domingo

EN PIEZAS / LA TERRORÍFICA MANIPULACIÓN DE LOS ASENTAMIENTOS (20) - FEDE RODRIGO


1º edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2018

DEL BARRIO 2


El Zurdo miraba la cara torcida sobre el cuello flácido del pobre Kevin en la televisión de una casa con una ventana abierta. No lo conocía mucho pero siempre lo veía andar por ahí en el barrio.

Hoy es el día en el cual su caballo recibe el merecido descanso semanal porque el Zurdo pela cables: después de un reconfortante desayuno en familia camina tranquilo hasta un pequeño baldío que está a unas pocas cuadras. (En este camino tranquilo fue que se atoró con la imagen atroz de Kevin muerto en la tele.)

Llegó hasta un tronco trunco de no más de medio metro de altura y se sentó en una vieja lata que esconde entre los yuyos. En el tronco trunco hay una pequeña perforación donde enhebró el primero de los cables con el mismo amor con el que su madre enhebraba la aguja para coserle un remiendo ya remendado en su único pantalón.

Una vez que un cable quedaba inmovilizado, tomaba el otro extremo y le hacía un par de vueltas alrededor de su muñeca ennegrecida por el trabajo. Con la izquierda sujeta a una caña de no más de veinte centímetros que termina en el vidrio de botella: es el bisturí de alguien tan pobre que nunca estuvo ni estará en un quirófano.

Luego de hacerle un preciso rasguño inicial, desliza suavemente la extraña herramienta cortante paralela al cable de arriba hacia abajo para no lastimarse en caso de fallar. El movimiento le resulta inquietantemente parecido a la forma en que peina a sus hijas recién bañadas. Cuando una hebra del caucho se desabraza del cobre, tira de ella con criteriosa delicadeza hasta separarla lo más posible. En seguida continúa con otro corte de su ridículo bisturí y luego de deslizar la caña más de quince veces, medio metro de cable deja libre entre 100 y 150 gramos de cobre. En seguida desata el nudo que mantiene enganchado el cable pero sin desenhebrarlo del agujero del tronco trunco, y le hace dar otro par de vueltas alrededor de su muñeca derecha (la que va quedando más y más negra) a un pedazo de cable sin destripar. Y entonces sigue pelando cable con la delicadeza con la que peina a las princesas guerreras de su casa. Durante el trabajo, algunos de los capullos oscuros de su pelo siempre se le sale de la colita con la que los recoge y se le cae sobre el Río de la Plata de su tatuaje.

-Quemalos y ya está, Zurdo. ¿Sabés todo el laburo que te ahorrás?

-No, Mancuerna. Mirá si se me llena la cabeza de humo como a vos.

-Sos gracioso, Zurdito. Sos gracioso.

Cuando terminara con todo el cable que le había robado a los contenedores de basura, tendría que llevar el sobre obtenido para venderlo en lo que es sin duda el lugar más siniestro del barrio: el Colador.

El Colador es una antigua cooperativa de viviendas construida sobre el viejo depósito municipal de basura. Cuando faltaba sólo un mes para que estuviera terminada, el subsidio estatal fue retirado (un cambio en las prioridades gubernamentales, creo) y los sueños de las humildes familias nunca llenaron esos cascarones de casas. Fue entonces que cientos de pichis comenzaron a ocuparlas y a hacer agujeros en el suelo para profanar la basura enterrada a lo largo de décadas. Cuando los agujeros eran más de trescientos y algunos tenían profundidades de hasta dos metros, comenzaron a filtrarse gases peligrosos como el metano, el propano y el butano, intoxicando a los desnutridos rasca-mugre.

Poco tiempo después, allí se instaló el gobierno extraoficial del barrio: la mafia que el rey Darío sacó cuando tuvo veinte años. Hoy sólo es una chatarrería donde los pobres laburantes llevan sus miserias para vender. El dueño del Colador es el rey Darío pero lo atiende un viejo querido por todos.

La moto del Mancuerna (que se seguía riendo de lo que le había dicho el Zurdo) pasó zumbando al lado del Payaso, que estaba agachado entre unos yuyos. Ni le preguntó qué estaba haciendo al payaso asqueroso, era mejor ni saber. Lo que el Mancuerna tampoco nunca llegó a saber es de dónde aparecía una lucecita roja que le recorría los botones mal abrochados de la camisa y las cejas arqueadas por su carcajada ruidosa.

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