Ustedes ya se olvidaron de mi empleada Aninha, mi minera
callada, la que quería leer un libro aunque fuese complicado porque no le
gustaban las cosas fáciles. Y probablemente ya se olvidaron de que, sin saber
por qué, yo la llamaba Aparecida, y que ella me había explicado: "Es
porque yo aparecí". Lo que no les dije tal vez fue que, para que ella existiera
como persona, dependía mucho de que la quisieran.
Ustedes la olvidaron. Yo nunca la olvidaré. Ni a su voz
apagada, ni los dientes que le faltaban adelante y que por nuestra insistencia
se colocó, en vano; no se veían porque ella hablaba para adentro y su sonrisa
era también para adentro. Olvidé decir que Aninha era muy fea.
Una mañana se demoró mucho en la calle haciendo compras.
Al final apareció y tenía una sonrisa tan suave como si sólo tuviera encías. El
dinero que había llevado para las compras estaba todo arrugado en su mano
derecha, y del puño de la izquierda le colgaba la bolsa de las compras.
Había algo nuevo en ella. Qué, no se adivinaba. Tal vez
una dulzura mayor. Y estaba un poco más "aparecida", como si hubiese
dado un paso adelante. Ese algo nuevo hizo que le preguntáramos con
desconfianza: ¿y las compras? Respondió: yo no tenía dinero. Sorprendidas, le
mostramos el dinero en su mano. Miró y dijo simplemente: ah. Algo en ella hizo
que miráramos dentro de la bolsa de compras. Estaba llena de tapitas de
botellas de leche y de otras, además de pedazos de papeles sucios.
Entonces ella dijo: voy a acostarme porque estoy con
mucho dolor aquí -y señaló como una criatura a su cabeza. No se quejó, sólo
habló. Allí se quedó en la cama, por horas. No hablaba. Ella que me había dicho
que no le gustaba el libro "pueril", estaba con una expresión pueril
y límpida. Si hablábamos con ella, respondía que no lograba levantarse.
Cuando me di cuenta, Jandira, la cocinera vidente, había llamado a la ambulancia del Rocha Maia "porque ella está loca". Fui a ver. Estaba callada, loca. Y dulzura mayor nunca vi.
Cuando me di cuenta, Jandira, la cocinera vidente, había llamado a la ambulancia del Rocha Maia "porque ella está loca". Fui a ver. Estaba callada, loca. Y dulzura mayor nunca vi.
Le expliqué a la cocinera que la ambulancia que había que
llamar era la de Emergencias Psiquiátricas del Instituto Pinel. Un poco
mareada, un poco automáticamente, telefoneé allí. También yo sentía una dulzura
en mí, que no sé explicar. Sé, sí. Era por tanto amor a Aninha.
Mientras tanto llegaba la ambulancia del Rocha Maia. Fue
examinada, ya sentada en la cama. El médico dijo que clínicamente no tenía
nada. Y empezó a hacer preguntas: ¿para qué había juntado las tapitas y el
papel? Respondió suave: para decorar mi cuarto. Hizo otras preguntas. Aninha
con paciencia, fea, loca y mansa, daba las respuestas correctas, como
aprendidas. Le expliqué al médico que ya había llamado a otra ambulancia, la
apropiada. Él dijo: es realmente un caso para un colega psiquiatra.
Esperamos la otra ambulancia. Mientras esperábamos,
estábamos pasmadas, mudas, pensativas. Vino la ambulancia. Al médico no le
costó dar el diagnóstico. Sólo que internada no podía quedar, apenas en la
guardia. Pero ella no tendría dónde estar. Entonces telefoneé a un médico amigo
mío que habló con el colega del Pinel, y quedó decidido que se quedaría
internada hasta que mi amigo la examinara. "¿Usted es escritora?" -me
preguntó de repente aquél de quien me enteré era el académico Artur. Balbuceé:
"Yo...". Y él: "Es porque su rostro me resulta familiar y su
amigo dijo por teléfono su primer nombre". Y en aquella situación en que
ni me acordaba de mi nombre, agregó simpático, efusivo, más emocionado conmigo
que con Aninha: "Pues tengo mucho gusto en conocerla personalmente".
Y yo, tonta y mecánicamente: "Igualmente".
Y allá fue Aninha, suave, mansa, minera, con sus nuevos dientes blanquísimos,
blandamente despierta. Sólo un punto en ella dormía: aquel que, al despertar,
provoca el dolor. Voy a resumir: mi amigo médico la examinó y el caso era muy
grave, la internaron.
Esa noche la pasé en la sala hasta la madrugada, fumando. La casa estaba toda impregnada con una dulzura loca como sólo la desaparecida podía dejar.
Esa noche la pasé en la sala hasta la madrugada, fumando. La casa estaba toda impregnada con una dulzura loca como sólo la desaparecida podía dejar.
Aninha, mi bien, tengo saudade de ti, de tu modo gauche
de marchar. Voy a escribir a tu madre en Minas para que venga a buscarte. Lo
que te suceda, no lo sé. Sé que seguirás dulce y loca para el resto de la vida,
con intervalos de lucidez. Tapitas de botellas de leche son capaces de adornar
un cuarto. Y papeles arrugados, hay que darse maña, ¿por qué no? No le gustaban
las cosas fáciles, y no lo era. El mundo no lo es. Lo supe de nuevo la noche en
que ásperamente fumé. ¡Ah!, con qué aspereza fumé. La cólera a veces me
dominaba, o el espanto, o la resignación. Dios hace dulzuras muy tristes. ¿Será
bueno ser así de dulce? Todavía tenía un pollera roja estampada que alguien le
había dado, mucho más larga de lo que correspondía a su talla. Los días de
franco usaba pollera con una blusa marrón. Era una dulzura suya más la falta de
gusto.
- Necesitas un novio, Aninha.
- Ya tuve uno.
Pero ¿cómo? ¿Querida por quién, por Dios? La respuesta
es: por Dios,
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