domingo

EL VIENTO DE LA DESGRACIA (SIDA + VIDA) - DANIEL BENTANCOURT (3)


1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018

PARTE 1

3 (1)


Cuando cerró la puerta tuvo que apoyarse en el marco, temblando. De ojos cerrados, se esforzó por recuperar el equilibrio y se dijo que por fin estaba en casa, en su cuarto, hasta que la sensación, con la misma rapidez son que había venido, desapareció. Es apenas cansancio, se dijo. Pero no estaba totalmente seguro de que eso fuera verdad.

Abrió los ojos. Ahí estaba el mismo olor acentuado del barniz, la quietud reposada del sol cruzando el aire como una escuálida nube de polvo blanquecino diluyéndose, su cama con la manta escocesa, los libros en el estante. La convulsión le vino de nuevo, y caminó hacia la cama arrastrando los pies y se estiró alargando el cuerpo, boca arriba. Tenía todavía el abrazo de los tres apretándole el pecho, pero no era él al que habían abrazado, era al otro, al de antes, el que conocían de siempre. Y tenía la incómoda sensación de haber invadido un espacio que no era más el suyo, que ya no le pertenecía y al que no tenía el mismo derecho de antes.

Mirando el techo, se lo repitió nuevamente: pero, a pesar de todo, estoy en casa. Y era como reposar en un brazo que venía del pasado, hecho de mínimos recuerdos, de memorias imperceptibles pero conocidas, olores, momentos, detalles que se acumulaban, risas y alegrías lejanas formando la consistencia del antes. Girando el cuerpo, doblado sobre sí mismo, las manos entre los muslos, se dijo que tal vez pudiese intentar recuperar la dulzura de pertenecer a algo de que se sabía unido, propio y autosuficiente. Desde ahí, llenándose los pulmones, podía seguir oliendo la esencia de la madera barnizada y el olor del tabaco que fumaba su padre, impregnado en sus ropas y que parecía indeleblemente colgado de su bigote gris, que siempre lo había acompañado desde que lo recordaba. Estaban también el más neutro de la madre, que hacía pensar en talco y algodón, y ahora el de Cristina, con un resto perfumado de pintura labial. Podía oler hasta el suyo propio, imposible de definir, pero que ahí, mientras estaba acostado en su propia cama, por fin, se le hacía igualmente cercano y reconocible.

Doblando la pierna, desató la bota con suela de goma, se sacó la media y se rascó entre los dedos. Levantando la cabeza, vio los restos de piel de las ampollas que le quedaban entre los dedos después de rascarse, se miró las venas azules del tobillo, los pocos y desiguales pelos, las uñas que precisaban un corte, el olor fuerte y amargo que precisaba agua y jabón. Cómo será, se preguntó, la pierna de un muerto. Exactamente así, igual. Había leído en algún lugar que pelos y uñas siguen creciendo, después, y pensó que era ridículo o demasiado misterioso que, después, algo todavía continuase creciendo, multiplicando su tamaño, alargándose sin sentido, porque era para nada. Pero tal vez sí, se dijo, tal vez sea ese su sentido: la vida que continúa en la nada, imperturbable a pesar de todo, a pesar de ya haberse asentado la nada en sus dominios. Pena que ya no importe, porque uno no va a estar más ahí para saberlo.

Alguien había abierto apenas la puerta, observando por la abertura, y él, sabiendo que ella no demoraría mucho, hizo un gesto llamándola:

-Vení, podés entrar.

La vio cruzar el reflejo del sol, el brillo amarillo y rojo de su ropa como un espejo, y dejó el brazo extendido para que ella apoyara la cabeza y apretara su cuerpito junto al suyo. Ella le habló cerca de la oreja, en voz baja, casi en secreto, como acostumbraban hacerlo:

-¿Viniste para las vacaciones?

-Claro, como siempre en julio. ¿Tú no estás de vacaciones?

-Sí, ¿pero por qué no avisaste que venías?

-Quería darles una sorpresa.

-Podrías haber escrito, por lo menos. Algo que, por otra parte, parece que cada día se te hace más difícil.

-Tiempo, no da el tiempo, entre una y otra cosa.

-Hay veces que nos preguntamos qué estarás haciendo a esta hora: en clase o estudiando, comiendo, descansando.

-Posiblemente alguna de esas cosas.

Ella lo abrazó de nuevo, apoyándole la cabeza en el pecho, y Ángel le escuchó el corazón.

-Estás más flaco -dijo ella, apartándose y mirándolo.

Ángel levantó con dos dedos el brazo que estaba en su pecho, sujetándolo de los huesos de la muñeca.

-Miren quién habla.

-Yo soy chica todavía.

-¿Y por aquí cómo están las cosas? ¿Cómo está Jairo?

-Bien. Igual que siempre. ¿No fuiste a verlo todavía?

-Después, después lo voy a visitar.

-Estamos con problemas con las ratas, de nuevo.

-Así que las bandidas volvieron.

-Otra vez -dijo ella, moviendo la cabeza para arriba y para abajo. -Papá está loco con eso, porque muerden toda la madera. Algunas noches alcanzamos a escucharlas mordiendo y mordiendo. Una noche ni me dejaron dormir, de tanto ruido que hacían. Papá compró veneno. Lo podemos ayudar a colocarlo más tarde, si querés.

-Claro.

-Él dice que les debe gustar mucho nuestra casa, porque en las otras casas de por aquí cerca no tienen ratas.

-Es que nuestra casa es la más linda de todas.

-A mí también me parece -se apretó de nuevo contra él, y le pasó las manos de uñas despintadas por el borde de la camisa. -La maestra me dio muchos libros para leer en estas vacaciones. ¿Podés ayudarme a leerlos?

-Cómo no, será un placer.

-Mamá mandó preguntar qué querés para cenar.

-Cualquier cosa. ¿Por una de esas casualidades no habrá una lata de corned-beef?

-Hay -dijo, apartándose y mirándolo, radiante. -El otro día ella te compró. Sabía que ibas a venir, y compró muchas otras cosas que te gustan -levantó la mano y fue señalándose los dedos. -Galletitas, queso, chocolate.

-No fue sólo para mí que compró, entonces. ¿Dónde están papá y mamá?

-Fueron a descansar un poco.

-Yo también me parece que voy a dormir.

-Te dejo tranquilo, entonces.

Le dio un beso y salió. Él no la miró. De cara al techo, sintió el peso de la tarde tranquila que declinaba en la luz amarilla que iba retrocediendo, y se tocó el pecho donde ella había apoyado la cabeza. Y pensó que lo único que había hecho en los últimos tres meses fue morir un poco cada día, sabiéndolo y sin poder hacer nada. Entonces auscultó el giro sin apuro de las abejas entre las costillas, las supo presentes, tranquilas pero siempre moviéndose, un zumbido que no alcanzaba a escucharse, pero que las puntas de los dedos presentían con total precisión y certeza y que él verificaba con parsimonia, preguntándose de dónde podrían haber venido, qué querían, qué estaban haciendo ahí. Ya se había acostumbrado a ellas, mantenía con su presencia un diálogo silencioso, a veces las insultaba pero se decía que no tenía sentido, ellas no hacían nada, sólo estaban ocupando sus pulmones, no eran culpables de nada, quedaban dando vueltas y vueltas, de noche era posible sentirlas un poco más alborozadas o locas, en la quietud del reposo cuando todo el cuerpo se sosegaba ellas parecían la única cosa viva junto al corazón. Ellas y la cabeza, pensó: esa sí que no para nunca, nunca.

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