domingo

EL VIENTO DE LA DESGRACIA (SIDA + VIDA) - DANIEL BENTANCOURT (4)


1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018

PARTE 1

3 (2)


No se dio cuenta si llegó a dormir o no. El cuerpo se le fue aflojando, y en lo que pareció el momento siguiente sintió un gusto amargo en la boca y abrió los ojos. El techo era ahora un débil reflejo ceniza, y el mismo silencio pesado continuaba, como una campanada sin ruido extendiéndose en el aire. Por un momento no supo dónde estaba. Pero sólo fue reconocer el olor del barniz y del tabaco para saberlo: casa, era su casa ahora, había acabado de llegar por fin, por lo menos eso. Por un momento, allá en la ciudad, había llegado a pensar que ya había perdido esa oportunidad también, que no llegaría nunca más, que sería privado de esa chance. Bueno, se dijo, por lo menos eso. Aunque no supiera en qué medida eso ayudaría para algo.

Intentó levantarse y los huesos no quisieron. Era algo tan reconfortante y cómodo quedarse acostado, que hubiera querido no tener que moverse nunca más. Cuando estaba así, como en ese momento, pensaba que podría volver a ser el mismo de antes. Pero pasaban algunos minutos y sabía que tenía que intentarlo, no dejarse vencer, superar su propia inercia y descubrir qué era esa sombra negra que le había invadido el cuerpo.

Logró, por fin, enderezarse y caminar hasta el baño. Trató de no mirarse en el espejo. Orinó mucho, se lavó los dientes sin levantar la cabeza y salió del cuarto. Al bajar la escalera una lechosidad gris y calma entraba por la ventana del living, y fue atravesando el silencio del fin de la tarde en dirección a la cocina.

-Ah, ya estás aquí -dijo ella, sacándose las manos en el delantal. Vino y le besó la mejilla, dándole un rápido abrazo. -¿Dormiste?

-Un poco. La verdad es que ni me di cuenta, no sé, creo que sí.

-Bueno -ella se dio vuelta, y comenzó a mover las cosas que estaban sobre la mesa. -Vamos a ver.

-¿Te puedo ayudar en algo?

-Gracias, ahora no. Sentate ahí mientras me organizo. Voy a prepararte algo que sé que te gusta mucho para la cena.

-No voy a cenar, hoy por lo menos. Comí alguna cosa en uno de esos restaurantes de la carretera, que no me cayó muy bien -levantó la cabeza y la miró. -Pero, pensándolo bien, creo que tengo un poco de hambre. Cristina me dijo que habá corned-beef.

-Ahí, en la heladera.

De pronto tenía hambre. El corned-beef estaba en un plato, y lo llevó hasta la ventana desde la que podía ver el valle. El cielo era apenas una mancha azul evanescente diluyéndose en el atardecer, la torre del campanario de la iglesia cortaba con su triángulo negro el reflejo de la última claridad, y las luces de la plaza y de las casas formaban arcos titilantes. Fue colocando las rodajas de carne sobre las galletas saladas, comenzando a masticar con voluntad, mirando las nubes blancas que iban pasando sobre el horizonte y huían, escapándose hacia las montañas, ya transformadas en sucias manchas indefinidas, lacónicas y aguadas que parecían deslizarse hacia el otro lado meramente para caer. Pero apenas dio las primeras mordidas, tragando dos o tres veces, supo que algo andaba mal. “Un gran engaño, un gran engaño” se dijo, sintiendo cómo el cuerpo todo parecía negarse y retraerse, cerrando las puertas, colocando barreras y bloqueando todos los accesos, compartimientos estancos que eran cegados como si una gran mancha negra los invadiese.

Esta vez fue fácil llevar de nuevo el corned-beef a la heladera, guardar las galletas en la caja, aparentar estar satisfecho y saciado. Durante la cena, mientras ellos hablaban y él tomaba un vaso de leche, también fue fácil convencerlos de que tenía el estómago medio revuelto, y al fin y al cabo la leche, como todo líquido, era mucho más fácil de soportar y asimilar, aunque después tuvo que vaciar la mitad del vaso en la pileta de la cocina cuando ayudó a cargar los platos, vasos y cubiertos para ser lavados. Viéndolos comer, levantando los tenedores, llenándose la boca, masticando sin parar de conversar, comprendió la distancia que los separaba. Si ellos supieran, pensó, el sacrificio que es comer, si supieran. Pero tendría que sentarse con ellos, frente a ellos, aparentar un entusiasmo que no tenía ni podía tener, y que ni siquiera lo convencía totalmente a él mismo. Tendría que levantar la mano con el tenedor, llenarse la boca cuando todo el cuerpo le decía que no, se mantenía cerrado, indiferente a cualquier cosa que no fuera quedarse quieto, sin voluntad de nada, la misma nada que lo acosaba, que parecía cerrarle todos los espacios, limitarlo por cualquier lado. Y entonces, ya lo sabía, comenzaría a masticar, los dientes formando su masa sólida, intragable, que podría ser de cualquier cosa, la más insoportable bazofia como el más delicado manjar, aquel que le traía los mejores recuerdos y añoranzas, que sería la misma cosa. Y después de las inevitables medias sonrisas, los gestos que traducirían una felicidad que no existía ni podía sentir, aquello entremezclado, compacto y sin gusto a nada, caía, rodaba hacia la hipotética acción de los jugos gástricos que parecían no estar ahí, no existir, iba rellenando el tubo digestivo y llegando a un estómago inerte, burocrático y formal que, con displicencia total iniciaba a disgusto su trabajo, porque estaba más que claro que hubiera preferido no hacer nada.

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