domingo

TRES CAPÍTULOS INÉDITOS DE EL GRITO III - RICARDO AROCENA (3)


TRES : DIARIO DE VIAJE DE JOSÉ GALLARDO POR ASUNCIÓN DEL PARAGUAY

22 de setiembre de 1851

Llegué a Asunción del Paraguay con la obsesión de entrevistar a los que convivieron con Artigas los últimos años de su vida y, de ser posible, a quienes partieron junto a él rumbo al exilio. El viaje a la capital paraguaya tardó más de la cuenta, antes de poder concretarlo, por razones laborales, debí recorrer el litoral argentino, lo que de cualquier manera me sirvió para conversar con muchos viejos revolucionarios de las provincias de Santa Fe y Entre Ríos. Finalmente abordé un barco de carga que partía hacia la ansiada meta que me había auto impuesto, merced a los buenos oficios de su capitán Don Pascual Saracho, que enterado de mis objetivos ofreció gustosamente sus servicios. Era un veterano marino y conocía en detalle las batallas libradas por Pedro Campbell, por lo cual la travesía me resultó no solamente placentera sino también ilustrativa de un aspecto que yo había soslayado en mis investigaciones sobre el pasado artiguista. Mientras conversábamos en cubierta no podía dejar de registrar las sinuosidades del río Paraguay, la pródiga vegetación de sus orillas y la diversidad de aves que aleteaban encima de nuestras cabezas. Fue un viaje agradable, pero yo no podía contener mi ansiedad, por eso mi corazón pareció querer detenerse cuando señalando una de las orillas el Capitán mostró la Bahía de Asunción y la angosta costa que la precede. Más atrás, entre sinuosas elevaciones manchadas por espaciosos mantos verdes, estaba la ciudad en la que tanto tiempo había pensado. Con premura, como queriendo anticipar mi pregunta, mi anfitrión me explicó que eran siete las colinas sobre las que la ciudad se extendía y señalando con su mano una de ellas ilustró: aquella por ejemplo es Loma Kavara… Una cerrada cortina de pájaros nublaba el paisaje, entre ellos miles de gaviotas que planeaban buscando alimento; gaviotines que la tripulación paraguaya llamaba Atí Guazú, pero también aves rapaces, como las águilas pescadoras que son conocidas como Taiguato Rye Morotî y vertiginosos halcones a los que llaman Taiguato Ro´y. Promediaba setiembre y el calor y la humedad nos envolvía. Una vez que llegamos al Puerto el Capitán no quiso bajo ningún concepto que fuera solo hasta el domicilio de quien me estaba esperando en Paraguay y se ofreció a acompañarme, me explicó que por sus frecuentes viajes conocía la ciudad como la palma de su mano. Finalmente llegamos a la casa de Antonio Guzmán, en la parte céntrica de la ciudad, adonde sería mi circunstancial morada. Los días siguientes, acompañado de mis entusiastas anfitriones, caminé por Asunción. En la populosa calle Palma conocí pulperías, en las que conversé con los parroquianos, pude comprarme ropa en los registros, recortarme la barba y hasta comprarme algunos libros. Recorrí las naves de la Catedral Metropolitana, con sus filas de arcos, adonde reina San Blas, el Santo Patrono del Paraguay y la Virgen de Asunción y conocí los barrios nuevos de Santísima Trinidad y Mbrucuyá, invadidos de vendedores que ofrecen en voz alta toda clase de tejidos, comidas típicas y artesanías de cuero. En todos los lugares en lo que tuve la oportunidad, en mis intercambios con los lugareños, indagué qué sabían sobre el General Artigas…  Por todas las zonas en las que anduve pude constatar el impacto de la modernidad, la ciudad está salpicada de construcciones barrocas, monumentales y suntuosas y las clases pudientes, contagiadas seguramente por los ingleses, franceses y españoles, hacen gala de nuevas modas, sobre todo en los lugares céntricos, adonde se multiplican las levitas y los sombreros de felpa. Antonio Guzmán es un hombre muy servicial, lo conocí mientras estudiábamos en Buenos Aires y está entusiasmado por lo que yo me he propuesto. Su casa, adonde vive con su esposa, parece un museo de productos autóctonos, tiene un papagayo que repite con voz aflautada algunas palabras, pájaros enjaulados, como por ejemplo cardenales y jilgueros, que reciben a los visitantes con un variopinto concierto y hasta un mono capuchino que fue comprado en el mercado pero al que mantienen atado ya que según me explicaron que si bien era muy amigable al principio, como todos los de su especie, se tornó agresivo y peligroso cuando creció. La duda que me ganó desde que llegué a la ciudad, era por donde comenzar mis averiguaciones y luego de pensarlo detenidamente decidí que lo mejor era comenzar por conocer la selva. En ella no podría obtener información, pero en su verde atmósfera, entre los lapachos y los cedros, reinando por sobre monos, águilas y tapires, en ese espacio de naturaleza y libertad, seguramente me encontraría con el espíritu inmortal del Jefe oriental. No había otra forma si lo que quería era conocer su espíritu, igual al del puma o del yaguareté, que por alguna razón es conocido por los lugareños como “fiera de la verdad”.


***

24 de setiembre de 1851

La casa adonde Artigas vivió sus últimos años queda en Ibiray, dos leguas al norte de Asunción. Ni bien llegamos al lugar, lo primero que me impactó fue el intenso azul de un Manduví Guazú henchido por la brisa. Pensé que había sido admirado cada día por el viejo oriental y un estremecimiento me recorrió el cuerpo. Desde alguna distancia pude notar que el rancho en que vivía emerge entre arboledas, es de adobe blanqueado a la cal, tiene techo de dos aguas, entramado de tacuara y tirantes redondos de palma y está cercado por postes rústicos cubiertos de enredaderas y madreselvas. El campo que lo rodea, a muy corta distancia se abre hacia el distinguido Valle de Tapúa, que se extiende entre casas solariegas de la rancia nobleza hasta los bosques tórridos de Peñón y Arecayá; por el otro hasta la ancha llanura de Ña Guazú, que remata en las onduladas lomas de Luque y San Lorenzo. La casa queda cerca de la del Presidente López, su hijo Benigno y Pimienta Bueno, un vecino del lugar, me hospedaron con gran amabilidad y se pusieron a mi disposición desde el primer momento. A ellos les debo el haber podido conocer en forma detallada la historia más reciente del entrañable General. Ni bien llegué junto con Antonio Guzmán, nos invitaron a tomar mate y pedí para que lo hiciéramos abajo del árbol en el que solía descansar Artigas. Por supuesto que aceptaron. Muy pronto nos vimos rodeados de campesinos de los alrededores, todos tenían algo que contar, entre otras cosas que con sus largos rizos plateados que caían por debajo del ancho carandí sobre el poncho claro, Don José parecía un patriarca bíblico, que en los últimos años se apoyaba en un largo bastón que le daba cierto aire de peregrino  y que al caer la tarde, cuando el toque de las campanas llegaba de la lejana Asunción, muchos de los ahí presentes se reunían con él para rezar. Gracias a ellos pude enterarme que cuatro años antes de su muerte había sido visitado por el general Paz y que al año siguiente por el brasileño Enrique Beaurepaire Rohán, y muchas, muchas otras anécdotas. Esa noche pernoctamos en casa de uno de aquellos aldeanos que la ofreció gustoso. A primeras horas del día siguiente partimos en carro hasta el Cementerio de la Recoleta, para visitar la tumba en que yace el General, había corrido entre los lugareños la voz del por qué estábamos ahí y todos nos paraban para contarnos algo. A nuestro paso los hombres terciaban su sombrero sobre sus rostros arcillosos y las mujeres, con sus hijos a la espalda y vasijas en la cabeza, hacían un leve movimiento de inclinación. Hablamos con muchos de los que trataron asiduamente a Artigas, entre ellos con el Juez García, que jugaba con él a los naipes y nos esperó en la ruta, con Andrea Cuevas que le daba medicinas tradicionales, con Don Gregorio Narváez, con Juan de la Cruz Cañete y con muchos otros… Creo que hice bien cuando luego de escucharlos, pensando en mis padres, en mis hijos, en los viejos combatientes, les di uno a uno, a todos los pobladores con los que hablé, las gracias por haberle dado su cariño en sus años finales, como no pudimos hacerlo los orientales. Era hora de volver a Asunción y apuramos el paso rumbo al camposanto.  Ni bien llegamos nos indicaron que estaba en el tercer sepulcro, en el número 26…. Me arrodillé sobre la tierra rojiza, la apreté fuerte y besé un puñado de ella, hasta que se fue escurriendo lentamente para volver a su lugar de origen. Alrededor el silencio era sobrecogedor. Como si hubiera enmudecido la naturaleza, no sonaba la brisa, no cantaban los pájaros. Antes de retirarme coloqué sobre el humilde promontorio un crucifijo de Camila, mi madre, y comenté en voz alta: para que su alma nos marque el camino… Luego puse a su lado las bordonas de Jacinto, mi padre y mirando a los que me acompañaban agregué… ¡para que su alma nos cante…!


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26 de setiembre de 1851

Antes de partir de Ibiray, uno de los lugareños nos aconsejó que si queríamos conocer a alguno de los que acompañaron a Artigas cuando partió hacia el exilio, tal vez podíamos encontrarlo en Laurelty, adonde el Dictador Francia había entregado tierras de las mejores para los desterrados orientales. Lo escuché con atención. Muy dentro de mi ser abrigaba la esperanza de que alguien pudiera haber conocido a la negra Tomasa, tan vinculada a mi historia familiar, pero era peregrino pretender algo por el estilo. Igualmente, por si acaso, guardé entre mis ropas el diario de mi madre y partimos con Antonio Guzmán hacia ese lugar. Laurelty se encuentra a dos leguas de Asunción, al costado de una calle pública, cerca de una cañada que está rodeada por un Monte de Laureles. Los moradores están acostumbrados a las visitas, entre otros nos recibieron dos negros ancianos, que habían ingresado al Paraguay con Artigas, luego de una larga y amena charla, muy ilustrativa, me atreví a preguntar si conocían a una tal Tomasa. Y les expliqué el por qué de mi pregunta. Me indicaron que preguntara en el distrito Fernando de la Mora, adonde había otro asentamiento de viejos soldados artiguistas. Con Antonio Guzmán decidimos ir a la mañana siguiente, ya que para esa tarde teníamos planificada de antemano una visita a otro campesino, que vivía a varios kilómetros de distancia de la Capital. Ninguno de los dos podíamos suponer que nos esperaba un espectáculo extraño, fascinante… Para llegar adonde nos esperaban teníamos que ir en barca. Finalmente conseguimos que unos pescadores de Surubí nos acercaran, pero a determinada altura confluimos en una balsa de agua mansa de tres hectáreas y fuimos rodeados por nenúfares circulares de por lo menos dos metros, que brotaban del agua.  La planta flotante en un principio nos hizo creer que estábamos rodeados de cocodrilos, porque su piel verde rugosa se le parece. El manto verde se perdía en imponente en el horizonte y estaba salpicado de grandes flores blancas. El barquero llamó Yaceré-Irupé, a aquella floración, que por lo que luego supe quiere decir canasto de pan en guaraní. Y por algún motivo la asocié nuevamente con la negra Tomasa, a la que imaginé erguida, con un atado de ropa blanca como las flores en la cabeza, caminando por las calles de Mercedes. Al día siguiente partimos al distrito Fernando de la Mora, a un asentamiento denominado Loma Campamento o Camba Cuá, que en guaraní significa refugio o agujero de negros. Durante la visita pude calibrar que la comunidad ha logrado preservar sus valores culturales, pese a las adversidades, tanto así que cada mes de enero, llegan de todas partes para participar de sus fiestas alegres y divertidas. Reiteré la pregunta que había hecho en Laurelty, acerca de si habían oído hablar de Tomasa y no poca fue mi sorpresa cuando no solamente me respondieron afirmativamente, sino que me preguntaron si quería conocerla… Al costado de un rancho, sentada y abanicándose frente a unos niños a los que cada tanto reprendía, había una anciana de boca pintada y carnes abultadas, que mirándome con falso enojo gritó haciendo referencia a los críos… ¡estos bellacones prevalidos de mi bondad, quieren abusar…! Luego lanzó una contagiosa carcajada, y en forma pomposa, me dio la bienvenida. Calculé que tenía más de 80 años. Cuando le expliqué que era José, el hijo de Jacinto y Camila, quedó abruptamente en silencio… Me miró con fijeza y algo de hostilidad…, como si la estuviera engañando. Aproveché la sorpresa y le acerqué el diario de mi madre. Lo tomó en sus manos y lo ojeó lentamente. Luego recorrió con sus dedos las páginas amarillas por el paso del tiempo y noté cómo endulzaba su mirada, hasta que de sus cansados ojos brotaron algunas lágrimas. Entonces pidió que pusiera mi cabeza entre sus manos y por largos segundos la escuché murmurar unas, para mi, extrañas palabras… Volví muchas veces a verla. Me hubiera gustado poder reproducir literalmente su cántico, sus decires, sus sentencias y comparaciones y las raras expresiones con las que salpica sus comentarios, como nianga, cachimbo o manga, entre tantas otras... pero no me ha sido posible. Me conformé con registrar por escrito, de la forma más fidedigna, lo que me contó sobre mi familia y sobre la patria vieja en general. Esta es su historia.

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