1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018
PARTE 1
3 (2)
No se dio cuenta si llegó
a dormir o no. El cuerpo se le fue aflojando, y en lo que pareció el momento
siguiente sintió un gusto amargo en la boca y abrió los ojos. El techo era
ahora un débil reflejo ceniza, y el mismo silencio pesado continuaba, como una
campanada sin ruido extendiéndose en el aire. Por un momento no supo dónde
estaba. Pero sólo fue reconocer el olor del barniz y del tabaco para saberlo:
casa, era su casa ahora, había acabado de llegar por fin, por lo menos eso. Por
un momento, allá en la ciudad, había llegado a pensar que ya había perdido esa
oportunidad también, que no llegaría nunca más, que sería privado de esa
chance. Bueno, se dijo, por lo menos eso. Aunque no supiera en qué medida eso
ayudaría para algo.
Intentó levantarse y los
huesos no quisieron. Era algo tan reconfortante y cómodo quedarse acostado, que
hubiera querido no tener que moverse nunca más. Cuando estaba así, como en ese
momento, pensaba que podría volver a ser el mismo de antes. Pero pasaban
algunos minutos y sabía que tenía que intentarlo, no dejarse vencer, superar su
propia inercia y descubrir qué era esa sombra negra que le había invadido el
cuerpo.
Logró, por fin,
enderezarse y caminar hasta el baño. Trató de no mirarse en el espejo. Orinó
mucho, se lavó los dientes sin levantar la cabeza y salió del cuarto. Al bajar
la escalera una lechosidad gris y calma entraba por la ventana del living, y
fue atravesando el silencio del fin de la tarde en dirección a la cocina.
-Ah, ya estás aquí -dijo
ella, sacándose las manos en el delantal. Vino y le besó la mejilla, dándole un
rápido abrazo. -¿Dormiste?
-Un poco. La verdad es
que ni me di cuenta, no sé, creo que sí.
-Bueno -ella se dio
vuelta, y comenzó a mover las cosas que estaban sobre la mesa. -Vamos a ver.
-¿Te puedo ayudar en
algo?
-Gracias, ahora no.
Sentate ahí mientras me organizo. Voy a prepararte algo que sé que te gusta
mucho para la cena.
-No voy a cenar, hoy por
lo menos. Comí alguna cosa en uno de esos restaurantes de la carretera, que no
me cayó muy bien -levantó la cabeza y la miró. -Pero, pensándolo bien, creo que
tengo un poco de hambre. Cristina me dijo que habá corned-beef.
-Ahí, en la heladera.
De pronto tenía hambre.
El corned-beef estaba en un plato, y lo llevó hasta la ventana desde la que podía
ver el valle. El cielo era apenas una mancha azul evanescente diluyéndose en el
atardecer, la torre del campanario de la iglesia cortaba con su triángulo negro
el reflejo de la última claridad, y las luces de la plaza y de las casas
formaban arcos titilantes. Fue colocando las rodajas de carne sobre las
galletas saladas, comenzando a masticar con voluntad, mirando las nubes blancas
que iban pasando sobre el horizonte y huían, escapándose hacia las montañas, ya
transformadas en sucias manchas indefinidas, lacónicas y aguadas que parecían
deslizarse hacia el otro lado meramente para caer. Pero apenas dio las primeras
mordidas, tragando dos o tres veces, supo que algo andaba mal. “Un gran engaño,
un gran engaño” se dijo, sintiendo cómo el cuerpo todo parecía negarse y
retraerse, cerrando las puertas, colocando barreras y bloqueando todos los
accesos, compartimientos estancos que eran cegados como si una gran mancha
negra los invadiese.
Esta vez fue fácil llevar
de nuevo el corned-beef a la heladera, guardar las galletas en la caja,
aparentar estar satisfecho y saciado. Durante la cena, mientras ellos hablaban
y él tomaba un vaso de leche, también fue fácil convencerlos de que tenía el
estómago medio revuelto, y al fin y al cabo la leche, como todo líquido, era
mucho más fácil de soportar y asimilar, aunque después tuvo que vaciar la mitad
del vaso en la pileta de la cocina cuando ayudó a cargar los platos, vasos y
cubiertos para ser lavados. Viéndolos comer, levantando los tenedores,
llenándose la boca, masticando sin parar de conversar, comprendió la distancia
que los separaba. Si ellos supieran, pensó, el sacrificio que es comer, si
supieran. Pero tendría que sentarse con ellos, frente a ellos, aparentar un
entusiasmo que no tenía ni podía tener, y que ni siquiera lo convencía
totalmente a él mismo. Tendría que levantar la mano con el tenedor, llenarse la
boca cuando todo el cuerpo le decía que no, se mantenía cerrado, indiferente a
cualquier cosa que no fuera quedarse quieto, sin voluntad de nada, la misma nada
que lo acosaba, que parecía cerrarle todos los espacios, limitarlo por
cualquier lado. Y entonces, ya lo sabía, comenzaría a masticar, los dientes
formando su masa sólida, intragable, que podría ser de cualquier cosa, la más
insoportable bazofia como el más delicado manjar, aquel que le traía los
mejores recuerdos y añoranzas, que sería la misma cosa. Y después de las
inevitables medias sonrisas, los gestos que traducirían una felicidad que no
existía ni podía sentir, aquello entremezclado, compacto y sin gusto a nada,
caía, rodaba hacia la hipotética acción de los jugos gástricos que parecían no
estar ahí, no existir, iba rellenando el tubo digestivo y llegando a un
estómago inerte, burocrático y formal que, con displicencia total iniciaba a
disgusto su trabajo, porque estaba más que claro que hubiera preferido no hacer
nada.
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