domingo

EL TALLER DE LA VIDA / confesiones (17)


HUGO GIOVANETTI VIOLA

Primera edición: Caracol al Galope / elMontevideano Laboratorio de Artes (2009)
Primera edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes (2018)
Retrato de portada: Horacio Herrera.

DOS: EL AMOR DEL PURGATORIO

16 / MICAELA

El 31 de julio de 1977 mi esposa estaba a término y ese domingo casi primaveral nos fuimos caminando ida y vuelta hasta el Carrasco profundo y al volver comimos ravioles y mucho postre con mis padres y cerca de la medianoche Rosina me avisó que tenía contracciones desde el mediodía y tomamos el tiempo y ya eran cada seis minutos y yo me preparé el mate como indicaba Sacchi en El parto sin dolor y recién a las tres de la mañana se internó en la Médica Uruguaya acompañada por mi madre, porque las salas ni siquiera eran individuales.

La partera llamó al médico y nos pidió que volviéramos en cinco o seis horas y recorrimos la rambla con mi padre hasta casa bajo una luna tan llena que se me desbordó una PAX-LUX bogadora y de golpe pensé: ¿Qué es lo que nos importa? Y enseguida me contesté con una placidez dulcísimamente irónica: No nos importa nada más que todos los hombres que murieron y todos los que viven y van a vivir y la tierra y los planetas y las galaxias juntas.

Y a las cinco sentimos que no podíamos esperar más y llegamos justo para ver a María Micaela llorando resplandecientemente atrás del vidrio.

El día que cumplió un año le regalamos una canción que salía en un aviso de la tele y le encantaba: Chiquitita. Armamos el tocadiscos en el suelo y ella se acercó gateando y escuchó un mensaje del grupo Abba que no va a dejar de abrigarla jamás: Chiquitita no hay que llorar / las estrellas brillan por ti allá en lo alto. Y se reía sin parar, entendiendo. Porque Micaela y Nacho siempre entendieron todo. Y debe ser porque los esculpimos con la fe clarividente de nuestro más acá.

Y hay una foto de Miki tomada al lado de un jazminero muy viejo que pertenecía al chalet originario, donde ella tiene dos años y sostiene una corola como si profetizara la transfiguración completa de todos los horrores. Está vestida con un enterito turquesa y los ojazos del mismo color se alzan bajo la melena muy rubia hacia una gratia plena y una exigencia de perfección que nunca la abandonó y tampoco la dejó tranquila.

La foto está en blanco y negro, además. Pero ella sabe que hasta que no pueda adultizarse con los colores de aquella plenitud su vida seguirá siendo una batalla tormentosamente hermosa, como les pasa a todos los elegidos.

Hace poco pegué en el placard de mi escritorio o trinchera estrellada, entre una frase de San Juan de la Cruz y un paisaje de Cézanne, un poema que Miki me dedicó cuando tenía cinco años y ya sabía leer y escribir hacía rato porque Olga, la abuela materna, es una maestra-samurai.

En el reverso de la hojita hay un Papá anunciado entre dos flores y del otro lado un POEMA La rosa blanca. Una Rosa blanca- / perFuma mi aLiento. / i pone un rostro blanco / en mi Pecho.

Y también a esa edad empecé a enseñarle a cantar y a leer música clásica con la guitarra, hasta que a los doce años ya no quiso dar el examen de tercero con Olga Pierri y me va a seguir acusando toda la vida de ser un torturador de pobres criaturas. Otra loba en la casa.

Y la verdad es que, prolongando la glosa de Sabina, no doy bien de marido y fui un demasiado padre y si mi esposa y mis hijos no me hubiesen trancado dos por tres en la mitad de la cancha dejándome la marca de los tapones, no serían libres. El primer compañero de Micaela, Horacio Herrera, un extraordinario plástico emparentado con el divino Julio, sabe que la mujer-muchacha que hoy tiene treinta años es dulce y dura como el acero: si sabés contemplarla con tiernísima ciencia, para hablarlo en Idea Vilariño, te pone el corazón en la mano, y si le pisás la luz te electrocuta.

Hace diecisiete años, por ejemplo, que ni ella ni Rosina me leen, y yo sé perfectamente que lo que las aterra es tanto la posible invasión biográfica como el proselitismo místico y la indecencia bukowskiana que cultivo con alevosía y a esta altura me rendí a la justicia de esa incomprensión-cruz decretada en defensa propia, porque no se necesita padecer mis libros para quererme. Y últimamente ya no me lee ni Nacho.

Y ahora quiero advertirles a los padres de las criaturas que atiende Micaela, que es pediatra congénita, que las revisaciones de mi hija incluyen una mágica inyección de aquella pureza lunar que llenó el universo con la noticia de su nacimiento y el reparto del jazmín que se le espejó en la fe turquesa a los dos años.

Los pacientes, en cambio, podrán aullar o patalear o levitar de fiebre, pero entienden quién los mira.


17 / KIERKEGAARD

La Programación Divina nunca deja de repartirnos alguna que otra baraja encandilante y uno elige agarrarlas o se acobarda o se emperra en obedecer a la opacidad grasosa del resto del mazo, pero también puede pasar que el cartoncito salvador nos llegue a destiempo.

En el 68 mis padres todavía no trabajaban en la sucursal puntaesteña de Maspons pero se me ocurrió pasar un fin de semana de agosto en el sucucho helado de Gorlero y mi tío me prestó la llave. Fuimos con un amigo, y en un escaparate giratorio de uno de los tres o cuatro locales que abrían todo el año encontré Kierkegaard y la filosofía existencial de León Chestov y lo compré y me zampé la mitad en unos días y de golpe anoté Soy un griego, Dios mío y lo archivé y recién volví a sacarlo de la biblioteca diez años más tarde y me azuló la vida inapagablemente.

Y en el 78 mi madre, que había ofrecido la generosidad y el coraje que la definió siempre entre los vecinos para acompañar a Rosina durante el parto, se patologizó ladymacbethianamente con la posesión de Micaela y la feliz familia Giovanetti empezó a vivir en una especie de crujidero de dientes dantesco, aunque disfrazado de Parque Rodó.

Yo trabajaba paralelamente en Ángeles y lobos y en los cuentos minimalistas que me obligó a inventar el programa radial Discodromo de Rubén Castillo y que terminaron por serializarse en Cantor de mala muerte, recién publicado en el 86. Pero entre el 76 y el 78 encontré la definitiva tonalidad de espada épico-lírica de mi frase y me saqué de arriba un cargamento de historias europeas que hubieran dejado obesa a Creer o reventar. Y, sobre todo, aunque participé de la resistencia cultural que significaron las Ediciones de la Balanza, dirigidas por Rolando Faget y Laura Oreggioni, y publiqué los poemarios París póstumo y Bodas de hueso, no milité más. Ahora ya no había cómo, y las dirigencias comunistas se reorganizaban y eran barridas y prontuariadas en los diarios cada pocos meses.

Entonces desempolvé el ensayo sobre Kierkegaard y entendí, completamente, que yo era religioso. Y no alla griega, además. Después conseguí el Diario de un seductor, Los estadios eróticos inmediatos o lo erótico musical, El concepto de la angustia y Tratado de la desesperación, pero la comprensión global de la debo a León Chestov.

Una tarde estaba en el jardín de los Biagioni Pastorino, tomando mate y terminando de subrayar encandiladamente aquella baraja-pasaporte que compré en la península vacía y salió de visitar a la familia el médico de la familia, un argentino de muy buen trato y muy conversador que fue amigo de juventud de Bioy Casares y acá jugó al tennis en el Lawn hasta los ochenta años y derrochaba una joie de vivre literalmente francesa, y me preguntó qué estaba leyendo y carcajeó con una mezcla de admiración y desprecio: Pero estos uruguayos son increíbles. Fijate cómo está el mundo y vos leyendo a Kierkegaard.

Y otra tarde caí a la editorial Arca a cargosear a Beto Oreggioni para que me publicara de una vez el Aparicio y entró el esteta torresgarciano que me había demostrado la inexistencia de Dios en lo de Guillermo Fernández y lo raspé a lo Obdulio: ¿Sabés que agarré a Kierkegaard y me di cuenta que lo más importante que ustedes esconden en las facultades es que para Dios nada es imposible?

El galán siempre tostado ni siquiera se puso histérico y se aplastó la melena sorbonniana antes de sonreírle a Beto: Estas pobres generaciones nacieron condenadas a no digerir lo que les enseñamos. Y hasta el buen José Pedro Díaz cabeceó, remachando: Sí. Yo el tiempo que me queda no lo perdería con esa clase de filósofo.

Una de las metáforas más imponentes de Teilhard de Chardin es la de que la mayoría de la humanidad viaja en la bodega de un barco creyendo ver el cielo y los que se la juegan y se escapan a explorar la intemperie de la cubierta para traerle noticias azules al rebaño tienen que vivir en guerra con la barbarie ilustrada. Artigas, por ejemplo.

Y con el tiempo entendí que el casi impotente Soëren ni siquiera encontró escaleras para subir a saciarse con la infinitud y tuvo que romper el cielorraso dostoievskianamente, a cabezazo limpio, y murió sintiéndose un fracasado porque el resto del cuerpo le quedó colgado adentro de la bodega donde viajaba el escupidor hombre-masa que Ortega y Gasset retrató con inmejorable precisión antes que los stalinistas y los nazis pactaran y coincidieran inventando un Homúnculo Nuevo peor que el del cesarismo yanqui. ¿Es triste? No: es humano, nomás.


18 / MI PADRE

Mi padre decidió irse en octubre de 1979, cuando al crujidero de dientes dantesco se le cayó el disfraz de Parque Rodó y vivíamos nada más que en la laberíntica obscenidad del Tren Fantasma de Lady Macbeth.

Yo estaba dando una clase de guitarra en mi pedazo de casa y él metió la cabeza relampagueantemente envejecida a sus cincuenta y nueve años con buena salud y bajó un pulgar a la romana y dijo: Yo.

A la semana tenía una gripe de pecho que terminó por ser un cáncer de pulmón y la agonía duró menos de dos meses.

En el poema El cáliz, que integra Heredad de mi padre, lo describí así: Como brindis barrosos que acaban empedrando / los riñones del alma / -irreversiblemente- / te habitarán los vértices del desencuentro. / Se dividen las vidas. / Y la desgracia filtra / su amanecer oscuro entre la primavera / mientras un hombre muere / alargando sus húmeros / y el sudario morado irradia una metáfora / que no alcanzan las sondas / de la carne / o del cosmos.

Ahora me recuerdo sentado en la hamaca del porche más o menos diez años antes, frente a la gigantesca araucaria que ya se venía abajo y nos agrietaba los pisos. En la hamaca también estaba sentado Augusto Torres y a la izquierda mi viejo, en una silla del juego de jardín.

Sabe lo qué es crecer atrás de este tronco, me preguntó de golpe el Cacique, que hablaba poquísimo y con un confuso sabor de acentos macerados en muy distintos países. Y mi viejo se apantalló el oído menos otoesclerótico para que le repitiera la frase y se la repetí. A mí ni siquiera me pareció grave que Augusto recordara a don Joaquín con ese dolor tan manso y tan acusatorio, porque lo que realmente me ponía muy nervioso era la hermandad de sordomudos que tenían con mi padre.

Y al rato agregó: Yo ya me estoy viendo venir el cajón y siento que no hice nada, ¿no? Y ahora apenas retrasmití hacia la oreja apantallada de mi padre: Nada.

En el 78 hubo que sacrificar la araucaria y se juntó medio barrio a contemplar el Gólgota desde la vereda y supe que mi orfandad demoraría muy poco.

Y aquel mismo año mi padre zafó de la ortodoxia torresgarciana que siempre recreó muy bien y pintó unos templos de construcción naïf, vacíos y santificados por una luz mental donde no llegó a horadar pero sí a esmerilar la espesura del reino y se transformó en el maestro más humilde que conocí en mi vida. Una prueba contundente es que este verano el gran Guillermo Büsch me pidió una antología esencial de Hugo W. Giovanetti Sanna para exponer en el Argentino Hotel de Piriápolis, el Hotel Rivendel y el castillo de Piria y sentenció: Quería empezar la temporada con un maestro.

Y en el póster-catálogo iconizado por un precioso retrato de Gurvich pude sintetizar un juicio que Manuel Espínola Gómez me dejó en borrador después de la segunda muestra póstuma: La retrospectiva que vimos en el Centro de Artistas Plásticos en 1997 nos enfrentó a un verdadero “obrador con andadura”, alguien que investigó desde la “entraña” hasta el “límite” con gracia de construcción y claridad a la vez. Estamos frente a un plástico que nos impregna de una “alegre extrañeza” o una “extraña alegría” inquietante, por cierto.

En el 80 Ángeles y lobos fue premiada en un concurso que organizaron el diario El Día y editorial Acali y desembuché en un reportaje que me hicieron para el semanario Opinar: Porque mi padre era perfecto como lo puede ser cualquier hombre sencillo en una calle anónima, más o más allá del poder y la gloria. Y no todos podemos morirnos sin fallar.

Y durante la agonía le pude regalar una reflexión que le doró avitraladamente la fluvialidad: ¿Te imaginás lo horrible que hubiera sido para mí tener un padre como Torres García?

Pero un día me agarré una rabieta con el bolichero de enfrente por algo que me gritaron cuando di marcha atrás y mi moribundo viejo, que siempre rezaba pero nunca se interesó en la eucaristía murmuró, fulminándome con un lila muy convexo: Hugo, me parece que lo único que te puede curar ese carácter es la Iglesia.

Y durante el velorio consolé a medio mundo y no lloré ni me quejé y la gente se maravillaba de que el neurótico estuviera a la altura de las circunstancias, como opinó Guillermo Fernández. Claro que en el 91 el inconsciente me noqueó con una depresión mortal igual que si dijera: Ahora hay que arreglar cuentas, nene.

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