domingo

EL TALLER DE LA VIDA / confesiones (16)


HUGO GIOVANETTI VIOLA

Primera edición: Caracol al Galope / elMontevideano Laboratorio de Artes (2009)
Primera edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes (2018)
Retrato de portada: Horacio Herrera.


DOS: EL AMOR DEL PURGATORIO

13 / PALABRA

Aquel otoño fundamos la revista cultural Palabra junto con Saúl, el ya místico plástico Manuel Espínola Gómez, el poeta y médico Juan Carlos Macedo, el narrador Tarik Carson, el poeta Víctor Cunha y el narrador y teatrista Ricardo Grasso, a los que se agregarían el poeta y narrador Leonidas Spatakis y la profesora y crítica literaria Laura Oreggioni.

La entrevista con Manolo fue en un boliche de la esquina de El Gaucho, y ya esa noche el hombre cincuentón y de rampante andadura juglaresca que se transformaría en mi biografiado y en mi maestro matrero me abrigó contándonos que a fin de año pensaba exponer en la Galería Losada unos serenísimos paisajes geométricos impregnados de las asombrosas claridades de su Solís de Mataojo natal.

A Juan Carlos Macedo, que acababa de publicar la plaqueta Durar, título que terminó iconizando toda su espiral poética, lo conocí en su humildísima casa donde el pan de sus ojos y la gratia plena de su mujer y sus hijas muy chicas transformaban las reuniones en cenas de maná.

La censura dictatorial nos obligó a ir formando un fondo de material con hondura de acueducto político, como le gustaba metaforizar a Vallejo, y ningún chisperío de barricada, lo que de paso ayudaba enormemente a excavar en la simbología arquetípica y no sociologizar con sequedad positivista.

Espínola se había dejado tragar durante más de diez años por su militancia en el gremio de los plásticos y propuso de entrada aprobar los materiales por unanimidad, porque ya no toleraba ninguna concesión o maniobra oportunista o aliancista con los nombretes de peso y eso nos trajo alguna violenta discusión colectiva que sobrellevamos con verdadera hermandad. Ahora importaba más la específica prospección cultural que la rivalidad primereadora de las vanguardias más o menos marxistas.

Una noche que yo andaba con la camioneta de mi viejo Manolo me propuso ir a comer a una parrilladita de mala muerte que había cerca del zoológico y me explicó que él podía pagar su parte recién a fin de mes, cuando cobrara la jubilación. Y allí me volvió a hablar de los paisajes geométricos mientras devoraba una gigantesca morcilla dulce que pidió de postre: Con esta serie lo que me importa es hacer Mozart. Esa serenidad para esperar a la muerte.

Y cuando le pregunté si se podía ver algunos de los cuadros que iba a exponer en menos de tres meses chistó contrariado: Todavía no los pinté. Esto de la revista no me deja empezar. Pero en cualquier momento voy a ver si me largo a meterles el diente. Y yo pensé que estaba completamente loco.

Leonidas Spatakis era un hombre ya sesentón que había perdido un hijo de dieciocho años en 1972 y lo elegimos como director de la revista porque acababa de afiliarse al Partido y todavía no debía estar fichado por los milicos. Mediría un metro cincuenta y cinco a rabiar, y jamás voy a saber por qué mi detective Isabelino Pena tiene la gran nariz grumosa y el jopo jolivudense y la agilidad ardillesca de Leonidas. Y estoy hablando de mi Marlowe y no de mi Quijote. Un viejito preciosamente sano no muere arrepentido de haber salido a defender su costilla inmaculada.

La censura de los milicos aprobó la publicación de Palabra pero el Ministero del Interior secuestró los plomos cuando ya se estaban imprimiendo y nos quedamos sin la revista y sin la plata que conseguimos vendiendo bonos. Spatakis las pasó bravas declarando durante horas y esa tarde me largué en la camioneta a avisarle a Manolo, que todavía vivía en el taller de Avenida Brasil, y cuando me gritó que pasara lo encontré terminando Cierto regreso, cierta continuidad, cierto sueño y tuve tiempo de vichar el ya terminado Más allá de nuestros días.

Entonces la espesura visible del reino que solamente él pintó en el Uruguay, porque la grandeza torresgarciana no horadó la irradiación de la sagrada invisibilidad, me hizo retroceder el horror con la contundencia inapelable de Mozart. Manolo ya estaba elefantiásico y le avisé lo de la revista y gruñó y salí rajando mientras él volvía descargar el pincel percutiente con medio cuerpo desnudo y las cejas al viento.

Y el 18 de noviembre se estrenó la exposición de los ocho cuadros polifocalistas en Galería Losada y fuimos con mis padres y Rosina y desde allí cruzamos al Millington Drake, donde Álvaro Pierri daba su primer concierto después de ganar el Concurso Internacional de París con medalla de oro.

¿Y ahora cómo hacía el fascismo para prohibir que la platería del barroco matrero que empezó amasando Fabini en Solís de Mataojo y José Pierri Sapere en Pan de Azúcar nos impregnara con una todopoderosa sed de cielazos?


14 / ROSINA

Durante julio y agosto del 75 viví sintiéndome un gusano entrealado y milimétricamente detector del avance primaveral, y tanto las pelusas y las melenas de los álamos y los sauces como las explosiones nacaradísimas de los frutales parecieron alfombrarme el tambaleo hacia una llamada telefónica que hizo Rosina para empezar a tomar clases de guitarra.

Y la adivinación mutua del otro esperado fue tan ciegamente total que cuando le abrí el viernes 19 de setiembre lo único que nos faltaba era contemplar aquel rostro elegido desde el más acá y la clase duró tres horas y tres clases después la invité a ir al cine y al despedirnos en el jardín de su casa arrancó una corola y me la dio pestañeando mucho y en la dedicatoria del poemario Bodas de hueso no necesité más que literalizarlo: para Rosina / que me clavó en la mano / un pensamiento azul.

Y este es un poema eyaculado un mes antes de conocernos: Primavera primera / sembraremos / el corazón del mar bajo los álamos / donde un ventoso vuelo virginal / brillará locamente / amarillándonos. / Borrado mi arrebato atiborrado / de rebosante sombra / entre setiembre / ya llegado tras trigo al barro rojo / será gallo mi llaga / festejándonos.

Y en la tercera parte de Morir con Aparicio el monólogo define así a la fe clarividente que transformó a Justo Regusci y Magdalena Tomillo en una silueta de dos cabezas: y en menos de seis meses te habías enamorado del océano y en un solo lancero del verdor esmeralda de la muchacha pálida vulnerable y purísima que hamacaba sus músculos con la delicadeza y el coraje latentes de una vara de mimbre estremecida entre su anonimato.

Sergio, además, que siempre derrochó un talento plástico que según Guillermo Fernández, muchos profesionales adictos al jeteo de pasarela quisieran para un día de fiesta, captó con exactitud aquella extraordinaria euforia danzante que derramábamos sin el menor aspaviento en una crayola donde aparecemos caricaturizados al estilo de Olivia y Popeye.

Rosina tenía 19 años y yo 27, y nos comprometimos en enero y nos casamos en agosto para que aquel pedazo de casa que me habían alquilado unos primos y nunca llegó a ser bautizado como Eridanus, se transformara en nuestra primera montaña empujada a cuatro manos.

Y en la luna de miel en Porto Alegre fue todo tan maravilloso que durante ascensión al morro entre un atardecer muy anaranjado pensé rotundamente: Qué me importa la nada si existe esto. No sé quién fotografió a mi padre saliendo del Registro Civil el mediodía que nos casamos, pero lo que le falta a su encorvamiento tristón es una leyenda englobada igual que en las historietas: Ojalá que Huguito dure.

Y fue recién leyendo el insondable Mujeres que corren con los lobos de Clarissa Pinkola Estés, no hace más de cinco o seis años, que tanto Rosina como yo entendimos con qué clase de salvajismo había nacido ella: el de la niña-muchacha-mujer condenada a parir y defender su círculo-tesoro de profundísima nieve contra la barbarie ilustrada del machismo depredador.

Los Esposos de hueso saben que lo que llamamos suerte jamás es una condecoración del azar y que a la hora de durar los de afuera son de palo en cualquier campo sacro. Y que las cicatrices y las culpas son de exclusiva responsabilidad de la casa.

Lo que me tranquiliza bastante, además, es que cuando escucho cantar a Sabina Porque siempre hubo clases y yo / no doy bien de marido / otra vez a perder un partido / sin tocar el balón, pienso: Yo lo empaté.

Creo que Rosina tuvo muchísima más paciencia que yo en estos treintaidós años, y los primeros en darme la razón serían nuestros hijos, Micaela y Nacho, aunque jamás podrían ser imparciales porque para los Giovanetti-Biagioni ella fue una madre, por lo menos hasta cierta altura de la vida y hablándolo en Darío, como se debe ser.

En la novela La indecente noche de Yemanjá, publicada en el 94, la retraté encuadrada en su profesión de Asistente Social, que ejerce a lo Kübler-Ross: Pero entre Rosina y Ma-Sa ya existía un arcoiris de complicidad más alto que cualquier palabra. La mujer era rubia y delgada, y al torcer levemente la cabeza lograba que sus ojos derramaran un verdor excluyente de toda vanidad. Miraba como los niños, los elegidos y los moribundos.


15 / SAÚL

Enseguida que la dictadura prohibió la subversión cultural de la revista Palabra nos propusimos contragolpear con una antología que titulamos Cuentos 75’ y que estaba integrada por textos de Saúl Ibargoyen, Tarik Carson, Manuel Márquez, Ariel Méndez y un servidor.

Yo incluí el recién terminado Rapto a la nieve, un réquiem barajado en cuatro planos diacrónicos que funcionaban bien, pero todavía me faltaba mucho para encontrar la unidad rítmica de la frase, y se mezclaban una primera persona infantil que después desarrollé en Ángeles y lobos con larguísimas espirales faulknerianas y una sequedad dialógica alla Hemingway apenas entonadas por una resolución lírica propia que ya no iba a perder, tanto en significado como significantes. Nunca redité ese texto.

Y cuando el volumen ya estaba impreso y en fase de encuadernación los milicos se llevaron al secretariado del Seccional de la Cultura del Partido y apenas tuvimos tiempo de rehacer un pliego y emparchar una hoja a mano para que Saúl apareciera con el seudónimo de Antonio Silva. Pero el libro salió.

Y después a esperar. Yo pasé algunos días en Montevideo, y se escuchaban rumores de que la barrida era a fondo y al principio me despertaba cada motor nocturno, aunque después salimos a vender el libro puerta por puerta con Rosina como si tal cosa, y nos vimos un par de veces con Lil y supimos que Saúl estaba incomunicado pero recibía ropa y que el mejor desenlace posible era que le dieran chance de exiliarse.

La sucursal de Maspons que atendían mis padres quedaba en la galería Tualsa, en pleno Gorlero, y ese verano quedó vacío local de al lado y mi viejo y mi hermano lo consiguieron para exponer y me mudé a atenderlo.

La verdad es que ningún momento tuve verdadero miedo de caer porque ahora conocía la irradiación del sótano de Satanás y sabía que la fe en el hombre que compartíamos con Saúl no se desalma con ninguna tortura.

Entonces necesité zambullirme en una novela que había empezado a soñar una mañana de abril, cuando llamé por teléfono a Laura Oreggioni y su esposo, el doctor del SOYP Jorge Infantozzi, me atendió desafiante: Si se viene a tomar unos mates le hago un cuento de la Isla de Lobos que no va a poder dejar de escribir.

Y enseguida atravesé las tres cuadras con luz de Sisley que me separaban del Pasaje de la Cantera sintiendo que me esperaba mi nuevo libro.

Infantozzi me habló de una leyenda que circulaba en la isla sobre alguien que ponía flores secretamente en un cementerio de tres cruces anónimas y casi nada más. Así es de complicado el buceo en la belleza cifrada de este mundo.

Y aquel febrero hice lo que no se le puede recomendar a ningún narrador: empezar una historia supuestamente larga sin saber adónde iba ni cómo. Tenía bastante material recopilado sobre la isla y algo maravilloso que me bombeó el inconsciente: la florista clandestina era una niña ciega.

Y cuando crucé a Lobos en una lancha turística y apenas nos dejaron recorrer el muellecito lleno de pelucas perdedores sin acercarnos a las calagualas donde podía rastrearse el cementerio, sentí ganas de mandar el proyecto al carajo y en algún recoveco del vértigo habrá vibrado la lección de mi abuelo frente a aquella pared oscilante que derrumbó mi padre: Así es cuando está bien.

Y esa tarde me decidí a teclear haciendo hablar desparramadamente a la niña y en dos años de producción muy discontinua llegué a unas ciento veinte páginas de las que terminé tirando noventa para incrustarle tramos contrastantes armonizados en primera y tercera persona con el definitivo color de mi frase que encontré en los cuentos de Cantor de mala muerte. Y ese melodismo vertical era una digestión, como ya adelanté, del empaste arcoírico de Mozary y García Márquez.

Saúl estuvo a punto de perder la vista durante el exilio mexicano y pudo operarse a tiempo y yo sangré este poema: Un hombre se arrodilla para morder la tierra / con la media ceguera de su mirada en ascuas: / un hombre solo / muerde la canción en la sombra -con su hocico radiante- como al único hueso que ha podido salvar / definitivamente / de los perros del oro.

Y en esos mismos años Alondra Pérez, la niña ciega de mi historia que demoré muchísimo en entender que era mi alma se encerraba en el baño para jadear: Jesús: yo ya sé no sé quién soy pero sé que tú sos el Padrenuestro. Ayudame a ser buena y feliz y no me dejes olvidarme de los colores del mundo. Amén.

Y entendí que si Saúl no hubiera aguantado la tortura mordiendo mudamente mi nombre yo hubiera terminado de volverme loco en el sótano sin fondo del fascismo.

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