domingo

EN PIEZAS / LA TERRORÍFICA MANIPULACIÓN DE LOS ASENTAMIENTOS (21) - FEDE RODRIGO


1º edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2018

DEL BARRIO 3


Eran las ocho y cuarto de la noche y la luna estaba enredada en la copa de un árbol. Morales ya había dejado la exuberante limusina en una cochera más amplia que la plaza de los pobres. Ahora caminaba sus siete cuadras por la calle lateral de barro hasta su casa (esa casa donde nadie lo esperaba).

Sus pasos eran pesados y sostenían sus casi dos metros de altura. De las casas se desprendían atípicos murmullos de alegría: en un rato empezaba el desfile de carnaval del barrio. En un rato las caras llenas de mugre se iban a cubrir con pinturas y las casas, cuyo único brillo suele ser el sol dándose contra las chapas, esta noche iban a sostener orgullosas lucecitas de colores.

Morales disfrutaba mucho de la tregua que producía el desfile. Él, contrariamente a lo que cualquiera podría suponer, desaprueba toda la sangre que se cae en nombre de Darío. Morales ve su trabajo como eso: un trabajo. Hay gente que barre, gente que vende y gente que hace cuentas. A él le toca conducir, matar y dar miedo. A escondidas se arrepiente: besa su crucifijo y pide perdón. Sabe que esto no va a remendar la vida de nadie pero por lo menos le apacigua el alma.

Iba tan inmerso en su disfrute que chocó con una hermosa mujer de unos veinticinco años. De toda aquella belleza entreverada en la oscuridad de la calle sólo recordaría unos profundos ojos celestes y los tres lunares alineados sobre uno de sus pómulos (puntos suspensivos de su mirada).

Pidió disculpas aturdido y siguió.

Perdido entre la fascinación y sus pasos pesados ya casi había completado el recorrido de vuelta a casa. Al pasar entre los dos mismos árboles de siempre (uno a cada lado del portón de la casa de la esquina), le llamó la atención un reluciente trapo celeste que estaba sobre una rama.

Al acercarse comprobó que se trataba de un saco: uno particularmente sano y limpio. Le pareció muy extraño porque nadie se vestía así en el barrio. Miró alrededor en busca del dueño del saco pero no vio nada. Volvió a mirar y lo descolgó (sólo para probárselo).

Luego de pasar la segunda manga, se cubrió el cuello de la camisa que llevaba puesta a modo de uniforme. Le quedaba perfecto. Comprobó por tercera vez (y con genuina honestidad) que el dueño del saco no estuviera cerca y por tercera vez se encontró completamente solo en la oscura calle de barro.

Entonces se lo colgó del antebrazo con la elegancia de un mozo y se lo llevó. Este era el mejor día de su vida adulta. Ahora caminaba tan entusiasmado que al ver la enredadera que trepaba el muro de su casa, entendió que la planta se quería escapar (como él). Poco le importó.

Llegó a su modesta casa y ni siquiera trancó la puerta de la entrada. Colgó el saco cuidadosamente en el respaldo de una silla: ya había decidido que lo iba a estrenar en el desfile dentro de un rato.

En menos de cinco minutos se había duchado y todo el pequeño living apestaba a su mejor perfume. Estaba pronto para una noche de fiesta. Estaba pronto para parecer feliz. Cómo iba a ser capaz de darse cuenta del peligro que le habían implantado en uno de los bolsillos. Esta noche iba terminar con la felicidad muerta.

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