domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (79)


BURLA-LA-MUERTE (3 / 14)


Aquel singular personaje dijo estas últimas palabras con tono bastante burlón para que sólo pudiesen ser entendidas por Rastignac. Cuando los soldados, los gendarmes y los agente sde policía abandonaron la casa, Silvia, que humedecía con vinagre las sienes de su ama, miró a los asombrados pensionistas y les dijo:

-De todos modos, era un buen hombre el señor Vautrin.

Esta frase rompió el encanto que les producía a todos la fluencia y diversidad de sentimientos provocados por aquella escena. En aquel momento, los pensionistas, después de examinarse unos a otros, se fijaron en la señorita Michonneau que, arrugada, seca y fría como una momia, estaba acurrucada junto a la estufa con los ojos bajos, como si temiese que la sombra de la pantalla de la lámpara no bastase para ocultar la expresión de sus miradas. Aquella figura, que les era antipática ya hacía tiempo, acabó por ser comprendida. Un murmullo que denotaba una repugnancia unánime, por la perfecta unidad de su sonido resonó sordamente. La señorita Michonneau lo oyó y no se atrevió a moverse. Bianchon fue el primero que, aproximándose a su vecino, le dijo en voz alta:

-Si esta mujer continúa viviendo con nosotros yo me largo al instante.

En un abrir y cerrar de ojos, todos los concurrentes, menos Poiret, aprobaron la proposición del estudiante de medicina, y este ante la adhesión general, se dirigió a Poiret diciéndole:

-Usted que está en buenas relaciones con ella háblele y hágale comprender que debe marcharse al instante.

-¿Al instante? -repitió Poiret asombrado.

Después se dirigió a la solterona y le dijo algunas palabras al oído.

-Yo he pagado el mes y estoy aquí por mi dinero, como todo el mundo -dijo la Michonneau dirigiendo una mirada de víbora a sus compañeros de pensión.

-Que no se quede por eso -dijo Rastignac-, nosotros le devolveremos el importe.

-Sí, el señor apoya a Collin y se comprende -respondió ella dirigiendo al estudiante una furiosa e interrogadora mirada.

Al oír estas palabras, Eugenio dio un paso como para precipitarse sobre la solterona y estrangularla. Aquella mirada, cuya perfidis comprendió, acababa de iluminarle el alma.

-Déjela usted, hombre -gritaron los pensionistas.

Rastignac se cruzó de brazos y permaneció mudo.

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