos, estábamos pasmadas, mudas, pensativas. Vino la ambulancia. Al médico no le costó dar el diagnóstico. Sólo que internada no podía quedar, apenas en la guardia. Pero ella no tendría dónde estar. Entonces telefoneé a un médico amigo mío que habló con el colega del Pinel, y quedó decidido que se quedaría internada hasta que mi amigo la examinara. "¿Usted es escritora?" -me preguntó de repente aquél de quien me enteré era el académico Artur. Balbuceé: "Yo...". Y él: "Es porque su rostro me resulta familiar y su amigo dijo por teléfono su primer nombre". Y en aquella situación en que ni me acordaba de mi nombre, agregó simpático, efusivo, más emocionado conmigo que con Aninha: "Pues tengo mucho gusto en conocerla personalmente". Y yo, tonta y mecánicamente: "Igualmente".
Y allá fue Aninha, suave, mansa, minera, con sus nuevos dientes blanquísimos, blandamente despierta. Sólo un punto en ella dormía: aquel que, al despertar, provoca el dolor. Voy a resumir: mi amigo médico la examinó y el caso era muy grave, la internaron.
Esa noche la pasé en la sala hasta la madrugada, fumando. La casa estaba toda impregnada con una dulzura loca como sólo la desaparecida podía dejar.

Aninha, mi bien, tengo saudade de ti, de tu modo gauche de marchar. Voy a escribir a tu madre en Minas para que venga a buscarte. Lo que te suceda, no lo sé. Sé que seguirás dulce y loca para el resto de la vida, con intervalos de lucidez. Tapitas de botellas de leche son capaces de adornar un cuarto. Y papeles arrugados, hay que darse maña, ¿por qué no? No le gustaban las cosas fáciles, y no lo era. El mundo no lo es. Lo supe de nuevo la noche en que ásperamente fumé. ¡Ah!, con qué aspereza fumé. La cólera a veces me dominaba, o el espanto, o la resignación. Dios hace dulzuras muy tristes. ¿Será bueno ser así de dulce? Todavía tenía un pollera roja estampada que alguien le había dado, mucho más larga de lo que correspondía a su talla. Los días de franco usaba pollera con una blusa marrón. Era una dulzura suya más la falta de gusto.

- Necesitas un novio, Aninha.

- Ya tuve uno.

Pero ¿cómo? ¿Querida por quién, por Dios? La respuesta es: por Dios,

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