domingo

EL TALLER DE LA VIDA / confesiones (13)


HUGO GIOVANETTI VIOLA

Primera edición: Caracol al Galope / elMontevideano Laboratorio de Artes (2009)
Primera edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes (2018)
Retrato de portada: Horacio Herrera.


DOS: EL AMOR DEL PURGATORIO

4 / SERGIO

Mis padres balancearon muy bien la distribución de los recursos materiales generalmente saladísimos, porque decir escasos sería pecar, entre mi hermano y yo. Con las primeras comisiones ganadas en Punta del Este le habían comprado una cachila bigotuda que usaba para ir a la Facultad, y después del golpe de Estado se paralizó la enseñanza y Sergio llegó a estar preso en el Cilindro junto con toda la clase y en una tartamuda llamada de larga distancia de la época terminé pidiendo a gritos que lo mandaran en un charter por dos meses y chau. Se vendió la Ford T.

Sin caer en manías lowryanas, lo que nos costó darnos el abrazo del reencuentro que Ernesto estaba pronto para inmortalizar como un fotógrafo que hubiese sabido que Ghiggia iba a hacer el gol más grande las historia después de los 30 minutos del segundo tiempo en Maracaná, simboliza lo que cuesta que dos hermanos de sangre puedan construir una unidad de hueso.

Hubo un cambio de vuelo y cuando volví al Stella desesperado después de un plantón de muchas horas en Orly me enteré que él ya estaba paseando por el quartier con los muchachos. El abrazo frente al Saint-Michel quedó muy bien fotografiado por el mismísimo Satanás, así que pereferiría sobredorarlo con otro que hubo en la Estación Central cuando yo tenía dieciséis años y volvimos del Brasil por tren con un grupo de viaje de Preparatorios. Sergio siempre fue muy lindo y de chico era gordito y aquel día se me abalanzó y me mordió las costillas llorando de una manera que terminé por incrustar aquel canibalismo vallejiano en el final de Morir con Aparicio, cuando Pablo Regusci se despide de Leonardo. Y así fue este rebrillo.

Había una calma luna de invierno, y antes de recorrer el laberinto-maqueta medieval de la Huchette y cenar en el pub Saint-Germain nos tomamos un rouge y supe a boca de jarro que Sergio acababa de separarse de la novia-mujer de su vida y me sentí relampagueantemente en misión.

El Stella era tan caótico que el conserje mauriziano ya había acomodado otro colchón en el suelo sin hacer más preguntas, pero aquella noche fue imposible dormir y al final nos zampamos las milanesas caseras que nos mandó mi madre y amanecimos en Montmartre y de tarde ya fuimos al museo impresionista y terminamos cuerpeando una tormenta debajo de una pata de la Tour Eiffel y de golpe se horizontalizó un túnel sobrehumanamente amarillo desde el Trocadero y una niña en patines se irisó entre la lluvia y nos reímos al unísono: ¿Sabés que acabo de acordarme de Roche?

Aunque recién al otro día recibí un fruto del timbó charrúa, una oreja de negro, que el supuesto no religioso y no supersticioso Leonel me había mandado para que me protegiera. Y nunca dejé de recomendarle con total fervor y sin la menos vergüenza a todo el mundo que las recojan donde las vean y las guarden y las regalen, porque tienen un poder invencible contra la envidia de Satanás.

Emilio Arteaga se había mudado de Épinay-sur-ôrge, un pueblito de la banlieue sud que a mí me emocionaba porque quedaba cerca de Massy y una noche nos largamos a visitarlo y nos fumamos un petardo oyendo Band on the run y a Sergio le pegó horrible y no podía sacarse de la cabeza a un pato monstruoso que lo vigilaba desde el jardín, pero al otro día salió a caminar solo por la plaza y jura que sintió la inminencia de Ruth atrás de una esquina y yo pensé: Voilà.

Lo más extraordinario es que justo aquel enero y en plena crisis del petróleo nos haya salido un contrato de un mes para tocar en la mejor boîte de Beirut, La grenouille, y aunque los palestinos ya estaban acampados con metralletas cerca del aeropuerto y cada semana había un simulacro de bombardeo con sirenas y todo, los manoseadores del capital, para variar, aseguraban que en aquel enclave estratégico nunca podía haber guerra. Y pasamos de lujo. Y además pude doblarle el brazo a ¡Absalón, Absalón! en un meteórico tercer intento y escribí un poema bueno.

Pero mi hermano no aguantó y tuvo que adelantar el vuelo diez días porque extrañaba desmoronadamente a Ruth y le valió la pena perderse la excursión a las fastuosas ruinas de Baalbek: ahora iba rumbo al amor, viejo Osiris. Al amor irrompible.

Y a los pocos días de volver al Uruguay me encontré una foto de Ernesto brindando conmigo en el Escholier la noche que llegó mi hermano y de golpe entré en schock y sentí que me hundía en aquello y tuve que correr a despertar a Sergio para que me dijera cualquier cosa y no me dejara asfixiar en el sótano del mundo. Porque allí ya estaba asomada la fluorescencia asesina que sólo Álvaro Pierri llegaría a conocer in situ conmigo. Sergio guardó la foto y un día la encontré chamuscada en el taller: le quedaba nada más que la mitad donde estaba mi cara.


5 / EL HUEVO CELESTE

Cuando volvimos de Beirut Carlitos y Colette, su naná, que merece un capítulo aparte y alfombrado de rojo en estas confesiones, alquilaron chambre en el segundo piso y nosotros ocupamos la bohardilla de la 22 con el Cordobés, Ernesto y el Fatiga, un pibe argentino macanudo que casi nunca trabajaba y siempre tenía hasch,

Fue una primavera más preciosa que la que viví en cuarto de liceo enamorando a Albita y salíamos a tomar cerveza con Bénédicte y yo le despintaba los bigotes nevados tratando de convencerla de que lo único que merece existir es el amor sin traiciones. Y se lo predicaba en un París poluido por la excrementalidad ya completamente oficialista de la rata Sartre y el tigre Althusser y la saga carnavalesca del 68. Reconozcamos que Robespierre tenía cuero para ducharse con sangre, por lo menos.

Pero como yo soy artiguista, nunca pude sentirme quijotesco del todo. Y ahora había que escribir de verdad, además, y después de la indigestión absaloniana conseguí A la sombra de las muchachas en flor y tampoco paraba de releer El largo adiós y El astillero abriéndolos en cualquier capítulo y de golpe me quedé sin concepción de frase ni de estructura y traté fervorosamente de frankesteinizar la policial pero, para hablarlo en Boccanera, ya no me quedaba más que polvo para morder. Y fe.

Y una tarde de tormenta el Fatiga armó un petardo con forma de pez martillo y de golpe sentí que París acababa de tapizar el ventanuco que daba a la Monsieur-le-Prince con una floralidad carnívora invertida, porque lo que te devoraba era algo así como la Más Dimensión bajada en el Tabor para el pescador rocoso y los Hijos del trueno.

Entonces agarré la máquina portátil que me había ayudado a comprar Sergio en enero y eyaculé sin corregir una sola letra, sentadito a lo Buda en la catrera y todavía con uniforme de siesta: Ya no tengo el aliento sedoso de la lluvia / de aquel verano azul / que me tejió mi madre. / París pone su huevo celeste a contraluz / y una playa desierta se cierra acariciándome / como la cruz del sur / la estación de la música.

Y sentí una terrible nostalgia de la casa de Piriápolis adonde me invitaban mis tíos los Vanoli sin palpar en absoluto la transfiguración vertical que me estaba encajando la irrefrenable calva bajo millones de años de intemperie estrellada.

Y además desconfié un poco de la falta de guerra que me ofreció el poema. Lo único que tenía pulido a cojones y consideraba digno de sobrevivir en medio año de despelotadísimo papelerío eran apenas cuatro odas a Peti que resudé con la todopoderosa devoción incondicional que nos hace provocar la PAX-LUX del orgasmo en el Otro que se ama.

Porque esa es la cuestión de vida o muerte, coño. Y si los popes de las Facultades y los talleres no saben eso, o no saben explicarlo, que se dediquen a un trabajo oficinesco o se masturben el ego sin tarar a la gente. Y todavía ganando un sueldo. Biblia pura, señores: el falo del Espíritu enjoyando la Mar y el Verbo chispea así o no chispea. No hay ninguna conducta o discurso fundacional a nivel científico, ético o estético que funcione sin iluminar evolutivamente a la materia. Y nuestro único orgasmo verdadero es el orgasmo de nuestro Otro. Pregúntele a la lluvia.

Y a los pocos días hubo apagón y como nadie quería bajar a conseguir velas escribí el primer poema mental de mi viaje y terminé pasándolo en limpio a tientas. Era un soplo dialéctico del anterior y no entiendo por qué no lo incluí en la primera edición de París póstumo, pero me acuerdo que las aliteradas volutas del final le dieron un laburo achicharrante a mis enmarujados requesones.

Qué triste imagina / la ciudad de esta noche / la ciudad como un huevo celeste alrededor / sus paredes remotas desamparando el eco / de mi vida escapada hacia hondos humos húmedos.

Juan Carlos Macedo nunca terminó de maravillarse con aquel primer texto, finalmente bautizado Hasch, que desové en la chambre 22, y creo que de todos mis libros no le gustaba de verdad nada más. Algo es algo.

Yo seguí desconfiando y sintiendo que a Hasch le faltaba un toque que demoré en encontrar por lo menos dos meses. Hasta que una noche íbamos repechando la rue Cujas con los instrumentos a cuestas y me puse a boxear y boxear y boxear y boxear con el penúltimo verso y justo entre la mole del Panthéon y el convento donde vivió Erasmo de Rotterdam llegó la corrección: y una playa desierta se cierra acariciándome / como el ORO del sur / la estación de la música.

Pumba. El engarce flaubertiano pero con con vertical lírica, Señor. Y después de cinco años, cuando terminé de entender que esa hibridez tan mozartiana y garciamarquiana al mismo tiempo era la llave para entrar a mi prosa, me sentí más en forma.


6 / BIÈVRES

Nos hicimos muy amigos con Ernesto, y cada tanto me mostraba algunas páginas interesantísimas de un cuento largo ambientado en el infierno de los quilombos adonde lo llevaba el padre cuando era chico, y resoñábamos y retocábamos la trama de mi policial ya casi amortajada pero además yo me empecé a sentir en misión de ayudarlo a creer en el hombre. El problema siempre es ese. Hasta que un día decidió pasar la famosa semana de revisación de su locura en Amsterdam que venía postergando desde que nos conocimos y volver a la Argentina. A él le llegaban giros de Trelew y además se le ocurrió fabricar bombos legüeros con envases de chucrut que sonaban fenómeno y se vendían muy bien. Y también llegó a lavar platos doce horas de corrido en el restaurant del edificio donde murió la vierge folle: Paul Verlaine, asesino de palomas.

El Cordobés se fue a vivir con la cleptómana que conoció en la bohardilla del escenógrafo, y tampoco volvimos s saber nada de Sinclair Beiles, un mutimillonario poeta ugandés prologado por William Burroughs y amigo de Bukowski, que lo nombre en los Escritos de un viejo indecente. En la chambre 9 caía de madrugada a comer yerba mate y nos contaba sus amores con Paloma Picasso y una vez que yo le estaba enseñando a cantar If I fell a dúo a la nena se me quiso meter envuelto en una toalla-taparrabos y tuve que encajarle un patadón a lo Chaplin, pero era cariñoso. Todavía no tenía cuarenta años, y el Bigote decía que esta vez no salía más del loquero.

Entonces Raúl Maldonado, un cantante argentino que hizo la primera musicalización de Meta bala de Yupanqui, nos propuso que formáramos un trío quilapayunesco con repertorio antifascista y muecas ásperas y ponchos negros y todo lo que ayudara a colocarnos en el incipiente mercado del exilio, y nos invitó a fotografiarnos en su casona de Bièvres.

El pueblito queda cerca de Versailles, y cuando veinte años después vi la película que en castellano se tituló Todas las mañanas del mundo supe que yo había sido feliz por primera vez en mi vida en el mismo lugar donde el cortesano Marin Marais y el ermitaño Saint-Colombe terminaron por entenderse a la Eluard: por escucharse y hermanarse celebrando la noticia de que estamos bien hechos.

Maldonado y su esposa, una argentina que me hacía acordar a mi abuela Ana de muchacha, estaban montando una agencia de espectáculos con buena onda y astucia, y les encantó el nombre que le pusimos al nuevo trío revolucionario, Cimarrón, y aquella tarde también invitaron a posar en el prado lleno de puentecitos renacentistas a un flautista clásico vestido de etiqueta que parecía enguinarldar los robles doradísimos con esas frases de Wolgfang Amadeus que llegan del más allá y  te traen al más acá.

Nosotros esperamos la sesión tirados en divanes y al lado dormía una perra idéntica a las de Las meninas de Velázquez, que parecía empastada en aquel verdor por el duro deseo de durar, y yo pensé de golpe que lo único que tenía en la vida eran cinco poemas como la gente y en lugar de soñar con el triunfo literario me prometí seguir escribiendo para llegar a sentirme siempre igual que en aquel momento. ¿Cómo vas a olvidarte, 34 oriental?

No existe ni la primera ni la última palabra, explicó Bajtin, un soviético humillado pero blindadamente fiel al mesianismo sano: y no existen fronteras para un contexto dialógico (asciende a un pasado infinito y tiende a un futuro igualmente infinito). Incluso los sentidos pasados, es decir generados en el diálogo de los siglos anteriores, nunca pueden ser estables (concluidos de una vez para siempre, terminados); siempre van a cambiar renovándose en el proceso del desarrollo posterior del diálogo. En cualquier momento del desarrollo del diálogo existen las masas enormes e ilimitadas de sentidos olvidados, pero en los momentos determinados del desarrollo ulterior del diálogo, en el proceso, se recordarán y revivirán en un contexto renovado y en un aspecto nuevo. No existe nada muerto de una manera absoluta: cada sentido tendrá su fiesta de resurrección. Problema del gran tiempo.

Y en la película que relata el milagroso redondeo de la hermandad entre Marais y Saint-Colombe escuchamos primero una sentencia inquietante, Todas las mañanas del mundo no volverán, y después entendemos que lo compactamente inmortal es la espesura del GRAN TIEMPO que elegimos construir.

Pero aquella noche, al volver al Stella, encontré a Ernesto tirado en la cama con las córneas color malvón porque le habían robado una Pentax carísima de la chambre que dejábamos siempre sin llave y cuando me ofrecí a llamar a la policía chistó Hacé de cuenta que me la afané yo mismo porque no quiero que se acabe el infierno.

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